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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (11 page)

BOOK: El quinto jinete
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Whalid se estremeció imperceptiblemente. Desde el momento en que había recibido el telegrama, sospechaba el motivo de una visita tan urgente. Apuró de un trago su vaso de pastís y envolvió a su hermana en una mirada glacial.

—¿Y qué es eso tan especial que los Hermanos esperan de mí?

—Que les ayudes a conseguir plutonio. Por cuenta del Gran Hermano de Trípoli.

Whalid dejó un vaso sobre la mesa. Aunque Leila había hablado en árabe miró a su alrededor para asegurarse de que nadie había podido escuchar sus palabras. Los muchos rumores que circulaban en el seno de la comunidad científica le habían puesto al corriente de los esfuerzos nucleares de Gadafi. Se pasó una mano por la frente.

—Supongo que los Hermanos se imaginan que cualquier tarde de domingo puedo ir a buscar sencillamente unos cuantos kilos de plutonio y cargarlos en el asiento de mi coche —dijo, sarcásticamente.

Leila esbozó una crispada sonrisa.

—Querido Whalid los Hermanos no están locos. Han pensado y estudiado ya la operación hasta en sus ínfimos detalles. Lo único que quieren de ti es información. Por ejemplo, el lugar donde se guarda el plutonio de Cadarache. Su sistema de protección… El número de personas encargadas de su custodia… Cómo podrían sacarlo del Centro…

Whalid golpeó nerviosamente su vaso.

—¿Qué haría Gadafi con él? ¡No será una bomba atómica la que haga triunfar la causa árabe!

—La explosión de una sola bomba atómica en el desierto mostrará a nuestro pueblo que existe una alternativa a los regateos de Sadat y los americanos, a la esclavización de nuestro pueblo por los israelíes. Les demostrará que existe un jefe árabe capaz de luchar para que al fin triunfe la justicia. —Abrió el bolso y sacó de él un grueso sobre blanco—. Todo lo que deben saber los Hermanos está consignado aquí. Y puedo prometerte una cosa: nadie sabrá jamás la procedencia de las informaciones.

—¿Y si me niego?

—¡No te negarás!

El tono perentorio, agresivo, de estas tres palabras, exasperó a Whalid.

—¿Que no me negaré? —exclamó—. ¡Pues esto es lo que voy a hacer. ¡Inmediatamente! Y te diré el porqué. —Cogió el paquete de cigarrillos de encima de la mesa—. Creo en lo que hago, Leila —dijo él—. Creo en ello tan apasionadamente como he creído en Palestina. —Hizo una pausa, aspirando lentamente el humo del cigarrillo. Su tono era grave y mesurado—. Florence Nightingale
[3]
dijo una vez: «Lo primero que NO debe hacer un hospital es propagar microbios». Pues bien, lo primero que NO debe hacer un físico nuclear es difundir el terrible saber que posee por miedo a que los hombres lo utilicen para matarse, en vez de servirse de él para construir un mundo mejor.

Ahora fue su hermana la que saltó:

—¡Un mundo mejor! —exclamó, burlona—. ¿Por qué crees que Gadafi quiere la bomba? Porque los israelíes la tienen. Sabes muy bien que la tienen. ¿Y crees que la han fabricado para edificar un mundo mejor? ¡Ni lo pienses! ¡Lo han hecho para lanzarla contra nosotros cuando se les antoje!

Su hermano permaneció impasible.

—Sé que la tienen.

—¿Sabes que los judíos tienen la bomba, y te quedas ahí sentado, diciéndome que te niegas a ayudar a tu propio pueblo a conseguirla, un pueblo que ha sido pisoteado como nadie lo fue jamás?

—Exactamente. Porque hoy me siento ligado a algo que es superior a Palestina… O a la causa.

