—¿Sabes qué ha hecho hoy tu hombre por ti? —le preguntó Rico.
Anita meneó la cabeza.
—Te ha librado de cinco años de chirona.
—¡Oh, querido! Tú…
—Si. He visto a un tipo. He hecho que retirasen la denuncia.
Anita iba a arrojarse en brazos de su hombre, cuando éste se irguió. La agarró de los cabellos y la hizo bascular hacia atrás.
—¡Pedazo de imbécil! ¡Te tenía dicho que nunca debes atracar a un cliente!
—¡Me haces daño, Rico! —gimió Anita.
El chulo tiró más fuerte.
—¡No quiero que los guripas vengan a husmear alrededor de mis chicas! ¿Lo has entendido?
Rico deslizó una mano debajo del colchón y sacó una navaja de muelle. Anita se estremeció al ver la hoja reluciente en la penumbra. Antes de que tuviese tiempo de hacer un ademán, Rico hizo silbar la hoja delante de su cara.
—¡Debería cortarte los labios!
Un corte en la boca con una navaja era la venganza tradicional del proxeneta contra la chica que infringía las consignas.
—Pero tengo otra idea…
Dejó caer la navaja y, con lento movimiento, se levantó los faldones de su chilaba, centímetro a centímetro, hasta dejar al descubierto su miembro ya erecto. Seguía sin soltar los cabellos de la muchacha.
—Y ahora, pequeña marrana —dijo, sacudiendo violentamente la cabeza de Anita, —¡vas a decirle a tu señor cuánto lamentas las molestias que le has causado!
En ese preciso instante sonó la campanilla de la puerta de entrada.
Rico se puso lívido al ver a los dos individuos de traje caqui y boina negra plantados en el umbral. El más alto señaló la escalera con la cabeza.
—
Vámonos
—ladró—,
¡hay trabajo!
[22]
.
En Jerusalén empezaba a despuntar la aurora del martes 15 de diciembre detrás de los campanarios del Monte de los Olivos. Con los ojos medio cerrados detrás de sus gruesas gafas, Menachem Begin escuchaba con aire cansado el torrente de imprecaciones que lanzaban, desde hacia una hora, los miembros de su Gobierno. Como esperaba, la amenaza del presidente norteamericano había desencadenado la más fuerte tempestad que jamás se hubiese dado en la sala del Consejo; un temporal más violento que todos los debates que habían precedido a la Guerra de los Seis Días, más furioso que las recriminaciones que siguieron a la Guerra del Yom Kippur, más apasionado que las discusiones que habían llevado a la incursión de Entebbe. Dejando que las inflamadas frases se cruzasen a su alrededor, Begin trataba de contar sus partidarios entre los catorce personajes que compartían con él la responsabilidad del gobierno de Israel. Como había previsto, la reacción más brutal contra la amenaza norteamericana era la del ministro de la Construcción, Benny Ranan.
El antiguo paracaidista se había puesto en pie. Golpeando el aire con sus puños de boxeador, reclamaba la movilización inmediata y total de las fuerzas de defensa israelíes, para oponerse a toda intervención norteamericana en el suelo nacional. Su más ardiente partidario era el rabino Orent, representante del partido religioso. Una unión extraña, pero sumamente simbólica: el creyente místico y el ateo indiferente, la sinagoga y el kibutz, el hombre de la Biblia, aferrado a su tierra porque Dios la había dado a sus padres, y el hombre de la espada, obsesionado por la seguridad de su pueblo. «Una alianza —pensaba Begin—, ¡que encarna la fuerza de Israel!»
Para sorpresa suya, el partidario más encarnizado de su compromiso con los americanos era el ministro del Interior, Ehud Nero, un halcón a quien la opinión pública había atribuido siempre las decisiones más extremistas del Gobierno. Según él, había que aprovechar la ocasión para arrancar a los norteamericanos y a los soviets garantías que pusiesen para siempre a Israel a salvo de cualquier amenaza. Esto permitiría reducir el peso abrumador del presupuesto de defensa, que llevaba al país a la ruina, ¡con más seguridad que Gadafi y su bomba!
El viceprimer ministro, el calvo arqueólogo Jacob Shamir y el ministro de Defensa, antiguo comandante en jefe de la Aviación, Ariyeh Salamon eran de opinión de buscar un camino intermedio. La decisión a tomar era de tal gravedad, había dicho Shamir que había que invitar a los lideres de la oposición laborista a participar en el debate, a fin de que la decisión final contase con un consenso nacional. Begin no tenía la menor intención de dejarse pillar en esta trampa, consciente de que en tal caso perdería con toda seguridad el dominio de la situación.
Todavía decepcionado por la anulación, en el último momento, de su ataque contra Libia, el general Yaacov Dorit, jefe supremo de las fuerzas de defensa, se mantenía en prudente expectativa. Pero Begin estaba convencido de que, como buen militar, se mostraría, cuando llegase el momento, resuelto a resistir a los norteamericanos. El Primer Ministro podía contar pues, con cinco votos para oponerse al ultimátum de Washington: los del paracaidista Ranan, el rabino Orent y los ministros de Hacienda, de Asuntos Exteriores y de Educación. En contra, estaban el ministro del Interior Nero, el de Justicia y el de Energía y Comercio, los tres, observó Begin con pesadumbre, miembros de su propio partido y también los ministros de Comunicaciones y de Trabajo, pertenecientes al partido reformista. Al no haberse pronunciado Shamir y Salamon, había un desesperante empate en el Gobierno.
