Antes de abandonar su desierto, Gadafi había trocado su
gandurá
de beduino por un uniforme de tela caqui impecablemente planchado y con sólo las insignias de coronel cosidas en las charreteras. Profundas ojeras delataban el agotamiento y la tensión nerviosa de los últimos días, pero su rostro resplandecía de felicidad.
—¡Nadie podrá ya obligarme jamás a permanecer con los brazos cruzados, mientras mis hermanos palestinos se ven arrojados de su patria!
Con esta exuberancia triunfal había interpelado a los colaboradores que habían salido a recibirle: su Primer Ministro, Abdel Salim Jalud, uno de los pocos compañeros de su golpe de Estado que aún permanecía a su lado; el responsable de su Servicio de Información; los comandantes supremos del Ejército de Tierra y de la Aviación. Su jefe les había acostumbrado a sus imprevisibles cambios de humor. A veces, estallaba en terribles accesos de cólera o se enzarzaba en interminables monólogos que nadie se atrevía a interrumpir. Tal parecía ser el caso esta mañana.
—¡El mundo entero permitió si levantar un dedo que los criminales israelíes robasen los territorios de nuestros hermanos e instalasen en ellos sus malditas colonias! —vociferó—. ¿La paz de Sadat? ¡Bonita farsa! Una paz, ¿para qué? ¿Para permitir a los judíos que sigan robando a nuestros hermanos palestinos? Hablan de autonomía… —rió Gadafi—. ¡Autonomía para dejar que el extranjero se lleve nuestra casa! ¡Ah, Sadat! Es jefe de cuarenta millones de hombres. Alá le dio el gran caballo blanco del Califa, ¿y qué hizo él? Se acostó en medio del camino y se durmió. Y yo, ¿qué tengo por montura? ¡El asnillo libio de pezuñas doradas! Soñaba en conducir un pueblo que no perdería el tiempo durmiendo; un pueblo que pasaría sus días en los
djebels
, preparando la reconquista de las tierras de sus hermanos palestinos; que respetaría la ley sagrada de Dios y obedecería los mandamientos del Corán, para servir de ejemplo a los demás…
»¿Y qué pueblo tengo que conducir? ¡Un pueblo que duerme! ¡Un pueblo que no se interesa en lo que les ocurre a sus hermanos de Palestina! Gente que sólo sueña en comprar un Mercedes y tres aparatos de televisión… Hemos entrenado a nuestros mejores jóvenes para pilotar Mirage en combate, y, ¿qué han hecho? ¡Abrir una tienda en el zoco para vender climatizadores japoneses!
La violencia que animaba el rostro del dictador hipnotizaba a los que le rodeaban.
Lanzó una risa vengadora.
—Pero, ahora, ¿qué importa esto? Gracias a mi bomba, ya no necesito tener millones de hombres detrás de mí; ¡me basta el pequeño puñado que está dispuesto a pagar el precio que yo pido! ¿Acaso el Califa conquistó el mundo con millones de hombres? ¡No! Le bastaron unos cuantos compañeros, porque eran fuertes y creyentes.
Gadafi azotó el aire con el bastón de empuñadura de plata que llevaba desde que estuvo en Inglaterra siguiendo cursos de oficial. Su voz se había vuelto suave, casi gemebunda.
—Además, no pido un imposible a los norteamericanos. No les pido que destruyan Israel. No podrían concedérnoslo. Sólo reclamo lo que es justo. Que nos devuelvan Cisjordania. Y Jerusalén. El mundo entero nos dará su apoyo para este doble objetivo.
El Primer Ministro, Salim Jalud golpeaba nerviosamente con los dedos la costura dé su pantalón. Era el único colaborador de Gadafi que se había mostrado contrario a sus planes.
—Insisto,
Sidi
, en que los norteamericanos nos aniquilarán. A estas horas estarán ya intrigando con los israelíes para engañarnos y hacernos creer que van a aceptar sus exigencias; y pegarán cuando bajemos nuestra guardia.
—No bajaremos nunca la guardia —le interrumpió Gadafi, señalando una cajita negra colocada sobre la mesa de su Puesto de Mando—. ¡Esa es nuestra guardia, de ahora en adelante!
El aparato, otro producto de los ingenieros japoneses de la Oriental Electric, parecía el estuche de mando a distancia de un televisor. Con un solo dedo, Gadafi podía enviar un impulso electrónico hasta el fortín instalado debajo de la villa. Vigilado continuamente por tres soldados de guardia, de boinas rojas, se encontraban allí el terminal del ordenador que, respondiendo a aquel impulso, enviaría al satélite
Oscar
la orden en clave que haría explotar la bomba oculta en Nueva York.
—Los norteamericanos no están locos —siguió diciendo el dictador libio—. ¿Cree usted que van a morir cinco millones de norteamericanos por un puñado de sionistas? ¿Por unas colonias contra las cuales se han pronunciado siempre? No. Obligarán a Israel a darnos todo lo que queremos. De todas maneras, ya no tenemos motivos para temer a los norteamericanos. Hasta ahora han podido ignorarnos y ayudar a los israelíes a pisotear la esperanza de nuestros hermanos palestinos de conseguir una patria. Eran una superpotencia. Y estaban seguros. —Frunció las comisuras de los labios en una sonrisa—. Pues bien, hermanos míos, siguen siendo una superpotencia. ¡Pero ya no están seguros!
