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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (14 page)

BOOK: El quinto jinete
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—Así, pues, hermano —dijo a Dajani—, ¿podemos construir la bomba de hidrógeno con los documentos que trajiste ayer por la noche?

—No es seguro. Será un camino largo y difícil, con muchos, muchísimos obstáculos. Ante todo, debemos terminar nuestro programa atómico en curso. Después, me pregunto cómo podremos fabricar esa bomba sin hacer ninguna prueba. Pues, al primer experimento que hiciésemos, los israelíes nos atacarían con sus propias bombas.

Gadafi meneó la cabeza, pensativo, mirando hacia el horizonte.

—Hermano, jamás ha habido grandeza sin peligro. Jamás se han logrado grandes victorias sin correr grandes riesgos. Es preciso que tengamos un plan perfecto. Hace treinta años que nosotros, los árabes, defendemos nuestro derecho; pero ni la guerra ni la acción política nos han permitido alcanzar nuestros objetivos. Hoy, gracias a ti, podremos hacer, al fin, que triunfe la justicia.

Se levantó, indicando con esto que la audiencia había terminado.

—Has hecho un buen trabajo, hermano, desde que Alá te envió aquí para ayudarnos, concluyó, en tono cálido y agradecido.

Gadafi acompañó esta vez a su visitante por la pista de arena hasta su automóvil. Mientras caminaban asió amigablemente el brazo del palestino. Una irónica sonrisa iluminó su semblante.

—Hermano —murmuró—, tal vez no deberías chupar tantas pastillas de menta. Esas golosinas son malas para la salud que Dios te ha dado.

El robo de los documentos que contenían el secreto de la bomba H era el último acto de una empresa que el dictador libio perseguía encarnizadamente desde su subida al poder: proveer a Libia de armamento nuclear. El poder era una noción que comprendía por instinto. Ahora bien, ¿cómo lograr con más seguridad ponerse a la cabeza del movimiento de resurrección de la nación árabe que siendo el primer jefe árabe que dotase a su pueblo del arma absoluta?

A diferencia de Israel, de la India y de África del Sur, que habían envuelto su programa de armamento nuclear en un secreto total, Gadafi no había tratado nunca de disimular sus esfuerzos. ¿Cuántas veces no había confirmado públicamente, en el curso de los últimos diez años, su decisión de equipar a Libia con armas atómicas? Declaraciones que habían sido regularmente tomadas a broma por un mundo demasiado deseoso de presentar a su autor como un quijotesco aventurero, incapaz de reunir los medios para llevar a cumplimiento su ambición.

El primer paso en el largo camino que había llevado al asesinato del físico Alain Prévost había sido dado por Muamar el Gadafi el día siguiente de su revolución, al enviar a su primer ministro, Abdul Salim Jalud, a Pekín, para negociar la compra de bombas atómicas chinas. Fracasado este intento, Gadafi se había vuelto entonces a Occidente.

En 1972 trató de comprar una central electro nuclear de 600 megavatios a la sociedad norteamericana Westinghouse, el mayor constructor mundial de centrales atómicas civiles. Debía ser instalada en la costa Este del país, en una zona árida sin población ni industrias capaces de consumir la corriente eléctrica que produciría. Oficialmente, pues, esta central debía servir para desalar agua del mar y permitir la irrigación de los desiertos de la zona. Pero como nadie había encontrado aún un método rentable para desalar el agua del mar por el átomo, era preciso que los libios hubiesen pensado en otra utilización de su reactor. En todo caso, el veto brutal del Gobierno norteamericano de toda venta de instalaciones atómicas a Libia, puso fin a las esperanzas de Gadafi y le decidió a montar en su país las bases de una verdadera industria nuclear. El mismo eligió el nombre en clave del programa que había de proporcionar la bomba atómica a su país:
Seif al Islam
(el Sable del Islam). La operación fue colocada bajo el control directo del primer ministro, Jalud. Varios principios determinaron su orientación. La construcción de la bomba debía desarrollarse bajo la capa de un programa nuclear pacífico. Por otra parte, Gadafi exigió que no se regatease esfuerzo para reservar un máximo de puestos a ingenieros árabes, ya fuesen especialistas sacados de laboratorios extranjeros, ya jóvenes enviados, a costa de Libia, a las mejores universidades del mundo. A partir de 1972, decenas de estudiantes árabes empezaron a invadir los departamentos de estudios nucleares de las universidades francesas, alemanas, británicas y, sobre todo, norteamericanas. En 1977, una quinta parte de los estudiantes árabes matriculados en universidades norteamericanas preparaban oposiciones a ingenieros nucleares.

El dictador libio ordenó la construcción —a cuarenta y cinco kilómetros al sur de Trípoli—, de la Ciudad de las Ciencias, a la cual dotó progresivamente de laboratorios y equipos modernísimos, comprados en el extranjero por sociedades fantasmas o colaboradoras. Se ocupó personalmente de negociar la compra en Europa de instalaciones capaces de proporcionar a sus ingenieros la infraestructura tecnológica necesaria.

