—¿Quién es usted? —chilló Benny Moscowitz, blandiendo el cigarro como una cachiporra.
Angelo sacó su placa de policía. El rostro del perista no delató la menor inquietud.
—¿Qué quiere de mi? —gruñó—. Soy un honrado comerciante. ¡La policía no tiene nada que hacer aquí!
Angelo observó lentamente al hombrecillo, dominándole con su corpulencia y con aquel aire despectivo que él llamaba aire del Padrino.
—Hay un amigo tuyo que quisiera saludarte —dijo, en tono condescendiente.
Se volvió hacia la puerta y, como esperaba, vio a Rand y a Torres. Les hizo señal de que entrasen.
—¿Quién es ese zarrapastroso? —rugió Benny, apuntando al ratero con su cigarro—. ¡No le he visto en mi vida!
El
Padrino
adoptó el tono de un juez de instrucción.
—Pablo Torres, ¿reconoce usted a Mr. Benjamin Moscowitz, aquí presente, y le identifica como la persona que le pidió que hurtase la cartera de un viajero en la estación de Flatbush, el viernes por la mañana, y al que trajo usted una tarjeta de crédito y documentos de identidad?
Esta jerga jurídica no tenía ningún valor legal, pero Angelo se había dado cuenta de que a menudo trastornaba a individuos como Moscowitz.
El ratero se balanceaba sobre sus pies.
Sí; es él.
—¡Esa mierda de hispánico no sabe lo que se dice! —vociferó Benny.
Se había levantado y escupía, gesticulando, el humo nauseabundo de su cigarro.
—¿Qué significa toda esta historia? ¿Un chantaje?
—Siéntate, Benny —le aconsejó tranquilamente Angelo—. Sólo deseo hablar contigo unos instantes.
Farfullando de cólera, el perista se instaló en su sillón. Angelo se sentó en una esquina de la mesa.
—Escucha Benny, sé por el colombiano que obtienes regularmente cincuenta tarjetas de crédito por semana. Pero estas tarjetas me importan un rábano. Sólo me interesa una: la que hiciste birlar el viernes pasado. Quiero saber por cuenta de quién encargaste este trabajo.
El perista adoptó un aire pasmado.
—En verdad que no sé lo que quiere decir.
Angelo observó a Moscowitz con mirada plácida, pero nada cándida.
—Torres vació el bolsillo del tipo a la llegada del tren de las nueve. Trajo los papeles aquí a las nueve y media. A las diez un hombre se servía de ellos para alquilar un camión a la agencia Hertz, de la Cuarta Avenida.
—¡Tiene usted mucha cara dura! —se indignó el perista, chupando furiosamente su cigarro—. Ya le he dicho que éste es un comercio honrado. Llevo libros. Toda clase de libros. Y pago mis impuestos. ¿Quiere consultar mis libros?
—Tus libros me los paso yo por el culo, Benny. Sólo quiero saber a quién revendiste aquella tarjeta. Es muy importante para mí, Benny. Muy, muy importante.
Aunque se advertía un matiz de amenaza en el tono de Angelo, el perista no se aturrulló.
—Yo no hago nada ilegal. Vendo artículos de ocasión; esto es todo. Toda mi mercancía es perfectamente legítima.
Mostró las estanterías llenas de máquinas fotográficas, de televisores, de relojes.
—¡Me importa un bledo todo lo que tienes ahí!—. Ahora ya no había nada amistoso en la voz de Angelo—. Vuelvo a preguntarte, Benny: Torres te trajo el viernes por la mañana una tarjeta de crédito del American Express, ¿eh? Y la tarjeta salió enseguida de aquí. ¿A dónde fue a parar, Benny? ¿Adónde?
¡No tengo que ver nada con la poli! se obstinó el hombre.
Angelo le lanzó una mirada furibunda y le arrancó el cigarro de un golpe seco.
