La cabeza rubia osciló varias veces sobre la almohada.
—¿Un infiel pervertido?
—No bromees, querido, por favor. Un
messawarati
es un fotógrafo. ¿Cómo podía saberlo? —Hizo una pausa, y prosiguió: Añadió: «Aquí corre un gran peligro. Es preciso que abandone Nueva York antes de mañana».
Asió la mano de Michael y la estrechó en la suya.
—Michael, te lo suplico, ve mañana a Québec a encontrarte conmigo.
El se incorporó, apoyándose en un codo, y la miró fijamente. Observó su rostro implorante, y las lágrimas que rodaban por sus mejillas. ¡Cuán supersticiosas pueden ser las mujeres! Cariñosamente, le enjugó las lágrimas con la punta de sus labios.
—Eres un amor, querida; pero no te inquietes. Mira…, las predicciones de un hechicero árabe…
Leila se volvió y se apretó contra él. Desengañada y resignada, contempló largamente el rostro amado que había tomado entre las manos. «Habría hecho cualquier cosa por él, pensó. Con todas mis fuerzas».
—¡Qué lástima, Michael! murmuró simplemente.
El presidente estaba pálido. La alusión de Gadafi a Sansón destruyendo el Templo le había impresionado tanto como la bola de fuego que había visto brotar a medianoche en las pantallas del Pentágono.
—Jack —ordenó a media voz—, pida al 747
Catastrophe
que finja una avería en la transmisión durante varios minutos. Necesito reflexionar.
El presidente observó todos los rostros extenuados que le rodeaban.
—Caballeros, ¿qué piensan ustedes?
En el otro extremo de la mesa, el presidente del Comité de Jefes de Estado Mayor, almirante Fuller, hundió la cabeza en el cuello de su camisa, como una vieja tortuga de mar en su caparazón.
—Temo, señor presidente, que no nos deja mas alternativa que la acción militar…
—¡No soy de esta opinión!
El subsecretario de Estado, Middleburger, había intervenido sin dejar terminar al almirante.
—En vez de empeñarnos en hacer entrar en razón a ese exaltado, deberíamos aprovechar el tiempo que nos queda para arrancar a los israelíes algunas concesiones capaces de satisfacer y de salvar a Nueva York.
—He aquí una iniciativa que tendría al menos la ventaja de exigir muy poco tiempo —observó sarcásticamente el director de la CIA—. Sólo el segundo que tardaría Begin en decir no. Hace cinco años que decimos en la CIA que esas colonias «salvajes» son una amenaza para la paz y nos meterán un día en un buen lío. Desgraciadamente, nadie se dignó tomar en cuenta nuestras advertencias.
El presidente sintió un súbito deseo de pegar a aquellos hombres. ¿Acaso ninguna crisis era lo bastante terrible para que se eliminase la estereotipada retórica de los altos resortes del Gobierno norteamericano? El Pentágono le apremiaba para que destruyese a aquel fanático; el Departamento de Estado le aconsejaba batirse en retirada, la CIA sólo pensaba en echar las culpas a otros, como no había dejado de hacer desde su fracaso en Irán…
—¿Jack? —preguntó, en tono fatigado.
—Señor presidente, sólo puedo repetir lo que he dicho hace un momento —respondió Eastman—. Mi única fórmula sigue siendo: ¡ganar tiempo! Middleburger tiene razón: hay que lograr a toda costa alguna concesión de los israelíes, y emplearla en obligar a Gadafi a retirar su amenaza. O, al menos, a retrasar en unas horas el plazo de su ultimátum, a fin de tener más probabilidades de encontrar la bomba.
—Y ustedes, señores psiquiatras, ¿qué luz pueden arrojar sobre el asunto?
Tamarkin echó un desolado vistazo a las insignificantes notas que había garrapateado mientras escuchaba a Gadafi.
—Está claro que nos las tenemos que ver con una personalidad aquejada de psicosis de poder —declaró— ligeramente paranoica, pero plenamente consciente. En general, a este tipo de sujetos les cuesta dominar las situaciones complicadas. Hay que evitar darle un medio de cristalizar sus acciones. Probablemente, tiene previstas dos actitudes por parte de usted. O que capitule, o que amenace con destruirle. Dicho en otras palabras: que tome usted la decisión en su lugar. Por esto, si le presentamos toda una variedad de problemas anejos, es posible que se sienta desconcertado.
—Ja, ja, —aprobó Jagerman—, estoy completamente de acuerdo con mi colega. Si me lo permite, señor presidente, quisiera sugerirle que, a mi entender, no ganaríamos gran cosa empujándole a explicar el porqué de su acción. El está absolutamente convencido de que tiene razón, y usted se expondría a que se volviese aún más intratable si le fastidiase en este punto. En cambio, creo que debería plantear el cómo de la cuestión y tratar de desviar su atención bombardeándole con un alud de preguntas de orden técnico y de poca importancia, sobre la manera de poner en practica sus exigencias. ¿Recuerda la teoría de «pollo o hamburguesa» que le expuse hace un momento?