En 1973, con ocasión de una visita oficial a París, presionó al Gobierno francés para que éste le vendiese ciertos materiales estratégicos indispensables para la realización de su programa. Pero su petición fue prematura. La respuesta de Francia fue: «No». El vertiginoso aumento del precio del petróleo pronosticado por Gadafi no había provocado aún el desempleo de un millón cuatrocientos mil franceses. Unos meses más tarde, el infatigable coronel reivindicaba una franja del territorio del Chad, a lo largo de su frontera. Esta zona contenía grandes reservas de uranio, que hizo examinar por técnicos argentinos.

El trueno de la explosión atómica india en el desierto del Rajastán, el 18 de mayo de 1975, debía traer una inesperada ayuda a los proyectos libios. El Primer Ministro del Pakistán, Zulficar Alí Bhuto, aseguró a su pueblo que tendría, como los indios, su bomba atómica, aunque para ello tuviese que «comer hierba». El éxito de esta empresa dependía de un fabuloso contrato de mil millones de dólares concertado con Francia para la instalación de una fábrica destinada al tratamiento de plutonio y de varios reactores nucleares.

Durante el invierno de 1976, un emisario pakistaní llegó secretamente a Trípoli. Bhuto y Gadafi se habían encontrado en Lahore en febrero de 1974, con ocasión de la Conferencia islámica, y habían simpatizado. El emisario traía hoy una atractiva proposición del Primer Ministro pakistaní: si Libia se avenía a pagar la mayor parte de la factura del contrato con Francia, Pakistán le proporcionaría el plutonio, así como la ayuda técnica que le era necesaria. La aceptación por Gadafi permitió a los pakistaníes firmar su contrato con París.

Pero los proyectos nucleares pakistaníes se inscribían en una perspectiva demasiado lejana, y en ellos influían demasiados problemas políticos para satisfacer las apremiantes apetencias atómicas del señor de Trípoli. En mayo de 1975, y a cambio de la compra de armamento por valor de mil millones de dólares a la URSS y de otorgar a ésta facilidades navales en los puertos de Bengasi y de El-Beida, Gadafi consiguió arrancar a los rusos un reactor experimental de diez megavatios, mercancía que le permitía entrever, para un futuro próximo, la posibilidad de una reacción en cadena en un país árabe.

De pronto, en febrero de 1976, el país que, hacía tres años, había negado a Gadafi la ayuda de su ciencia nuclear, se avino a suministrarle lo que quería adquirir desde hacia años. En el curso de una visita oficial a Libia, el Primer Ministro francés, Jacques Chirac, prometió vender a Gadafi el famoso reactor de 600 megavatios que decía necesitar para desalar agua del mar.

Pero el más dramático encuentro que había ilustrado la larga serie de esfuerzos del jefe del Estado libio, para dotar a su país de la bomba atómica, se había producido en el escenario más diferente que cabe imaginar al de una tienda de piel de cabra: un salón revestido de oro del palacio de los zares: el Kremlin. El interlocutor del coronel libio no fue aquel día de diciembre de 1976, Leónidas Breznev, sino uno de los más dinámicos capitanes de industria, procedente del país que antaño había colonizado el suyo. ¿Quién podía simbolizar mejor el confortable y refinado Universo hoy amenazado por el austero visionario del desierto, que Gianni Agnelli, heredero de la Fiat, uno de los imperios industriales más poderosos del mundo?

Hoy, el italiano era el peticionario. Había venido secretamente a Moscú, viajando de incógnito con el pasaporte de uno de sus colaboradores. Agnelli necesitaba dinero. Gadafi poseía ya el diez por ciento del capital de Fiat, por el que había pagado hacía unos meses 415 millones de dólares, más del triple del valor en Bolsa de las acciones. Para estupefacción del industrial, Gadafi le ofreció aumentar su participación y otorgarle importantes créditos, si Agnelli se avenía a transformar, con la ayuda soviética, una parte de su imperio en una industria ultramoderna de armamento, provista de una rama importante dedicada al estudio y la fabricación de armas nucleares.

El italiano pidió tiempo para reflexionar. Pero el diabólico coronel sabía que, ahora, el tiempo trabajaba para él.

¿Acaso no había predicho en octubre de 1973, recién terminada la guerra de Yom Kippur, que llegaría un día en que Occidente estaría dispuesto a venderlo todo, incluso su alma?

Tercera parte

«General Dorit, ¡Destruya Libia!»

—¡Amén! —pronunció fervorosamente el presidente de Estados Unidos al terminar su oración.

Acuciado por la visión del hongo atómico surgiendo del desierto de Libia, se levantó y volvió a ocupar su sitio en la mesa de conferencias. Permaneció un largo momento inmóvil, con la mirada fija y sereno el rostro, concentrada la mente en el dilema más terrible con que había tenido Estado norteamericano. Como el libio que hoy se levantaba contra él, era un solitario. Aunque siempre cuidaba de saber la opinión de sus colaboradores, sólo él decidía.

