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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (53 page)

BOOK: El quinto jinete
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—¿Han preguntado en el Departamento de Estado y en la Oficina de Inmigración? —preguntó Dewing, comparando la Fotografía de la ficha con el hombre de la sala de interrogatorios.

—Sí, señor —respondió el joven
Fed
—. No saben nada de ese individuo. Es un inmigrante clandestino.

Sin embargo, en la sala de interrogatorios el árabe había accedido a decir dónde se alojaba: Century Hotel, 8444 Atlantic Avenue, Brooklyn.

—Envíen enseguida dos muchachos allá abajo —ordenó Hudson.

Su dirección era, por lo visto, la única información que el palestino pensaba dar. Bajando los ojos, se encerró en una expresión de despectiva hostilidad.

Angelo le observaba atentamente. «Un tipo duro —se dijo—. Un hombre adiestrado en los campamentos de fedayines y que va a Israel a colocar bombas no puede ser un zoquete. Si los
Feds
se imaginan que van a derretirle con sus bellos cojines y su café ¡están aviados!» Rocchia no había digerido aún la humillación que le había infligido Rand en casa de Benny, el perista. Se inclinó hacia Feldman.

—Jefe, procure que, yo pueda estar diez minutos a solas con él. A fin de cuentas, yo le eché el guante, ¿no?

Cinco minutos más tarde, Angelo se instalaba en el sitio de los dos
Feds
, delante del árabe. Feldman había tenido que hacer intervenir al jefe de policía para que los señores del FBI se aviniesen a ceder su presa, aunque sólo fuese momentáneamente, a un vulgar inspector neoyorquino. En la cabina de control, la tensión estaba al máximo. Angelo sentía todas las miradas fijas en él. Sabía que, si fracasaba, los
Feds
no se lo perdonarían. Pero, a pesar de la urgencia, resolvió actuar con calma. Dirigió una sonrisa paternal al árabe y sacó su bolsita de cacahuetes.

—Coge uno, amigo.

«Cerrado como una ostra ese pequeño», pensó, al ver el seco movimiento de la cabellera negra. Angelo se echó atrás y se metió tranquilamente varios cacahuetes en la boca.

—Para comer cacahuetes, Nabil, no necesitas abogado.

Había soltado el nombre como un garrotazo. Vio que el árabe se estremecía. Angelo se retrepó en un sillón y masticó despacio el resto de sus cacahuetes, para que el otro tuviese tiempo de reflexionar sobre el hecho de que su verdadera identidad era conocida. Después, se inclinó hacia delante.

—No todos los polis tenemos los mismos métodos, ¿sabes?

Hablaba en el mismo tono grave, confidencial, que había empleado sin éxito con el perista.

—Los
Feds
tienen el suyo. Yo tengo el mío. A mí me gusta poner las cartas boca arriba. Por las buenas.

—No se canse —gruñó el árabe—. No hablaré.

—¿Hablar? —Angelo soltó una carcajada—. ¿Quién te ha pedido que hables? ¡Escucha! Sólo te pido que escuches.

Se desabrochó la chaqueta e introdujo los pulgares en las sisas del chaleco.

—Bueno vayamos al grano: has sido detenido por traficar con objetos robados. Debido a ese fajo de tarjetas de crédito robadas que Benny Moscowitz te vendió el viernes por quinientos pavos… —Angelo se interrumpió y dirigió una sonrisa amistosa al árabe—. A propósito, pequeño, pagaste demasiado. La mercancía valía doscientos cincuenta, no más.

Si lo hubiese dicho a un maniquí de cera, no habría obtenido otra reacción.

—¡Métete bien en tu linda cabecita que esto te costará tres años como mínimo! Dependerá del juez. En cuanto a mí, se me da una higa que vayas o no a chirona. Sólo me interesa saber a quién diste las tarjetas.

—Repito que no tengo nada que decir —insistió el árabe, siempre con la misma hosquedad.

—Muy bien, amigo. No estás obligado a hacerlo. Hace un momento has leído cuáles son tus derechos.

La voz de Angelo se hizo tranquilizadora, casi amistosa. Con aire pensativo, mostró el gran espejo instalado detrás de él.

—¿Ves eso…? Es un falso espejo. Al otro lado hay al menos veinte tipos que nos están mirando. Jueces,
Feds
, gente de toda clase. Incluso hay una ratita que se interesa mucho por tu persona.

Angelo hizo una pausa para dar tiempo al árabe de manifestar su curiosidad.

Pertenece a esa cosa israelí…, ¿cómo la llamáis? ¡ah, sí el Mossad!

Angelo se interrumpió de nuevo con el pretexto de ajustarse la corbata, pero sin dejar de mirar a su presa por el rabillo del ojo. Por fin vio una señal de inquietud en el palestino.

—Bueno, consideremos la situación. —Su voz había adquirido súbitamente un tono frío, indiferente—. Sabemos que eres un inmigrante clandestino. No tienes el visado norteamericano. Y nosotros tenemos un tratado con los israelíes. Para la extradición de los terroristas ¡Así! —Angelo hizo chascar los dedos—. Por cierto que ya hay un tipo en el tribunal que se ocupa de tus papeles de extradición. Y esa chica del Mossad tiene un avión dispuesto para ti, sólo para ti, en el aeropuerto Kennedy. Calcula que estarás a bordo antes de las ocho de esta tarde.

