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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (5 page)

BOOK: El quinto jinete
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La sequedad del tono sorprendió a la joven. Siempre le asombraba la rapidez con que recobraba él sus reflejos de policía. Sin embargo, eran motivos profesionales los que habían motivado este nuevo encuentro. Una encuesta sobre la gran criminalidad la había conducido un día a una oficina de la Homicide Squad de Maniatan. Con su perfil de emperador romano, sus cabellos grises y ondulados, su fino bigote a lo Vittorio de Sica y su tendencia a prolongar las eres como los tenores del metropolitan Opera, el inspector que la había recibido tenía mas aspecto de señor de mafia que de policía. Ella había observado el botón negro de luto que llevaba en la solapa y su manera nerviosa de mascar cacahuetes. Para no fumar, había explicado él.

La había invitado a almorzar. Las relaciones amistosas con un policía de alta graduación nunca son inútiles para un periodista, y por esto había aceptado ella. Pero ciertas circunstancias particulares habían dado pronto un matiz más personal a sus relaciones. Rocchia acababa de perder a su esposa, y ella, de divorciarse. Se habían visto con creciente asiduidad. Después, una noche tórrida de agosto habían ido a cenar a una marisquería de Shipshead Bay. Grace llevaba un vestido de algodón estampado, de generoso escote. Su maravilloso cutis hacía inútil el maquillaje. Sólo una sombra azul sobre los párpados y un toque de carmín para acentuar la curva de los labios.

Ángelo la había contemplado aquella noche con nueva ternura, la brisa marina, la dulce euforia del Lecanina fresco, el bienestar de aquella noche de verano, habían cristalizado sus sentimientos. Grace le había asido del brazo y se había apretado contra él. Estaban en período de vacaciones; su hijo estaba con la abuela, y ella se sentía libre por primera vez desde su divorcio. Habían regresado lentamente en coche, por la orilla del mar. Ángelo vivía muy cerca de allí, en la punta de Coney Island, frente al mar, en un gran inmueble de Atlantic Avenue. Habían escuchado algunos discos clásicos y bebido un par de whiskies y después, con toda naturalidad, habían terminado la noche juntos.

Sin embargo, la felicidad de aquella primera noche no había despertado una pasión devoradora en aquellos dos seres cuyas heridas eran demasiado recientes. Pero el bienestar tranquilo y satisfecho que experimentaban cada vez que se encontraban era su manera de amarse.

Grace lanzó un grito de alegría al ver las
picccate
que trajo el camarero. Su manera exuberante de expresar su regocijo encantaba a Ángelo. Ella olió el perfume del marsala.

—Esto me dará fuerzas para enfrentarme con el sátrapa del alcalde. Porque, ¿no sabes?, ha convocado a la prensa para mañana a las nueve. Para replicar a la campaña de críticas contra los servicios municipales de limpieza de las calles. Cuatro días después del temporal de nieve del viernes, hay calles que aún no han sido limpiadas y gente que no puede salir de los garajes. Al menor incidente, ¡esta ciudad se convierte en una trampa gigantesca!

Ambos sentían el mismo amor por su ciudad. Sabían tomarle el pulso, respirar sus olores, escrutar sus ruidos, espiar su alma. Nueva York fluía por sus venas como el Ganges sagrado por las de los
sadhúes
de Benarés.

El camarero había servido los cafés. Era tarde. Habían hablado mucho. Ella había bebido demasiado Soave Bolla y sentía un ligero vértigo. Aplastó su cigarrillo en el cenicero.

—No podré almorzar contigo el martes —declaró.

—¿Un reportaje?

Ella le miró con ternura, hundido el rostro entre las manos, con las largas cejas sombreando sus mejillas.

—No —dijo—. Debo someterme a una pequeña intervención.

Parecía turbada. El aire inquieto de Ángelo la sorprendió y le dio aliento.

—A mi edad es una estupidez. No deberían ocurrir estas cosas. —Permaneció un momento silenciosa—. Estoy embarazada.

El presidente levantó la mano para imponer silencio a sus colaboradores, que se habían recobrado de su estupor. «Las discusiones —pensaba—, sólo servirían para embrollar la situación». Dominando su emoción declaró:

—Caballeros, hay que pasar enseguida a la segunda cuestión: el chantaje de una bomba H en Nueva York, ¿procede realmente del coronel Gadafi?

La respuesta incumbía a las tres organizaciones que, gracias a sus medios casi ilimitados, hacían teóricamente de América la nación mejor informada del mundo. El presidente se volvió a su ex condiscípulo de la Escuela Naval, al cual había puesto al frente de la Central Intelligence Agency. Desde la revolución iraní, las deficiencias de la CIA habían sido una de sus constantes preocupaciones. El almirante Tap Bennington, de cincuenta y siete años, parecía muy confuso.

—No hemos podido establecer con certeza si la voz de la cinta es la de Gadafi —confesó—. Las grabaciones que tenemos de él se realizaron en condiciones demasiado diferentes como para que sea concluyente un estudio comparativo.

