—Yo tampoco.
El presidente se frotó nerviosamente la cabeza.
—Nos queda Begin.
—Begin, ¡o que los sabuesos encuentren esa maldita bomba!
Los dos hombres reanudaron su paseo.
—Hay que ofrecer a Begin un pacto sólido que le garantice las fronteras israelíes del 67, a cambio de su retirada de Cisjordania. Y hacer que los rusos intervengan en el tratado. ¡Me parece la única solución razonable para salir de este atolladero!
El presidente observó la reacción de su consejero.
—Quizás. —Eastman tenía la cabeza gacha—. Pero, en el presente estado de cosas, me parece improbable que Begin acepte. A menos que esté usted dispuesto a ponerle la pistola en el pecho. ¿Recuerda lo que dijo a uno de nuestros generales ayer noche? ¿Está usted resuelto a no andarse con chiquitas, a expulsar a los colonos por la fuerza, si hace falta? ¿0, al menos, a amenazar con hacerlo?
El presidente pareció perplejo. Esta eventualidad no era muy agradable. Pero lo era mucho menos la perspectiva de ver desaparecer Nueva York bajo una explosión nuclear.
—No tengo alternativa Jack. Es preciso que me agarre a Begin. Bueno, ¡volvamos allá!
Joseph Holborn, el director del FBI, esperaba que regresasen los dos hombres.
—Acabo de hablar por teléfono con Nueva York —dijo. La bomba está allí. Han descubierto señales de radiactividad en un almacén de Queens, donde se supone que estuvo oculta unas horas el viernes pasado.
Otro personaje se había eclipsado de la sala del Consejo Nacional de Seguridad. El secretario de Energía, Delbert Crandell, corría por un pasillo del sótano del ala Oeste de la Casa Blanca, en busca de una cabina telefónica. En cuanto encontró una, marcó febrilmente un número. El timbre sonó largo rato, hasta que respondió una voz de mujer.
—¿Qué te ha pasado? —gimió Cindy Garret, con voz pastosa—. Te he esperado hasta las cinco de la mañana y he acabado por tragarme dos somníferos.
—Te lo explicaré más tarde —dijo Crandell, presuroso—. Ahora tengo que pedirte algo muy urgente.
Cindy se había cubierto el pecho con la sabana bordada, encendido un cigarrillo y apoyado el auricular en la almohada. Esta rubia de veintitrés años y nariz respingona procedía de un pueblo de Alabama, el cual había abandonado cuando la dejó embarazada el ayudante del
sheriff
local. Llegada a Washington, había encontrado un empleo de recepcionista en la secretaría del diputado de su Estado. Su conquista de la capital había estado a punto de fracasar cuando el diputado en cuestión la había visto desnuda en un número de
Playboy
. Despedida de su empleo, Cindy se había salvado gracias a un encuentro providencial con el rico texano Delbert Crandell, que la había instalado en una lujosa bombonera de Washington, a pocas calles de su casa. Iban a pasar todos los fines de semana en Nueva York, donde Crandell poseía un soberbio apartamento.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó, con su dulzón acento del Sur.
—Que tomes el coche y te largues enseguida a Nueva York. Ve al apartamento y…
—No puedo ir ahora a Nueva York —gruñó ella—. Tengo concertada una depilación para dentro de una hora.
—¡Al diablo tu depilación! —rugió Crandell—. ¡Vas a hacer lo que te digo! ¡Y sin perder momento! ¿Ves el cuadro de encima de la chimenea?
—¿Ese que brilla tanto como si se hubiesen meado encima de él?
—El mismo.
Eso que «brillaba tanto» era un Jackson Pollock valorado, por los aseguradores, en trescientos cincuenta mil dólares.
—¿Y el de la izquierda del televisor?
—¿El del ojo en medio de la cara?
—Sí—. Se trataba de un Picasso—. Descuélgalos los dos así como el de la mujer del dormitorio, delante de la cama, Crandell no consideró necesario identificar mejor su Modigliani—, y tráelos aquí. ¡A toda prisa!
Crandell oyó un concierto de protestas en el otro extremo de la línea.
—¡Cierra el pico y sal inmediatamente!
Colgó enseguida para marcar otro número. Esta vez quería hablar con su agente inmobiliario de la empresa Douglas Ellman, de Nueva York.
Unos minutos más tarde, con aire aliviado, volvía a su sitio entre sus colegas del Consejo Nacional de Seguridad.
La exigüidad del despacho del alcalde de Nueva York ofrecía un curioso contraste con la inmensidad de la ciudad que administraba. Muchas secretarias disponían de más espacio en los silos de cristal de Manhattan. Sentado a su mesa de palisandro, Abe Stern contemplaba el retrato de su ilustre predecesor Fiorello Laguardia, tratando de ahogar la rabia que bullía en su interior. Lo mismo que el presidente, se esforzaba en cumplir los deberes de su cargo como en tiempo normal. Su último esfuerzo en este sentido había consistido en recibir al enjambre zumbador de periodistas acreditados en el Ayuntamiento y tratar de explicarles la logística del barrido de la nieve en las calles de Nueva York. Tan pronto como salió el último reportero, hizo entrar al visitante que estaba esperando. Era el director del presupuesto municipal.