—¿Superior a tu propia carne, a tu propia sangre? ¿A tus muertos? ¿A tus Hermanos, a quienes los judíos tratan de exterminar? ¡Whalid! Gadafi se verá obligado a utilizar la bomba. Pero somos débiles. Y no hay justicia para los débiles. Ésta es un lujo del que solo pueden gozar los poderosos. Sin la bomba, ningún caudillo árabe tendrá jamás la fuerza suficiente para enfrentarse a los israelíes. Y seguiremos siendo lo que somos desde hace sesenta años, las víctimas, las eternas víctimas de los verdugos.

Los dos hermanos permanecieron un instante silenciosos.

—Mi respuesta sigue siendo no, Leila.

Un sentimiento de desesperación se apoderó de la joven. Una súbita náusea le atenazó la garganta. «¡Oh, Dios mío! ¡Haced que encuentre las palabras precisas! ¡Tengo que persuadirle! ¡Es necesario!» Apoyó una mano en la muñeca izquierda de Whalid.

—¿Y esto? —preguntó, señalando la serpiente y el corazón traspasados por un puñal tatuados en ella.

El se desprendió, encolerizado. El tatuaje representaba uno de los momentos más dolorosos de su vida, la muerte de su padre después de su destierro de Jerusalén, en 1968. El día del funeral, Kamal y él habían ido al zoco de Beirut. Un tatuador saudita había grabado en la carne de los dos hermanos un corazón traspasado, por el padre desaparecido; una serpiente, por el odio jurado a los que consideraban responsables de su muerte y un puñal, por la venganza que juraban tomarse. Después, habían jurado cumplir lo ordenado en el capítulo cuarto del Corán y consagrar su existencia a vengar la muerte de su padre, bajo pena de perder su propia vida si faltaban a la promesa.

Leila vio que las facciones de Whalid se endurecían. «Al menos —pensó— he dado un rostro a nuestro pueblo, a la causa que he venido a defender».

—Tú has salido bien librado, Whalid —dijo, y su voz era cariñosa, sin la sombra de un reproche—. Aquí has podido olvidar, gracias a tu nueva vida, a tu nueva familia. Pero, y los que no han podido hacerlo? ¿Seguirán siendo siempre un pueblo sin patria, sin un lugar adonde ir? ¿No podrá nuestro padre descansar en paz en su tierra?

—¿Qué quieres que haga, Leila? —La voz de Whalid era un grito desesperado—. ¿Es preciso que obre contra mi razón, contra todas las cosas en las que creo, simplemente porque nací, hace treinta y ocho años, en un lugar llamado Palestina?

Leila permaneció pensativa un largo rato.

—Si, Whalid. Debes hacerlo. Yo debo hacerlo. Todos debemos hacerlo.

Después del almuerzo, el hermano y la hermana volvieron al aeropuerto sin decir palabra. Leila se dirigió a la taquilla de registro para confirmar su vuelo regreso a París. Después, cruzó el vestíbulo hasta el quiosco de periódicos, donde la esperaba Whalid leyendo los titulares de los diarios de la tarde. Sus ojos sombríos parecían lejanos y melancólicos como absortos en la visión de un mundo interior. «Ha comprendido —pensó Leila—. Se siente torturado, pero sabe que no puede elegir». Le apretó cariñosamente el brazo.

—Les diré que todo marcha bien, que harás lo que te piden.

Whalid hojeó nerviosamente una revista expuesta en el quiosco, retrasando de este modo unos segundos la respuesta que debía a su hermana.

—No, Leila —dijo al fin—. Diles que no.

La joven sintió que le flaqueaban las piernas. Pensó que iba a desmayarse.

—Whalid —suplicó— tienes que hacerlo. ¡Es preciso!

Whalid sacudió la cabeza. El sonido de su propia voz diciendo «No» había fortalecido su voluntad.

—He dicho NO, Leila. No hay nada que hacer.

Ella había palidecido. «No ha comprendido —pensó, dolorosamente—. O, si ha comprendido, es que realmente le importa un bledo. Es inútil insistir. He fracasado».

Entonces, abrió el bolso y sacó de él otro sobre, mucho más pequeño que el primero.