El presidente de Estados Unidos se había ausentado de la sala de mando del Pentágono para conferenciar, desde una cabina especial, con el jefe del Kremlin. En su ausencia, sus colaboradores se habían dispersado en pequeños grupos, mientras unos marinos vestidos de blanco traían grandes vasijas de humeante café. Sólo Jack Eastman se había quedado en su sitio. Delante de él se amontonaban diversos documentos, casi todos ellos marcados como TOP SECRET. Necesitaba tener una voluntad poco común para alejar de su mente el terrible espectáculo que acababa de presenciar y concentrarse en su tarea. Tenía que determinar la importancia exacta de la crisis y proponer al presidente, con las mayores concisión y claridad, las posibles soluciones para hacerle frente, aunque éstas sólo pareciesen una serie de medidas apocalípticas.
Abrió el primero de los cuatro volúmenes titulados
Respuesta federal a las emergencias nucleares en tiempo de paz
. Millones de dólares de los contribuyentes y millares de horas de intenso trabajo se habían invertido en la preparación de ese plan. Después de un rápido examen, Eastman lo apartó con aire asqueado. Antes de que alguien pudiese descifrar su burocrática jerga, ¡Nueva York habría quedado reducida a cenizas! En el montón contiguo se hallaba un memorando ultra secreto, preparado en septiembre de 1975 por el consejero científico del presidente Ford:
Destrucción en masa y terrorismo nuclear
. Eastman no pudo dejar de subrayar con un gruñido el cinismo y la ironía de una de las recomendaciones del documento: «Ejercítese de antemano en simular con ordenador todas las crisis imaginables. Así, cuando se produzca la verdadera crisis, el ordenador le mostrará el camino a seguir».
—Caballeros, ¡el presidente! —anunció el almirante responsable del centro de mando.
El jefe del Estado volvió con paso rápido hasta la mesa de conferencias.
—He podido hablar con el primer secretario —declaró antes de que los otros tuviesen tiempo de sentarse—. Me ha asegurado que la URSS condena sin reservas el chantaje de Gadafi y me ha ofrecido su colaboración total. Encargará a su embajador en Trípoli que transmita un mensaje personal al coronel, encaminado a disuadirle de su acción y a ponerle en guardia contra las consecuencias de su actitud.
El triste semblante del representante del Departamento de Estado se animó una vez más.
—Señor presidente —dijo—, ¿me permite recomendar, como corolario de esta intervención, una acción diplomática mundial que tenga por objeto demostrar a Gadafi que se encuentra absolutamente solo?
—No veo ningún inconveniente, aunque soy escéptico en cuanto al resultado de semejante presión sobre un hombre de su clase.
—Creo que también sería conveniente pedir al secretario de Justicia que se reúna con nosotros— sugirió Eastman—. Pues una acción como ésta requeriría con urgencia ciertas formalidades excepcionales.
—¿Y qué hacemos con el Congreso? preguntó James Mills, muy inquieto.
El presidente adoptó un aire lacrimoso. Sus relaciones con los barones de Capitol Hill no habían brillado nunca por su cordialidad. Sin embargo, el asunto era demasiado grave para que no se creyese obligado a informar al menos a los principales líderes.
—James, procure enterarse de quiénes son los representantes que fueron avisados por John Kennedy al empezar la crisis de Cuba.
—También hay que considerar el aspecto constitucional —recordó Eastman—. Debe usted prevenir, señor presidente, al gobernador del Estado de Nueva York y, sobre todo, ya que está en la línea de fuego, al alcalde de la ciudad.
—¿Al alcalde? —repitió, pensativo, el presidente—. Éste puede plantearnos problemas.
En efecto, el alcalde de Nueva York era un personaje receloso y susceptible al que había que tratar con precaución.
—Pero tiene usted razón. Hay que pedirle que venga y exponerle claramente la verdad.
Todos manifestaron su aprobación. Después, Eastman se irguió y, con la voz tranquila con que solía resumir los asuntos más trágicos, fue directamente al grano:
—Creo, señor presidente, que sólo podemos hacer dos cosas. La primera es, naturalmente, encontrar la bomba e inutilizarla. Se han dado ya todas las órdenes necesarias en este sentido al FBI y a la CIA, los cuales han empezado ya las investigaciones. La segunda es ponerse en contacto con Gadafi y convencerle de que, sean cuales fueren sus agravios contra Israel, su amenaza contra Nueva York es un procedimiento absolutamente irresponsable de querer lograr la reparación de aquellos.
»Como ha dicho usted mismo esta noche, se trata, propiamente, de un caso de chantaje terrorista con toma de rehenes. Nos hallamos en presencia de un exaltado que apunta con un revólver a la sien de cinco millones de personas. Debemos persuadirle de que suelte el arma y se avenga a negociar, de la misma manera que trataríamos de discutir con cualquier terrorista en posesión de rehenes. Aquí disponemos de numerosos expertos que conocen los medios de conseguirlo. Propongo que sean convocados para que nos indiquen el camino a seguir.