—¿Qué quiere usted? —había gritado al tímido funcionario.
—El jefe de policía desea movilizar todas las fuerzas de policía para no sé qué asunto urgente, señor.
—¡Bueno! ¡Que las movilice!
—Esto significa —protestó el director del presupuesto—, que habrá que pagar horas extraordinarias.
—¿Y bien? ¡Que se paguen!
Stern se halla en el colmo de la exasperación.
—¡Jesús! ¿Se da cuenta su señoría del golpe que esto significa para nuestras finanzas?
—¡Me importa un bledo! Por el amor de Dios, ¡dele al jefe de policía lo que pide!
—Muy bien, muy bien —balbució el director del presupuesto, abriendo su cartera de documentos—, pero en este caso, tendrá que firmarme la autorización.
Stern arrancó la hoja de papel de manos del funcionario y garrapateó su firma, mientras sacudía la cabeza con aire consternado. «¡El último varón sobre la Tierra será, sin duda, un burócrata!», pensó.
Diez minutos más tarde, el viejo edil subía a un helicóptero con el experto de Washington Jeremy Oglethorpe, a fin de efectuar un reconocimiento aéreo de las vías de evacuación de Nueva York. El jefe de policía, Bannion, y el teniente Walsh habían tomado asiento en la banqueta de atrás. En cuanto los rotores impulsaron la burbuja de plexiglás a través del cielo, Stern sintió palpitar su viejo corazón; su ciudad se apoderó de él. Nueva York estaba allí, a sus pies; Babel centelleante bajo el sol, soberbia, vibrante, agresiva con sus torres vertiginosas surgiendo como tótems, sus aceras convertidas en hormigueros multicolores, sus cañones rectilíneos con oleadas de taxis amarillos, su ballet acuático de embarcaciones danzando alrededor de Manhattan en sus estelas de espuma. Su ciudad, su familia, su gente de la que casi percibía el rumor. «¡No es posible, no, no es posible que todo eso desaparezca de golpe!» La voz del experto de Washington le arrancó de su sueño de horror.
—El metro planteará un grave problema —declaró Oglethorpe—, a menos que encontremos la manera de evacuar a la gente sin decirles la razón.
—¿Sin decirles la razón? —se desgañitó Stern—. ¿Ha perdido usted el juicio? En esta ciudad no se puede hacer nada sin dar explicaciones a la gente. ¿Sabe lo que pasa aquí? Si quiere movilizar el metro, habrá que avisar, ante todo, al jefe del sindicato de conductores, y decirle que sus hombres tendrán que hacer horas extraordinarias. «Una urgencia», le diremos. «¿Qué urgencia?», preguntará él. Y después, nos dirá: «Esperen; tengo que avisar a mi colega del sindicato de empleados municipales». Y éste querrá avisar a su colega del sindicato de bomberos. Y así sucesivamente. ¡Nueva York es así, Mr. Oglethorpe!
Deslizándose entre las cimas de Wall Street, el helicóptero llegó sobre la punta de Manhattan.
—Entonces, la única solución es la evacuación por carretera —declaró Oglethorpe mirando a los niños que se lanzaban bolas de nieve en Battery Park. Señaló hacia abajo con el dedo—. Pero aquí, en este rincón de la ciudad, tropezaremos con grandes dificultades. Los túneles del bajo Manhattan sólo tienen dos carriles. Con un máximo de setecientos cincuenta vehículos por hora y por carril, y cinco pasajeros por vehículo, esto significa que sólo podrían salir siete mil quinientas personas por hora.
Oglethorpe suspiró, visiblemente abrumado por la enormidad del problema.
—Y, sólo aquí, ¡hay que trasladar a un millón de personas! La policía tendrá que tomar medidas draconianas para impedir el pánico. Quiero decir, señor alcalde, que sus policías tendrán que estar dispuestos a disparar contra los que traten de colarse en las filas de espera.
—En este caso —dijo secamente el teniente Walsh —¡puede usted contar con que habrá que liquidar a nueve habitantes de cada diez!
El helicóptero había dado la vuelta y remontaba el Hudson, a lo largo del centro de Manhattan.
—Afortunadamente, aquí será más fácil —prosiguió Oglethorpe, animándose de pronto—. Tenemos los seis carriles del túnel de Lincoln, los nueve del puente de Washington y los doce de las dos autopistas que se dirigen al Norte. Esto representa más de cien mil personas por hora.
La voz del experto había enronquecido a causa del esfuerzo por hacerse oír en el ruido de los rotores. Y, sin embargo, no cejaba, esclavo de sus números, de sus estadísticas de todos los años pasados allá abajo, en Washington, buscando en los mapas y los ordenadores las soluciones de un problema imposible.