—Me pidieron que, si te negabas, te entregase esto.

Dio el sobre a su hermano. Whalid quiso abrirlo en seguida, pero su hermana se lo impidió.

—Espera a que me haya marchado.

Le besó en la mejilla.


Ma salameh
—murmuró, y se perdió entre la muchedumbre.

Desde lo alto de la terraza del aeropuerto, Whalid observó a su hermana dirigiéndose al avión. Ella no se volvió. Sólo cuando hubo desaparecido en el interior del Boeing 727, abrió él el sobre.

Al ver el breve mensaje, se sobresaltó como si le hubiesen propinado un golpe invisible. Había reconocido inmediatamente la escritura y el versículo del capitulo cuarto del Corán, leyó:

«Y si se desdicen de su juramento —decía—, apoderaos de ellos y matadlos donde los encontréis».

Cuatro semanas más tarde, el domingo 3 de marzo de 1977, Whalid Dajani explicó a su mujer que tenía que ir a París por motivos profesionales y que tomaría el Mistral. En el fondo de su cartera de documentos entre el pijama y los artículos de tocador, había un sobre que contenía una serie de fotografías y un informe de doce páginas.

Las informaciones pacientemente recogidas por el físico palestino respondían a todas las preguntas formuladas por los Hermanos. Lo que aquellas revelaban ponían gravemente en entredicho a los responsables de la protección de las instalaciones atómicas francesas. Además de los pabellones de investigación y de fabricación de reactores, y de la fábrica de motores de los submarinos atómicos de la fuerza disuasoria nacional, el centro nuclear de Caradache albergaba el depósito de plutonio más grande de Europa y, sin duda, uno de los más importantes del mundo. Ahora bien, el emplazamiento de este depósito aparecía ostensiblemente indicado por un rótulo y una flecha. Ningún centinela vigilaba la entrada. Bastaban dos técnicos para abrir, mediante mando a distancia la puerta blindada del depósito donde se hallaba encerrado el plutonio. Uno de estos técnicos, padre de seis hijos, se jubilaría dentro de un año. Si se abría la puerta y se neutralizaban las dos cámaras electrónicas de vigilancia, el traslado de los dos centenares de contenedores de plutonio depositados en el lugar sería una simple operación de carga. En aquellos recipientes había plutonio suficiente para borrar del mapa todas las ciudades norteamericanas de más de cien mil habitantes.

El informe del palestino demostraba que entrar y salir de Cadarache era casi un juego de niños. Diariamente, decenas de camiones de empresas privadas entraban en el centro y volvían a salir sin ser registrados a fondo. Algunos vehículos con base en el mismo centro, como los semirremolques del Laboratorio de Protección contra las Radiaciones, no se detenían siquiera en el puesto de control dé la entrada principal. Bastaba con utilizar un camión idéntico para ir en busca del plutonio y se podía tener la seguridad de salir de allí sin ser molestado. Más allá, numerosos caminos vecinales desiertos permitían un trasbordo de la mercancía a camionetas rápidas. En menos de tres horas, el plutonio podía hallarse a salvo en Italia. Para mayor seguridad, la alarma se daría probablemente con retraso: la única línea telefónica de la gendarmería de Leyrolles (siete gendarmes), que tenía a su cargo la protección del centro nuclear de Cadarache, penetraba en éste por un ventanuco de la planta baja. Un niño de cinco años podía cortarla sin tener que subirse siquiera a un escabel.

Poco antes de la medianoche de aquel domingo 3 de marzo de 1977, Françoise Dajani, esposa de Whalid, fue detenida en su apartamento de Meyrargues cerca de Aix-en-Provence. Una hora después era introducida en el despacho del director regional de la DST, situado en el décimo piso de un moderno edificio que dominaba el puerto viejo de Marsella. La joven parecía hallarse en un estado de
shock
nervioso. Siempre había sido de naturaleza frágil, hasta el punto de haber tenido que pasar, en sus años de soltera, varias temporadas en un sanatorio. Pero su matrimonio con Whalid parecía haberla curado. Hacia años que Françoise Dajani no había padecido depresiones.