Angelo observó un brusco cambio de expresión en el semblante del árabe. «Unos minutos más, y habremos acabado», se dijo.

—No hay donde elegir, pequeño. Tendremos que entregarte a tus primitos de Israel. ¡Qué remedio! En realidad, no hay motivo para retenerte en América por unas insignificantes tarjetas de crédito robadas…

Se sacudió las cáscaras de cacahuete que habían caído sobre su chaleco y se abrochó la chaqueta, como disponiéndose a marcharse.

—¿No quieres decirnos nada? Estás en tu derecho, en tu perfecto derecho. Pero, en este caso, no tenemos ninguna razón para retenerte.

Angelo se levantó.

—Espere. ¡No comprendo!

—Sin embargo, es muy sencillo. Toma y daca. Tú nos echas una mano y nosotros te ayudamos. Te convertimos en testigo. En tal caso, nos vemos obligados a tenerte con nosotros. Ya no podemos pensar en enviarte a los judíos.

Angelo estaba ahora en pie. Se estiró, haciendo crujir sus articulaciones.

—Si continúas mudo, ¿qué podemos hacer? Tenemos que entregarte. Es la ley.

El policía daba ahora vueltas alrededor del árabe.

—Debes conocer mejor que yo a los colegas del Mossad. Por lo que me han dicho, no se molestan en exhibir tarjetitas como la que te han mostrado los
Feds
… —Una ligera sonrisa se dibujó en sus labios—. Sobre todo cuando tienen ocasión de pasar largas horas a solas en un avión con un árabe que puso una bomba en un mercado y mató a tres viejecitas de su país. ¿Ves lo que quiero decir? Quiero decir que no debes esperar que te sirvan champán en el avión.

El semblante del palestino se había petrificado al serle recordado el atentado de Jerusalén.

—Bueno —dijo—. ¿Qué quiere usted?

Angelo volvió a sentarse. Pellizcó delicadamente los pliegues de su pantalón y cruzó las piernas.

—Charlar contigo, pequeño; sólo charlar unos minutos.

Grace Knowland manifestó viva sorpresa al ver que su hijo Tommy esperaba delante de la puerta del cuartel del VII, en Park Avenue. Eran más de las siete de la tarde del lunes 14 de diciembre, y el partido de tenis habría tenido que empezar hacía diez minutos.

—¡Mamá! —gimió el chico, desesperado—. ¡El partido ha sido suspendido!

Grace trató de calmar con un beso la decepción del muchacho, que pataleaba enfurecido.

—¿Por qué razón querido?

—No lo sé. Dentro está lleno de gente, y nadie quiere dejarnos entrar. Ni siquiera me han permitido ir a buscar mi raqueta.

Grace suspiró. Decididamente, todo salía mal aquel día. Su viaje inútil a Washington, pues el alcalde no había vuelto a Nueva York en el avión de línea regular; sus infructuosos esfuerzos por tratar de arrancar al oficial de prensa algún detalle sobre la reconstrucción del South Bronx; los empujones para llegar hasta aquí, sólo para enterarse de que el partido de tenis de su hijo no se celebraba…

—Querido, al menos trataré de recuperar tu raqueta.

Se dirigió al soldado de la policía Militar que vigilaba la entrada del edificio.

—¿Qué sucede? ¡Mi hijo tenía que disputar aquel un partido de tenis, esta tarde!

El soldado hizo chocar las manos enguantadas de negro.

—No tengo la menor idea, señora. Lo único que sé es que me dieron la orden de impedir la entrada a este lugar. Se está celebrando un ejercicio en el interior.

—No creo que mi hijo les estorbase en lo que están haciendo, sólo por ir a buscar su raqueta en el armario —insistió Grace, en tono zalamero.

El soldado encogió los hombros, con aire turbado.

—¿Qué quiere usted que le diga? Me han dado una orden. ¡Prohibida la entrada!

Grace se amoscó. Los representantes del
The New York Times
no estaban acostumbrados a que les cerrasen la puerta en las narices.

—¿Quién es aquí el responsable?

—El teniente. ¿Quiere usted que le llame?

Unos minutos después el policía militar volvió en compañía de un joven y sonriente oficial. Este miró a Grace con interés.

—Teniente— dijo ella—, ¿qué sucede aquí tan importante que impide que un chiquillo de doce años vaya a buscar su raqueta de tenis en su armario?

—Nada muy importante señora. Sólo un ejercicio para estudiar la mejor manera de limpiar de nieve las calles de Nueva York y determinar la ayuda que puede prestar el Ejército al municipio, en caso de grandes nevadas como la de la semana pasada. Esto es todo.

Grace tuvo una inspiración. A fin de cuentas, quizá no habría perdido del todo su jornada.

—Soy Grace Knowland, de
The New York Times
, y estoy haciendo precisamente una encuesta sobre la cuestión. Me encantaría hablar con el responsable de este ejercicio y conocer sus conclusiones.