Abe Stern había dejado de escucharle. «Ese tipo divaga», pensaba. Se volvió al jefe de policía, esperando descubrir en su semblante un destello de esperanza. Pero sólo vio en las facciones de su viejo amigo un reflejo de su propio desaliento.
—Es imposible evacuar esta ciudad, ¿verdad Michael?
—Imposible, Abe.
Bannion contempló el gigantesco apiñamiento de edificios en la estrecha franja de tierra rodeada de agua.
—Hace treinta o cuarenta años, quizás habría podido hacerse. ¿Quién sabe? Sin duda la gente habría mostrado entonces bastante disciplina. Pero ahora…
Meneó tristemente la cabeza, al recordar los viejos tiempos.
—Hoy no hay manera de conseguirlo. Hemos cambiado demasiado.
Oglethorpe, incansable, seguía recitando las medidas que iba a tomar para organizar el acceso a los túneles y a los puentes.
—¡Cállese! —acabó por gritar Abe Stern—. Todo este asunto es pura locura. No perdamos el tiempo. Es imposible evacuar esta ciudad. Voy a decírselo al presidente. ¡Estamos cogidos en una trampa!
Se inclinó hacia delante y dio una palmada en el hombro del piloto.
—Dé media vuelta. ¡Volvemos a casa!
El helicóptero describió una curva cerrada. El panorama de Manhattan basculó entonces hacia el cielo. «Una visión simbólica —pensó Stern—, del mundo patas arriba en que nos hallamos prisioneros».
«Hijos e hijas de Israel:
esta tierra es vuestra tierra»
La escena que se desarrollaba a nueve mil kilómetros de Nueva York ofrecía una imagen idílica de serenidad familiar. Sentada al piano de cola de la residencia del primer ministro de Israel, Hassia, la hija más joven de Menachem Begin desgranaba para su padre las cristalinas notas de un estudio de Chopin. Una
menorah
estaba colocada sobre el antepecho de la ventana. El propio Begin había encendido una de sus siete velas hacía una hora, para marcar el comienzo de la primera noche de
Hanukka
, la fiesta de Las Luces, que conmemoraba la reconquista de Jerusalén por Judas Macabeo.
Estaba sentado en un sillón de cuero, cruzadas las piernas, apoyado el mentón en la mano, aparentemente absorto en la música. Pero, a decir verdad, sus pensamientos estaban en otra parte, en otro universo. En el centro de la crisis con que se enfrentaba su país. Sus fuerzas armadas se hallaban en estado de alerta. Acababa de llamar al gobernador militar de los territorios ocupados y a su Embajada en Washington: Cisjordania estaba tranquila. Si estaban al corriente de la terrorífica acción emprendida a su favor, los palestinos no lo dejaban traslucir en absoluto. Idéntico mutismo en Washington. Nada se había filtrado que pudiese revelar al público norteamericano la crisis en curso. Peor aún: los informadores titulares de los israelíes en el interior de la Casa Blanca habían observado el mismo silencio.
La joven pianista se interrumpió al entrar su madre en la estancia.
—Menachem, el presidente te llama desde Washington.
Hassia vio que se ensombrecía el semblante de su padre. Éste le dirigió una cariñosa sonrisa y se alejó pesadamente. «Parece muy fatigado», se dijo ella.
Begin entró en su despacho, situado en el otro extremo de la casa, desde él había sostenido por la mañana su primera conversación telefónica con el jefe del Estado norteamericano. Escuchó, impasible, el relato que le hacía el presidente de sus difíciles negociaciones con Gadafi, y, después, su propuesta de solución para resolver la crisis: Estados Unidos ofrecían a Israel garantizar con su fuerza disuasoria nuclear sus fronteras de junio de 1967. El presidente del Presidium del Soviet Supremo se había avenido ya a hacer participar a la URSS en esta iniciativa. A cambio de ello, el Gobierno israelí debía anunciar su inmediata decisión de retirarse —fuerzas armadas, administración, colonias de población—, de los territorios ocupados y de restituirlos a la jurisdicción árabe.
Begin había palidecido al escuchar los términos del trato, pero permaneció completamente tranquilo.
—Dicho en otras palabras, señor presidente, usted nos pide, a mí y a mi país, que nos dobleguemos al chantaje de un tirano.
—Lo que yo le pido —replicó el presidente—, es sólo que acepte la única solución razonable a la más trágica crisis internacional con que jamás se haya enfrentado el mundo.
—La única solución razonable era la que los rusos nos impidieron aplicar esta mañana…, con o sin la complicidad de su país.
Como de costumbre, el líder judío había hablado con voz ponderada sin delatar en absoluto el tumulto interior en que se agitaba.
—Si su intervención hubiese sido razonable —arguyó el presidente—, yo habría sido el primero en proponerla. Pero mi mayor preocupación en esta crisis Mr. Begin, es salvar vidas humanas. Impedir el holocausto de seis millones de neoyorquinos inocentes, número igual al de judíos asesinados por los nazis, y de dos millones de libios también inocentes.