—¿Con qué derecho se atreven a sacar a la gente de la cama en plena noche? —gritó, indignada.

Aún le parecía estar viviendo el odioso espectáculo del registro de su apartamento por la policía, los papeles de su armario por el suelo; los cajones vaciados de su contenido.

Absorto en la lectura de los mensajes por télex amontonados sobre su mesa, el director no prestaba la menor atención a sus protestas. Cuando hubo terminado, levantó la cabeza, se quitó las gafas y alzó una mano para interrumpirla.

—Tranquilícese, señora, por favor. Esta tarde detuvimos a su marido, así como al hermano y a la hermana del mismo.

Françoise se sobresaltó.

—Han detenido a mi marido? Pero, ¿por qué?

—Se disponía a robar el plutonio almacenado en las instalaciones nucleares de Cadarache, por cuenta de la Organización para la Liberación de Palestina.

El lindo rostro de la joven se contrajo. Luchaba por contener sus sollozos.

—¡Es imposible!

—Poco importa que lo crea o no lo crea. Lo cierto es que el hermano de su marido fue reconocido esta mañana por un agente israelí en el aeropuerto Charles de Gaulle y le siguió hasta el apartamento de la cuñada dé usted. Su marido se había citado con ellos allí. Los tres han confesado. Los documentos que hemos encontrado son prueba concluyente del delito que se disponían a cometer. Mi única preocupación es saber si está usted mezclada en esta empresa. Dicho en otras palabras, si es usted su cómplice.

No había agresividad ni simpatía en las palabras del policía, sólo una voluntad fría, profesional, de sorprender un parpadeo o un cambio de voz susceptibles de delatar a la joven.

—¿Dónde tienen detenido a mi marido?

El director echó una mirada a su reloj.

—No está detenido. Aterrizará en Beirut dentro de dos horas. No volverá jamás a Francia. Ha sido declarado persona no grata por las autoridades francesas. Dadas las circunstancias, puede considerarse afortunado. La decisión ha sido tomada por la superioridad.

El director de la DST marsellesa se habría quedado estupefacto si hubiese sabido a qué alto nivel se había tomado. La fabricación de los súper regeneradores de Cadarache, con vistas a su venta al extranjero, era uno de los pilares del programa de exportaciones francesas para el decenio de 1980. La revelación pública de un plan preparado por un grupo de palestinos para robar el plutonio de Cadarache, en una Europa hipersensibilizada por las campañas antinucleares, podía reducir a cero tales ambiciones. Antes que exponerse a un riesgo semejante, el ministro del Interior, siguiendo instrucciones del presidente de la República, había ordenado que se guardase el secreto y fuesen expulsados los tres Dajani.

El policía tomó una hoja de papel de encima de su mesa.

Françoise se había encogido en su sillón. Instintivamente se había llevado los dedos al pequeño medallón dorado que pendía de su cuello. Era una copia del pez que simbolizaba, en las paredes de las catacumbas de la antigua Roma, la presencia de los primeros cristianos. Françoise había nacido bajo el signo de Piscis, y su padre le había regalado esta alhaja la víspera de su boda. Ella adoraba a su padre. El drama que acababa de producirse saldría forzosamente algún día a la luz. Los colegas de Whalid, los vecinos, los amigos, harían preguntas. Circularían rumores por la pequeña ciudad de Meyrargues, de la que su padre era precisamente alcalde. Adversarios políticos y habitantes murmuradores difundirían horribles calumnias. No tardaría en producirse el escándalo, un escándalo vergonzoso que mancharía para siempre a su familia y mataría a su padre, con la infalibilidad y la crueldad de un cáncer. Sus dedos buscaron febrilmente en el bolso el tubo de Valium, el sedante que tomaba en sus momentos de ansiedad.

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