El presidente asintió con la cabeza. El nombre de la teoría en cuestión podía parecer grotesco en la situación actual. Se trataba, en realidad, de una técnica inventada por el psiquiatra holandés para resolver los casos de retención de rehenes. Hoy figuraba en todos los manuales de policía del mundo. Hay que desviar la atención de los terroristas, predicaba Jagerman; obligarles a contestar una serie ininterrumpida de preguntas y de problemas independientes del fondo del debate en curso. El ejemplo que daba invariablemente era la manera de responder a un terrorista que pedía comida. «¿Qué quiere? ¿Pollo o hamburguesa? ¿El ala o el muslo? ¿Bien cocida o medio cruda? ¿Con mostaza o con salsa de tomate? ¿Con o sin pan? ¿Crudo o tostado? ¿Con qué condimentos? ¿Con pepinillos? ¿O quizá con cebolla? ¿Cruda o frita?»
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. Apartar al terrorista de sus obsesiones, mediante un alud semejante de preguntas, permitía a menudo calmarle, ponerle en contacto con la realidad y hacerle, a fin de cuentas, más maleable.
—Si consiguiese usted adaptar esta técnica a la situación actual —opinó Jagerman—, quizá lograría que aceptase continuar la discusión con el señor Eastman, mientras habla usted con los israelíes.
—Nada se pierde con probar —respondió el presidente, en tono fatalista—. Jack, ¡haga que restablezcan el contacto con Trípoli!
Pensó en aquella lejana noche de verano, hacía de ello treinta años, en que, solo en su velero, se había perdido en la niebla y la oscuridad frente a las costas de Maine. Durante toda la noche prisionero de aquel cascarón mortal, impotente, había sido zarandeado por las olas, aguzando el oído para captar el tintineo de la campana que le indicase la dirección del puerto, enfrentándose por primera vez con la eventualidad de la muerte. Había enloquecido, había perdido la esperanza, había rezado. Y, al fin, había oído la campana de la boya. «¡Señor! —rogaba ahora—, ¿cuándo voy a oír la campana de la boya en las tinieblas que me envuelven?»
—Coronel Gadafi —empezó diciendo—, sabe usted que existen actualmente unos treinta puntos de población israelí en los territorios árabes ocupados. Representan, junto con Jerusalén Este, alrededor de cien mil personas. Los problemas de logística que plantearía su evacuación en el brevísimo plazo fijado por usted son prácticamente insuperables.
—Señor presidente. —Ponderada, cortés, la voz del libio no había cambiado—. Esa gente instaló sus colonias ilegales en unas pocas horas. Lo sabe usted muy bien. Aprovecharon la noche para establecerse y al amanecer, anunciaron al mundo el hecho consumado. Si pudieron instalarse en una noche, ¡pueden muy bien largarse en veinticuatro horas!
—Pero, coronel Gadafi —insistió el presidente—, esas familias tienen hoy sus casas, sus granjas, sus talleres, sus cultivos, sus escuelas, sus sinagogas. No puede usted esperar que se marchen abandonándolo todo.
—Eso es precisamente lo que espero. Sus bienes serán colocados bajo la protección del pueblo árabe. En cuanto el Estado palestino árabe tome posesión de los lugares, se autorizará a los judíos a que vengan a recuperar lo que les pertenezca.
—¿Cómo podemos estar seguros de que no se producirá un caos o desórdenes, al retirarse los israelíes?
—El pueblo, gozoso por volver a su patria, velará por mantener el orden.
—Temo que esto no sea bastante. ¿No sería conveniente pedir al rey Hussein que proporcione tropas?
—¡De ninguna manera! ¿Por qué habríamos de permitir que ese lacayo del imperialismo recogiese la gloria de esta victoria?
—¿Y la OLP?
—Ya veremos.
—Sea como fuere habrá que estudiar estas medidas con sumo cuidado —recalcó el presidente—. Determinar las unidades a elegir. Saber quiénes serán sus jefes. De dónde vendrán. Cuáles serán sus distintivos. Cómo vamos a coordinar sus movimientos con los de los israelíes. Todo esto requerirá una preparación y una discusión muy minuciosa.
Tras de una larga pausa respondió Gadafi:
—Estoy dispuesto a ello.
—¿Y la bomba de Nueva York? Supongo que, cuando hayamos tomado los acuerdos necesarios, nos comunicará usted su emplazamiento y dará orden a sus representantes de que la desactiven inmediatamente. ¿De acuerdo?
Hubo otra larga pausa.
—La bomba está dispuesta de manera que explotará automáticamente al expirar el plazo de mi ultimátum. La única señal que puede recibir su receptor de radio es una señal negativa que provocaría la anulación de la explosión. Sólo yo conozco la señal.
Eastman lanzó un débil silbido de admiración.
—¡Caray! Es la garantía de que no le lanzaremos unos cuantos misiles en el último momento. Para salvar Nueva York ¡tenemos que conservarlo vivo!
—A menos que se pase de listo —insinuó el director de la CIA— y se esté tirando un farol. Como puede mentir en lo tocante a sus misiles apuntando a Israel…
Se volvió bruscamente al jefe del Estado.