—¡Chulo indecente! —le gritó, señalando el rótulo de «Cerrado para almorzar» colgado detrás de la puerta de entrada—. Si te niegas a colaborar, ¡ya lo creo que te haremos cerrar la tienda! ¡Y tu cartel seguirá colgado mucho tiempo!
El hombre rebulló en su asiento, pero permaneció inquebrantable.
—Sí, cerraremos tu cuchitril, Benny —repitió Angelo, —¡y espero que tengas una buena póliza de seguro contra incendios! —Poco a poco, metódicamente, el policía golpeó el cigarro con el dedo para hacer caer la ceniza incandescente en el cesto de los papeles—. Aquí hay un gran peligro de incendio. Se marcha el dueño, y se prende fuego. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Benny había palidecido intensamente.
—¡Hatajo de bandidos! No haríais una cosa así…
—No haríamos, ¿qué? —ladró Angelo, dejando caer otras cenizas sobre los papeles, que empezaban a oler a chamusquina—. ¡Menudos fuegos artificiales saldrían de tu maldita tienda!
—Presentaré una denuncia —rugió el perista, levantándose de un salto—. Una denuncia por chantaje y por amenazas de incendiar mi almacén.
Angelo soltó una carcajada. Recordaba la promesa que le había hecho en voz baja su jefe Al Feldman hacía unas horas: «Te protegeremos, hagas lo qué hagas, Angelo».
—¿Sabes qué puedes hacer con tu denuncia, Benny? ¡Metértela en el culo!
El perista pestañeó. Estaba cada vez más intrigado. Le habían detenido ya seis veces, pero siempre le habían soltado rápidamente. Hoy no era lo mismo; se sentía acorralado como nunca.
—
Okay
—dijo, con resignación—. No tengo mucho efectivo en mi casa, pero podremos ponernos de acuerdo.
Angelo aplastó furiosamente el cigarrillo sobre la mesa de Moscowitz. Su rostro había enrojecido.
—¡No quiero esa clase de acuerdo, Benny! —dijo con voz glacial—. Me tienen sin cuidado tus combinaciones. No quiero saber cómo revendes las tarjetas de crédito robadas. Por enésima vez, Benny sólo quiero saber una cosa: ¿a quién largaste esa tarjeta del American Express?
Moscowitz sacó otro cigarrillo del bolsillo de su camisa y lo encendió. El sabor del tabaco le hizo recuperar sus fuerzas. Descolgó el teléfono. La mano de Angelo cayó sobre la suya.
—¡Tengo derecho a llamar a mi abogado! —protestó el perista.
—Desde luego —convino Angelo, retirando la mano—. Claro que sí. ¡Llama a tu abogado! Y, señalando el cigarro y el cesto de los papeles, que empezaba a echar humo, añadió: Confío en que tu abogado será también bombero…
Angelo observó a su presa. En todo interrogatorio hay un momento crítico en que un hombre empieza a tambalearse por efecto de un último golpe hábilmente propinado. O bien, por el contrario, súbitamente aterrorizado por las consecuencias de una traición, se encierra de pronto en el silencio, prefiriendo la cárcel al riesgo de las represalias. El inspector se inclinó sobre Moscowitz, con una expresión de simpatía tan calurosa, que Rand pensó que iba a estrecharlo entre sus brazos. Su voz se había hecho zalamera.
—Entiéndeme bien, Benny, lo único que necesito saber es a quien vendiste esa tarjeta. Me contestas, nos largamos y no volverás a vernos.
El perista chupó nerviosamente su cigarro. Mantuvo la cabeza gacha durante un largo momento y, después, la levantó bruscamente y fijó su mirada en el inspector.
—¡A la mierda! —escupió—. ¡Enciérreme si quiere! No tengo nada que decirle.
Entonces se oyó la voz pausada de Rand.
—¿Por qué no dejas que tenga una breve conversación con ese caballero, antes de que nos lo llevemos? —dijo a Angelo.