—Sin embargo, debe de haber en Washington algún diplomático libio capaz de identificar esta voz, de decirnos si se trata o no de la de Gadafi —dijo el presidente, con impaciencia.

El ex fiscal que dirigía el FBI, intervino con su cantarino acento de Luisiana.

—Lamento decirle, señor presidente, que no hemos podido encontrar uno solo de ellos —declaró Joseph Holborn con aire compungido—. Ni aquí, ni en Nueva York. Parecen haberse evaporado todos.

El presidente masculló un juramento que sólo pudieron oír sus vecinos inmediatos.

—Sin embargo, tenemos razones para pensar que los documentos que le han enviado no han sido preparados en Estados Unidos. Nuestro laboratorio acaba de descubrir que la máquina de escribir utilizada para la redacción de los cálculos matemáticos es suiza. Una Olimpyc. De un modelo fabricado entre 1965 y 1970, que, según hemos podido averiguar, no se vendió nunca en Estados Unidos. El papel utilizado para el plano es de origen francés. Y, al parecer, solo se vende en Francia. La casete es de la marca BASF, de Alemania Occidental. Un modelo muy corriente. Puede obtenerse, en América, en la mayor parte de las tiendas de material radiofónico. La ausencia total de ruidos de fondo y de parásitos indica que la grabación debió de realizarse en un estudio. Desgraciadamente, no hemos podido encontrar ninguna huella digital.

—¿Esto es todo?

—De momento, si.

El presidente agarró un lápiz de encima de la mesa y apuntó con él al representante del Departamento de Estado.

—¿Y qué dice nuestra gente de Trípoli?

Las luces de neón acentuaban la melancolía habitual del semblante del subsecretario de Estado Larry Middleburger, que sustituía a su ministro, en viaje oficial a América del Sur. De sus veinticinco años de servicio en el Próximo Oriente, este diplomático había traído una úlcera de estómago y una tenaz desconfianza de los árabes.

—Naturalmente, en cuanto recibí la noticia, puse sobre aviso a nuestro encargado de Negocios. Este llamó inmediatamente al Ministerio de Asuntos Exteriores libio y a la secretaría de la Presidencia; pero no pudo encontrar a ningún responsable. En Trípoli son ahora altas horas de la noche, y nadie parece estar al corriente de nada. Nuestro representante ha ido incluso al cuartel de Bab Azziza, donde residen habitualmente el coronel Gadafi y la mayoría de sus ministros. Los guardias no le han dejado entrar. Le han rogado que vuelva mañana. En todo caso, está seguro de una cosa: Trípoli está absolutamente tranquila esta noche; todo parece allí normal.

—¿Cuándo ha sido visto Gadafi en público por última vez?

—El jueves pasado, en la gran explanada del Castillo de Trípoli, con motivo de una manifestación en pro del desarrollo rural. Según parece, estaba en excelente forma.

—¿Ninguna señal de nerviosismo, de tensión?

—Todo lo contrario. Según nuestro encargado de Negocios, parecía excepcionalmente tranquilo y de buen humor.

—¿Le han confirmado que se encuentra aún en Trípoli?

—Todavía no, señor presidente.

El imprevisible jefe de Estado libio había acostumbrado al mundo a sus fugas. Estas duraban algunos días y, a veces, más. Sus desplazamientos se envolvían en un velo de misterio tal que, generalmente, nadie sabía sus motivos ni su destino. Sin duda el presidente de Estados Unidos y sus consejeros se habrían sorprendido mucho de haber sabido que el joven coronel se encontraba, en esta noche del 13 de diciembre a cuatrocientos kilómetros al sudeste de Trípoli, bajo un sencillo techo de pelo de cabra de una tienda plantada en las arenas del desierto de la Gran Sirte.

Aunque era jefe de un país petrolero cuyos ingresos se contaban por miles de millones de dólares, ningún accesorio de la tecnología del siglo
XX
turbaba su espartano campamento. Nada de télex crepitantes, ni de pupitres de pantalla catódica, ni de emisores receptores de radio, ni de teléfonos. Ni siquiera un simple aparato de transistores. Nada capaz de turbar el silencio del desierto unía esta noche a Muamar el Gadafi, con su capital ni con el resto del mundo.

Una larga mancha grisácea empezaba a disolver las tinieblas en el horizonte. Apuntaba el alba sobre la inmensidad vacía del desierto. Los discípulos del Profeta llaman «El Fedji», primera aurora al instante que precede a la aparición del disco solar. Sólo dura unos pocos minutos, el tiempo necesario para recitar la primera de las cinco suras, oraciones cotidianas prescritas por el Corán.

El coronel libio salió de su tienda. Llevaba capa de campesino, de lana gruesa, con franjas pardas y blancas y un
keffieh
blanco ceñido a la frente por un cordoncillo negro. Dio unos pasos y desplegó una alfombra de oración sobre la arena. Volviéndose al Sol naciente, invocó el nombre de Alá, «Señor del mundo, todo misericordioso y compasivo, soberano supremo del juicio final».