—Señor presidente podríamos modificar radicalmente toda nuestra actitud si supiésemos si miente o no. Nuestro laboratorio ha perfeccionado un detector de mentiras que podría prestarnos una incalculable ayuda. Bastaría con que Gadafi se aviniese a continuar el diálogo ante una cámara de televisión.
—¿Qué es eso?
—Una máquina que utiliza rayos láser y permite un análisis ultrasensible de los movimientos de los globos oculares del individuo que está hablando. Registra, sobre todo, ciertas modificaciones características de estos movimientos, cuando la persona miente.
El presidente dirigió una sonrisa de admiración al director de la CIA.
—Tiene usted razón; vale la pena intentarlo.
Se concentró unos segundos e hizo que restableciesen la comunicación con Trípoli.
—Coronel Gadafi, para las complicadas discusiones que habremos de sostener relativas a organizar la situación en Cisjordania, sería conveniente que pudiésemos concertar nuestros acuerdos fundándonos en mapas y en fotografías aéreas, limitando así las posibilidades de error. Para ello, me parece indispensable un contacto visual, además del sonoro. ¿Le parecería bien que estableciésemos entre nosotros una comunicación televisiva? Podríamos enviarle inmediatamente un avión con el material necesario para ello.
Se hizo de nuevo un largo silencio en Trípoli. El director de la CIA mordisqueaba distraídamente el tubo de su Dunhill, mientras rezaba en su interior para que Gadafi dijese que sí. Para asombro suyo, el libio accedió, visiblemente satisfecho ante tal proposición. Incluso dijo que disponía ya del equipo adecuado en su propio Puesto de Mando. «¡Pobre imbécil! —se dijo, regocijado, el director de la CIA, después de advertir un matiz de arrogancia en la aceptación de Gadafi—; Está tan fascinado por los aparatos de la tecnología moderna, ¡que caería en cualquier trampa!»
Mientras el técnico del 747
Catastrophe
preparaba los circuitos que habían de transmitir las imágenes de Trípoli y de Nueva York por medio del satélite
Comstat
, dos ingenieros de la CIA colocaban su detector ante una pantalla de la sala de conferencias del Consejo Nacional de Seguridad. Todo el mundo siguió con apasionado interés la instalación de este último instrumento del arsenal inventado por la CIA para abrir las barreras más lejanas del inconsciente y obligar a los hombres a delatarse a pesar suyo. Este detector tenía un vago parecido con un aparato de radioscopia portátil. Dos tubos del tamaño de unos gemelos estaban fijados en su parte superior. Eran los causantes de dos manchas luminosas que bailaban ya en la pantalla de televisión donde debía aparecer la cara del dictador libio; los dos rayos láser que serían dirigidos a las pupilas a fin de registrar sus menores variaciones y transmitir sus informaciones al miniordenador instalado en el corazón del detector. Los resultados serían inmediatamente comparados con los datos almacenados en la memoria del ordenador y reproducidos en la minipantalla fijada en lo alto del aparato.
Durante unos segundos, la imagen procedente de Trípoli hizo pensar en una colonia de amibas rebullendo bajo la lente de un microscopio. Luego, de pronto, apareció la cara del caudillo libio. Curiosamente, esta aparición resultó casi tranquilizadora. Gadafi tenía un aire tan joven, tan serio, tan reservado, que parecía inverosímil qué pudiese pensar en matar a seis millones de neoyorquinos. Con su guerrera caqui, sin más adorno que sus charreteras de coronel, parecía un instructor de táctica militar, más que un visionario que se tenía por la espada vengadora de Dios.
Eastman no descubrió la menor sombra de emoción o de tensión en su semblante. Apenas podía adivinar un atisbo de ironía en la comisura de los labios. En su sillón del fondo de la estancia, Lisa Dyson sintió una ligera turbación al volver a ver al hombre que antaño la había honrado con su atención.
Los dos puntos luminosos procedentes del detector resbalaron sobre la frente de Gadafi y fueron a posarse en sus pupilas como unas lentillas de contacto.
—Empieza la grabación —anunció uno de los técnicos.
—¡Esta vez te hemos pillado! —gruñó el director de la CIA, dando una fuerte chupada a su pipa.
Delante del presidente, se encendió una lámpara roja sobre la cámara de televisión que transmitía su imagen a Trípoli.
—Todo está en orden —murmuró Eastman.
Los dos jefes de Estado aparecieron entonces, uno al lado del otro, en las pantallas de la sala de conferencias; el norteamericano, esforzándose en sonreír, el libio, tan impenetrable como un busto de senador romano sobre una columna de Leptis Magna.
—Coronel Gadafi —empezó el presidente—, creo que este contacto visual nos será muy útil a los dos para resolver los delicados problemas con que nos enfrentamos. Hace muy poco, en nuestra última conversación, indicó usted que la bomba que ha colocado en Nueva York está regulada por un mecanismo automático, y que sólo una señal que enviase por radio usted mismo podría impedir que se produjese la explosión. ¿Es esto exacto?