El policía neoyorquino se volvió con irritación al joven
Fed
. Le invadía un sentimiento de impotencia, de humillación, de rabia por haber fracasado en su presencia.
—Claro que sí, hijito —dijo, sin tratar de ocultar su mal humor—. ¡Habla con ese alcahuete, dile todo lo que quieras!
Se levantó, crujiéndole las rodillas, y salió pesadamente al antedespacho, donde se hallaba la secretaria.
—Y, de paso —añadió—, procura venderle una póliza de seguro de incendios suplementaria.
—Mr. Moscowitz —dijo el
Fed
, en cuanto se hubo cerrado la puerta detrás de su compañero de equipo—, ¿verdad que es usted de religión judía?
Miraba la estrella de David de oro que pendía del cuello del perista. Moscowitz le observó, completamente pasmado. «¿Quién es ese tipo? se preguntó intrigado. ¿Un predicador, un profe, un chiflado, ó qué?» Apuntó a Rand con el mentón.
—Sí, soy judío. ¿Y qué?
—Supongo que le interesan la seguridad y el bienestar del Estado de Israel, ¿no?
Moscowitz se levantó de un salto como un muñeco mecánico.
—¿A que viene eso, pollo? ¿Acaso vendes bonos del Tesoro de Israel?
—Mr. Moscowitz —respondió pausadamente Rand acercándose al perista—, lo que voy a confiarle, bajo promesa de absoluto secreto, es infinitamente más importante para Israel que la venta de algunos bonos del Tesoro.
Angelo les observaba a través de la puerta cristalera. Moscowitz pareció al principio escéptico, después perplejo; y, por último, profundamente interesado. De pronto aplastó su cigarro, se precipitó fuera del despacho, pasó en tromba por delante de Angelo y se detuvo ante la ventana que daba a la calle. Apoyando el dedo índice en el cristal, gritó:
—Fue un maldito árabe quien se llevó la tarjeta—. Había pronunciado la palabra «árabe» con asco—. Siempre anda por ahí, ¡por el bar de la esquina!
«¡Vaya! —se dijo el general Henri Bertrand—. ¡Nuestro cardenal se ha transformado en Sacha Guitry disponiéndose a cenar en Maxim's!» Por segunda vez en aquel día se hallaba en el salón-museo de Paul Henri de Serre, el ingeniero nuclear que había supervisado la construcción y la puesta en marcha del reactor atómico vendido por Francia a Libia. El ingeniero llevaba esta noche una chaqueta de terciopelo granate, con corbata de lazo y babuchas de terciopelo negro con bordados de oro.
—No puede imaginarse cuánto lamento el haberle hecho esperar.
La acogida de De Serre parecía tanto más calurosa cuanto que Bertrand había interrumpido la cena que ofrecía a unos amigos. Abrió una lujosa caja de caoba para cigarros y la ofreció a su visitante.
—Tome un Château-Lafite; son excelentes.
El ingeniero sacó seguidamente una botella de coñac Napoleón anejo del mueble bar, y escanció el licor en dos copas especiales. Después de ofrecer una a Bertrand, se dejó caer sobre los mullidos cojines de una poltrona.
—Dígame, querido señor, ¿ha progresado su investigación desde esta tarde?
Bertrand olió el coñac. ¡Maravilloso! Tenía los párpados medio cerrados, y una expresión de profundo bienestar se pintaba en su semblante.
—Por desgracia, muy poco. Sin embargo, hay un detalle del que quisiera hablarle. Acabo de enterarme de que los libios se vieron obligados a parar su reactor con bastante rapidez después de su puesta en marcha, para retirar unas barras de uranio defectuosas.
—¡Ah, sí!… —De Serre con aire distraído, seguía con la mirada las volutas del humo de su cigarro—. Un vulgar incidente casual como los que suelen producirse en todas las instalaciones atómicas… Sin embargo, fue bastante fastidioso, dado que el uranio en cuestión era de origen francés. Supongo que sabrá usted que la mayor parte del uranio que se quema en las centrales nucleares procede de Norteamérica.