—Completamente de acuerdo, Jack. Convoque inmediatamente una reunión en la Casa Blanca.
Entonces intervino el jefe del Estado Mayor del Ejército de tierra.
—Señor presidente temo que estamos perdiendo de vista un punto vital —declaró, con firmeza—. Comparto la opinión del almirante Fuller y reconozco que, mientras exista el riesgo de que explote esa bomba H en plena Nueva York, no tenemos ninguna opción militar contra Libia. Sin embargo, esto no significa que no debemos prepararnos para actuar militarmente. No contra Libia… Contra Israel.
El presidente arqueó las cejas.
—¿Israel?
—Israel, señor presidente. Pues si esta bomba está realmente en Nueva York esto quiere decir que, en un platillo de la balanza, tiene usted la vida de cinco millones de americanos, y en el otro, la expulsión de unos millones de israelíes que, a fin de cuentas, no tenían ningún derecho a instalarse donde están. ¿Unos miles de colonos fanáticos o la ciudad de Nueva York? —El general hizo una breve pausa para aumentar el efecto de sus palabras, y concluyó—: Aconsejo que pongamos en estado de alerta a la 82.
a
División aerotransportada y a las divisiones de Alemania, y que mantengamos en el Mediterráneo oriental los transportes de tropas de la VI Flota, en vez de enviarlos a Libia con los portaaviones. Y sugiero que el Departamento de Estado establezca un discreto contacto con los sirios. —Una maliciosa sonrisa dulcificó su semblante—. Creo que éstos, en caso necesario, estarían dispuestos a darnos facilidades de aterrizaje en Damasco.
El general observó las señales de asentimiento de los reunidos. James Mills le apoyó en seguida:
—El general tiene razón. Lo cierto es que esas colonias implantadas en territorios ocupados son absolutamente ilegales. Nosotros nos opusimos siempre a ellas. Usted mismo las desaprobó, señor presidente. Si tenemos que elegir entre ellas y Nueva York, y si los israelíes se niegan a expulsar a sus colonos, debemos estar preparados para echarlos nosotros mismos.
—Sea cual fuere nuestra opinión sobre esas colonias e Cisjordania —rectificó el presidente, en tono muy seco—, y todos ustedes conocen la mía, no podemos obligar ahora a los israelíes a evacuarlas. Sería ceder al chantaje de Gadafi. Demostraríamos al mundo que esta clase de acciones es rentable.
—Señor presidente, su punto de vista es a todas luces respetable —replicó secamente James Mills—, pero ¡temo que no sirva de mucho a los habitantes de Nueva York!.
Jack Eastman había seguido la discusión sin tomar parte en ella. De pronto, tomó la palabra:
—En todo caso, hay una cosa segura, y es que este asunto es vital para Israel. Creo que deberíamos avisar a Begin sin perder tiempo.
Una imperceptible mueca ensombreció el rostro del presidente al escuchar el nombre del Primer Ministro israelí. Ningún líder político del mundo le había hecho sufrir tanto como aquel fanático cuyos interminables discursos sobre la historia del pueblo judío, cuyas sempiternas referencias, con exasperante lujo de detalles, a una Biblia que conocía mejor que él, había tenido que aguantar día tras día. Evocó con fatiga el penoso recuerdo que le había dejado el maratón de Camp David y los caudales de paciencia que había tenido que desplegar para reducir la intransigencia del Primer Ministro israelí. Además, no le había perdonado que le hubiese desafiado con sus nuevas implantaciones en territorio ocupado, ni que hubiese aprovechado sus dificultades políticas internas para dirigirse, a espaldas suyas, a la comunidad judía norteamericana.
Sin embargo, y a pesar de sus sentimientos personales, no podía elegir.
—Tiene usted razón —suspiró—. Llamen al Mr. Begin.
El galope de un caballo resonaba en la pista de equitación del Bosque de Boloña, todavía desierto. En diciembre, amanecía tarde en París, y el jinete salió de las tinieblas como un fantasma de leyenda. Nada más adecuado a la personalidad del jefe del SDECE, el Servicio de Información francés, que la oscuridad que envolvía su cabalgada matinal.
En una época en que unos carteles indicaban en las autopistas norteamericanas la dirección de la sede de la CIA, en que los nombres de los agentes del Servicio de Inteligencia británico salían a relucir en los debates de los Comunes, la organización que dirigía el general Henri Bertrand seguía obsesionada por la manía del secreto. Era como si el SDECE quisiera simular que no existía. Ningún anuario telefónico, ninguna guía de calles, ningún
Bottin
, mencionaban el nombre v la dirección de su Cuartel General. Ningún
Who's Who
y ningún archivo ministerial citaban a Bertrand ni a ninguno de sus subordinados. Ni siquiera era Bertrand el verdadero apellido de este robusto e impenetrable cincuentón. Era un nombre de batalla, escogido cuando, siendo un joven capitán de Caballería en Indochina, había ingresado, en 1954, en las filas del Servicio Secreto.