—Tú eres aquel a quien adoramos, Tú eres aquel cuyo auxilio imploramos —salmodió—. Condúcenos por el camino de la verdad.

El coronel se arrodilló y se prosternó tres veces rozando cada vez el suelo con la frente, alabando el nombre de Dios y el de su Profeta. Terminada la oración, se puso en cuclillas sobre la alfombra y observó cómo abrasaba el Sol la bóveda celeste sobre su desierto. Este espectáculo le permitía volver a establecer contacto con los verdaderos valores de la existencia. En la austeridad de este infinito desnudo se encontraba de nuevo cara a cara consigo mismo. Era un hijo del desierto.

Había venido al mundo hacía cuarenta y dos años en una tienda de piel de cabra como aquella en la que acababa de pasar la noche. Su nacimiento había sido saludado por un duelo de artillería empeñado a la sazón entre los soldados del África-Korps de Rommel y el
VIII
Ejército de Montgomery. Había pasado su infancia vagando por este desierto con su tribu, creciendo al ritmo de las ráfagas ardientes del gueblí, de las bienhechoras lluvias del invierno, del renacimiento de los pastos. Desde el borde de las Sirtes hasta los palmerales del Fezzán, ni un arbusto espinoso, ni una mata de hierba, ni un charco en un
ued
habían pasado inadvertidos a su mirada de depredador en busca de pastos para su rebaño. Su cuerpo anguloso y seco había sido alimentado con leche de camella y dátiles; su espíritu, con leyendas heroicas de su tribu y con un odio visceral hacia los extranjeros que, durante tres milenios, habían manchado la pureza de su desierto con el estruendo de sus armas.

Esa ruda existencia de beduino había dado a este árabe el
sabr
, una tenacidad indomable para triunfar sobre una naturaleza hostil, una voluntad feroz de sobrevivir bajo un cielo y en un medio donde todo, salvo los hombres de su raza, se marchita y muere. Pero, sobre todo, era aquí, en la inhumana soledad del desierto, donde había encontrado a Dios.

Meditando sobre las enseñanzas del Corán en un universo donde el hombre se esfuma ante el infinito había creído oír la voz de Alá. Como los morabitos habían recorrido antaño el desierto, desde el golfo Pérsico hasta el océano Atlántico, para llamar a los musulmanes a vivir la realidad de su religión, él quería emprender una cruzada para regenerar el decadente Islam, para sacar del fango la bandera del Profeta, para resucitar la unidad de sus hermanos árabes y devolverles su dignidad y sus derechos. El joven beduino, convertido en jefe todopoderoso, quería arrebatar al viejo ayatolá de Qom, el sable de los caballeros de Alá. Poniendo los fabulosos recursos de su país al servicio de su ambición de visionario, había obligado a las naciones de Occidente a suministrarle sus armas más modernas y su tecnología más secreta a cambio de su precioso petróleo, sin el cual no habrían podido sobrevivir.

Se levantó y escrutó fijamente el horizonte, que empezaba a enrojecer. Este movimiento instintivo, heredado de su infancia, era común a todos los nómadas que observaban la señal precursora de la llegada del eterno enemigo de los beduinos, el gueblí, el viento agotador llegado de las entrañas del Sahara. Cuando sopla el gueblí, las alas de la muerte se abren sobre el desierto, y hombre y animales se apretujan unos contra otros para protegerse de unos tornados de arena que pueden sepultar tribus enteras. Pero el cielo de este amanecer del 14 de diciembre era de un azul incandescente.

Tranquilizado, paseó su mirada sobre la llana inmensidad, hasta el infinito. ¡Cuántas veces, durante sus estancias en Inglaterra, como joven oficial, se había asombrado de que los europeos pudiesen tener ideas claras con tantas nubes sobre sus cabezas y con tantos árboles y colinas que impedían la visión de los lejanos horizontes!

Su penetrante mirada de halcón se volvió hacia el Sur, hacia el mar de arena que cabrilleaba bajo la brisa. Allá, detrás del horizonte, a cuatrocientos o quinientos kilómetros de distancia se hallaba tal vez su pozo, la fuente inagotable hacia la que había marchado sin descanso desde que Alá le había encargado que rompiese las cadenas de sus hermanos oprimidos.

Un servidor, cuidando muy bien de no turbar la meditación de su amo, depositó junto a él una bandeja en la que había un tazón de cobre lleno de
leben
cremoso, que es un yogur de leche de cabra, y un cuenco de dátiles pardos, desayuno tradicional de los beduinos. Pero el joven coronel no lo tocó.

Muamar el Gadafi esperaba, fijos los ojos en la inmensidad.

—Suponiendo que el coronel Gadafi sea realmente el autor de este chantaje —dijo el presidente de Estados Unidos—, esto no significa que sea capaz de llevar su amenaza a la práctica, ¿verdad? Por consiguiente, la última pregunta que debemos formularnos es ésta: ¿Tenemos alguna prueba de que el coronel Gadafi esté en posesión del arma atómica?

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