—Lo primero que quisiera decir —declaró—, al fin, es que no debemos ceder a este chantaje. Si lo hiciésemos, destruiríamos los fundamentos mismos del orden internacional.

Todos observaron con alivio la firmeza de sus frases, rompiendo el clima de incertidumbre que había precedido al experimento atómico libio. El presidente había sido a menudo criticado por su indecisión en momentos críticos. Esta vez, todo parecía distinto: ¡empuñaba con firmeza el timón!

—Debemos considerar que una bomba H se encuentra realmente en Nueva York —prosiguió, con gravedad—. Y también debemos tomar en serio a Gadafi cuando amenaza con hacerla explotar si avisamos a la población. Pero con esto nos presta probablemente un servicio providencial. Pues si los norteamericanos supiesen que los habitantes de Nueva York está amenazados de muerte por causa de unos millares de colonos israelíes, la opinión pública se desencadenaría, y no tendríamos más remedio que obligar a Israel a aceptar las exigencias de Gadafi. —Mientras hablaba, su expresión se había endurecido. Paseó una mirada solemne alrededor de la mesa, y la desvió después hacia los pupitres donde estaban los militares—. No creo, pues, necesario recordar las inviolables obligaciones morales que esta situación impone a todos los que estamos aquí. Algunos de ustedes tienen sin duda seres queridos a quienes este drama atañe directamente. Sin embargo, no debemos olvidar que la vida de varios millones de compatriotas nuestros depende de que sea guardado este secreto. Por mi parte, pretendo hablar de esta tragedia con mi esposa. Como saben ustedes, tengo en alta estima su buen juicio. Aquellos de ustedes que tengan la misma opinión de su esposa, quedan en libertad de hacerlo también. Pero recuerden que ella deberá guardar el mismo secreto absoluto.

El presidente se volvió a su ayudante:

—Jack, ¿tiene que hacer alguna recomendación particular sobre seguridad?

—Huelga decir que sólo deberán utilizarse los teléfonos de seguridad—. Se sabía en Washington que los rusos interceptaban las comunicaciones telefónicas de la Casa Blanca, como los americanos escuchaban las del Kremlin—. —¡Y nada de secretarios! —añadió Eastman—. Si tiene usted que anotar algo, escríbalo de su puño y letra. Sin borradores, ni copias al carbón.

James Mill, secretario general de la Casa Blanca intervino con su lánguido acento del Sur:

—¿Qué haremos para impedir que la prensa meta las narices en esto?

Era ésta una cuestión vital. En un país que había erigido en principio sagrado el derecho a la información, nada puede escapar a la curiosidad de la prensa mas poderosa y mejor organizada del mundo. Dos mil periodistas están acreditados cerca de la Casa Blanca. Cuarenta o cincuenta corresponsales montan la guardia allí día y noche. La mayoría de ellos se levantan cada mañana convencidos de que el Gobierno les va a mentir al menos una vez antes de que termine la jornada. La recogida de filtraciones es un deporte predilecto en Washington, donde los secretos gubernamentales constituyen los principales temas de conversación en los cócteles, los banquetes diplomáticos o los reservados del restaurante francés de última moda, denominada precisamente Maison Blanche.

—Hay que avisar en seguida a John —insistió Mills.

John Sould desempeñaba una de las funciones mas delicadas del equipo presidencial. Era el portavoz de la Casa Blanca. Dos veces al día, a las once y a las dieciséis, bajaba al palenque de la sala de prensa para informar a los corresponsales, responder a sus preguntas y aguantar sus banderillas.

—Será preciso que construya una muralla de mentiras capaces de resistir todos los embates— recomendó Eastman.

—Y que nos indique en seguida los periodistas que parezcan sospechar algo —añadió el director del FBI.

—No se inquiete por eso querido —saltó Mills, con irritación— si alguien se huele algo, oiremos hablar de ello al cabo de un minuto.

—¿No deberíamos avisar a los presidentes del
Washington Post
y del
New York Times
, y pedirles su colaboración? —preguntó el presidente.

—Me parece que no —respondió Eastman—. Cuantas menos personas estén en el ojo, tanto mejor. La mejor manera de guardar este secreto es hacer como el presidente Kennedy durante la crisis de Cuba: no modificar sus hábitos. Le aconsejo que no cambie una coma en su programa de la semana. Lo mejor, para que desconfíen los periodistas, es que le vean haciendo tranquilamente su
footing
cotidiano e inaugurando el árbol de Navidad del personal de la Casa Blanca.

El presidente se mostró de acuerdo. Volviéndose entonces al almirante que dirigía el Centro de Mando, recobró sus viejos reflejos de oficial y le pidió que hiciese un examen estratégico de la situación y enumerase las opciones que se ofrecían a las fuerzas armadas norteamericanas.

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