—Me extraña que no mencionase este hecho la primera vez que hablamos.
—Se trata, querido señor, de cuestiones técnicas tan complejas, que estaba muy lejos de pensar que pudiesen interesarle —explicó De Serre, sin inmutarse.
—Comprendo —dijo Bertrand, soltando una bocanada del humo de su cigarro.
La conversación prosiguió durante unos quince minutos, de un modo tan evasivo que el director del SDECE se limitó, en suma, a interrogar al ingeniero sobre la fiabilidad de las técnicas de inspección de la agencia de Viena. Por último, apuró su copa y se levantó para despedirse.
—Le pido perdón por haber abusado de su tiempo, pero estas cuestiones…
La frase de Bertrand se extinguió en un balbuceo deliberado. Al dirigirse a la puerta, el hombre se detuvo ante la cabeza romana que había admirado unas horas antes.
—¡Soberbia pieza! —exclamó, de nuevo, extasiado—. ¡Estoy convencido de que en el Louvre hay pocas que se le parezcan!
—¡Desde luego! —De Serre no disimuló su orgullo—. No he visto allí nada que se le pueda comparar.
—Debió de costarle mucho obtener de los libios el permiso de exportación de esta maravilla.
—En efecto. ¡Tropecé con dificultades inimaginables!
Pero acabó por convencerles. A fuerza de terquedad, ¡después de muchas semanas de discusiones!
—¡Le felicito de todo corazón!
El general llegó a la puerta. Con la mano en el tirador, se detuvo, vaciló un momento y, después, giró sobre sí mismo.
—Es usted un mentiroso, monsieur De Serre.
El ingeniero palideció.
—Los libios no le autorizaron a llevarse esta estatua, por la sencilla razón de que, desde hace cinco años, ¡establecieron el embargo total sobre todas las antigüedades de su patrimonio nacional!
Paul Henri de Serre se tambaleó y se dejó caer en un sillón. Su cara, de ordinario rubicunda, se había puesto repentinamente lívida, y le temblaban las manos.
—¡Eso es absurdo! —protestó, jadeando—. ¡Es insensato!
Bertrand le dominaba con su alta estatura, hubiérase dicho un Torquemada condenando a un hereje al fuego eterno.
—Vengo del Quai. He hablado con nuestros amigos en Trípoli. Y he tenido ocasión de enterarme de sus desdichas en la India. Me ha estado mintiendo desde que crucé esa puerta. Me ha mentido sobre el funcionamiento del reactor y sobre la manera en que burlaron los libios los controles de la agencia de Viena.
El general se dejaba llevar por su instinto, descargando golpes de ciego. Se inclinó y agarró de un brazo al ingeniero.
—¡Basta de embustes! ¡Ahora va a decirme todo lo que pasó allá abajo! No dentro de una hora. ¡Inmediatamente!
El general apretó la mano, hasta que el ingeniero lanzó un gemido.
—Si no lo hace, le aseguro que sus babuchas doradas se arrastrarán sobre el cemento de una celda de Fresnes. ¿Qué le parecería una estancia en la cárcel?
La palabra «cárcel» provocó un destello de pánico en los ojos del ingeniero.
—En Fresnes, amigo mío no sirven cigarros Davidoff, ni coñac Napoleón después de la comida, y las únicas piezas de colección que se pueden contemplar allí son las cabezas patibularias de los pobres diablos como usted.
Bertrand sintió que el personaje estaba a punto de derrumbarse. «Aplástalo —le gritó la voz de la experiencia—, aplástalo enseguida, antes de que tenga tiempo de recobrar sus ánimos». Y la propia voz le dijo dónde tenía que golpear a su aturdido adversario, cómo debía acabar con él.