El joven teniente adoptó un aire afligido.

—Lo siento muchísimo, pero no puedo servirla —dijo—. Yo no tengo nada que ver. Sólo estoy aquí para la vigilancia del cuartel.

Tommy miraba con admiración el revólver que pendía del cinturón del oficial.

—¿Está cargado tu Colt?

—Claro que sí, pequeño.

Volviéndose a Grace, el teniente propuso:

— Escuche; si su hijo me dice donde está la raqueta, iré a buscarla. Y al mismo tiempo, diré al comandante que usted desea verle.

Cuando reapareció el joven oficial, golpeó fuertemente las cuerdas de la raqueta con la palma de la mano.

—He aquí unas cuerdas bien tensadas —dijo al joven Tommy—. ¡Debes de ser un buen jugador!

Luego, sonrió a Grace y explicó:

—Me han dicho que todas las preguntas referentes al ejercicio en curso deben dirigirse al comandante McAndrews, oficial de prensa del cuartel general del Primer Ejército. —Le tendió una hoja de papel—. Éste es el número de su teléfono.

El oficial se quedó contemplando a la joven con aire arrobado.

—Si volviese usted para hacer un reportaje —añadió tímidamente—, ¿podríamos tomar juntos un café?

Grace había observado el nombre inscrito encima del bolsillo de su guerrera.

—Será un placer, teniente Daly. Hasta pronto.

Arrellanado en su sillón, descuidadamente apoyados ambos pies sobre la mesa, Angelo Rocchia proseguía el interrogatorio del árabe.

—Conque hacías pequeños trabajos para la gente de la Embajada de Libia en la ONU. ¿Cómo se ponían en contacto contigo?

—Dejaban un mensaje en el bar de Brooklyn.

—¿Y cómo concertabais vuestras citas?

—Añadía cuatro unidades al día de la fecha indicada y esperaba en la esquina de la calle correspondiente y la Primera Avenida. Por ejemplo, si la cita era para el día 9, iba a la esquina de la calle 13 y Primera Avenida.

Angelo asintió con la cabeza.

—¿Siempre a la misma hora?

—No. Entre la una y las cinco de la tarde. Añadía una hora para cada encuentro y volvía a empezar.

—¿Y te encontrabas siempre con la misma persona?

—No siempre. Yo llevaba un número de
Newsweek
en la mano. Eran ellos quienes se dirigían a mí.

—En nuestro caso, ¿qué pasó?

—Vino una chica a la que no conocía.

—¿Recuerdas el día?

El árabe vaciló.

—Debía de ser el martes pasado, porque el encuentro fue en la esquina de la calle 12.

—¿Qué aspecto tenía ella?

—No estaba mal. Cabellos castaños, cortos. Y llevaba abrigo de pieles.

—¿Era de tu país?

El detenido bajó la mirada; estaba avergonzado.

—Probablemente. Pero hablaba inglés.

—¿Qué quería?

—Tarjetas de crédito frescas. Yo tenía que llevárselas a la mañana siguiente a las diez.

—Entonces fuiste a ver al perista.

El árabe asintió con la cabeza.

—¿Y después?

—Entregué las tarjetas a la chica. Ella me pidió que la acompañase a hacer un recado. Fuimos a una tienda de máquinas fotográficas. Me dijo que entrase y comprase un aparato.

—¿Y lo hiciste?

—Primero fui al lavabo de un bar para ensayar la firma, y me salió bien. El cajero no se dio cuenta de nada.

El árabe lanzó un suspiro súbitamente abrumado por la importancia de su confesión.

—Entonces ella me dijo: «Bueno, esto demuestra que la tarjeta es buena». Quería otras tarjetas frescas y un permiso de conducir para el viernes siguiente a las diez de la mañana. Para un tipo de treinta a cuarenta años, moreno y de cabellos oscuros. Me dio mil dólares.

—¿Y qué pasó el viernes?

—Esta vez, un hombre acudió a la cita. No le había visto nunca.

Quentin Dewing irrumpió entonces en la sala. Angelo se enfadó mucho por la interrupción de un interrogatorio que se desarrollaba tan bien.

—Discúlpeme, inspector Rocchia, pero quisiéramos que el Mr. Suleiman examinase estas fotos. Acaban de llegar de París.

Mostró al árabe la fotografía de Leila Dajani que había enviado por télex el general Bertrand a la CIA menos de veinte minutos antes.

—¿No es ésta, por casualidad, la persona que estableció contacto con usted?

El árabe observó la foto y miró al
Fed
.

—Sí, es ella.

Dewing le pasó la foto de Whalid Dajani.

—¿Y éste? ¿Es el tipo que fue a buscar las tarjetas el viernes?

El árabe examinó el documento y negó con la cabeza.

—¿Y éste?

Dewing le mostraba ahora la fotografía de Kamal. El árabe la estudió un momento y levantó la cabeza.

—Sí —dijo—. Sin duda es él.

En la cabina de control, Al Feldman no pudo reprimir una explosión de júbilo. Alzando los brazos al cielo, gritó:

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