Begin carraspeó para llamar la atención del Consejo. Vestido tan severamente como de costumbre —chaqueta abrochada, nudo de la corbata en su sitio, cuidadosamente plegado el pañuelo del bolsillo del pecho—, seguía tan sereno, tan dueño de si como al amanecer, cuando había recibido la primera llamada telefónica del presidente de Estados Unidos.
—Quiero recordar a cada uno de ustedes nuestra responsabilidad fundamental ante el país y ante la Historia: tenemos que permanecer unidos. Cada vez que los judíos permitieron que nuestros enemigos o nuestros amigos nos dividiesen, las consecuencias fueron catastróficas.
La aparición de un miembro de su guardia personal interrumpió al primer ministro.
—Discúlpeme, Menachik —dijo aquél, con esa familiaridad israelí que horrorizaba a Begin—, pero llaman urgentemente por teléfono al general Dorit.
—Nuestras fuerzas no han conseguido detener a todos los colonos que partieron anoche de Jerusalén —declaró Dorit a su regreso.
Todo el mundo conocía la habilidad con que los militantes de Gush Emonim escapaban de sus perseguidores.
—La oscuridad, las circunstancias…—. dijo Dorit.
No hacía falta que dijese más. El Gobierno sabía que la caza de colonos no era tarea que galvanizase el celo de los soldados del Ejército israelí.
Begin se irguió, conteniendo mal su cólera.
—General ¡la incapacidad de nuestras fuerzas para neutralizar la operación de esta noche es trágica! Dentro de unas horas, los colonos se reagruparán para gritar su victoria a todos los vientos. ¡Gadafi o los norteamericanos no necesitarán otro pretexto para pasar a la acción!
—¡Hay que actuar con toda urgencia! —exclamó vivamente el ministro del Interior—. Esos fanáticos ponen la patria en peligro. Pido al Gobierno que ordene a las fuerzas de defensa que procedan a la inmediata expulsión de todas las colonias implantadas en los territorios ocupados. La publicidad de esta medida debería permitir a los norteamericanos iniciar las negociaciones con Gadafi y obtener la anulación de su ultimátum contra Nueva York. Después veremos si es posible hallar los términos de un acuerdo que podamos aceptar.
Begin se volvió al jefe de las fuerzas de defensa.
—General ¿podemos contar con el Ejército para evacuar las colonias por la fuerza? ¿Todas las colonias?
—¿Dirá usted a nuestras unidades los motivos de la operación?
Begin arqueó las cejas con aire perplejo.
—Porque si les dicen la verdad —prosiguió el general—, se negarán a obedecer. Nuestro Ejército es expresión de la mayoría y, sea cual fuere el sentimiento de la mayoría en lo tocante a esas colonias, nadie aceptará en este país que hagamos la guerra contra unos judíos. ¡Ni siquiera para salvar Nueva York!
—¿Y si no damos el verdadero motivo?
Dorit, confuso, se encogió de hombros.
—Ni siquiera en este caso podríamos estar seguros de la obediencia de nuestras tropas…
Extrañamente, Begin pareció casi aliviado. Miró al ministro del Interior.
—Ya ve usted, mi pobre Ehud, que, aunque quisiéramos, no podríamos capitular ante la amenaza de Gadafi. Nos expondríamos a arrastrar a nuestro país a una guerra civil.
Se había quitado las gafas y jugueteaba con la montura mientras hablaba.
—Sé que me acusarán de dejarme llevar también por el mito de Massada. Pero creo sinceramente que no tenemos alternativa. ¡No debemos ceder a Gadafi ni a los norteamericanos!
—Los norteamericanos se están tirando un farol —gruñó Ranan—. ¡Jamás se atreverán a venir aquí! Y si se atreven, ¡les daremos para el pelo!
Begin le miró con aire glacial.
—Me gustaría pensar como usted, pero temo que peque de optimista.
Volviéndose a Dorit, prosiguió:
—Pero exijo que hagamos un acto simbólico y que nuestras fuerzas evacuen, si es preciso
manu militari
, el cuartel general de los colonos en Samaria, la colonia de Elon Sichem. Allí residen todos los jefes del movimiento. La iniciativa que tomaron ayer constituye una intolerable provocación en las circunstancias actuales. Pida a nuestra Embajada que comunique esta decisión a los norteamericanos. Tal vez esto impedirá una acción por su parte.
«¡Qué barbaridad! ¡Deben figurarse que les traigo a Jomeini en persona!» pensó asombrado, Angelo Rocchia, empujando fuera del coche al árabe a quien acababa de detener en el bar de Brooklyn. En el rascacielos de Federal Plaza, varios
Feds
, con el dedo en el gatillo del revólver en el fondo del bolsillo, se precipitaron alrededor de los dos hombres para escoltarles hasta el ascensor reservado al FBI. Entonces pudo Angelo examinar a su gusto al prisionero. Era un hombre de unos treinta años, más bien enclenque, de tupidos cabellos negros y relucientes y un bigote que disimulaba unos labios finos y afeminados y el huidizo mentón.
Quentin Dewing; el jefe de policía, Bannion; Salisbury, de la CIA; Hudson, Al Feldman…, todos los jefazos estaban allí, en el rellano, cuando se abrieron las puertas del ascensor en el piso veintiséis. Durante un segundo, Rocchia tuvo la impresión de que era una
vedette
disponiéndose a recibir un Oscar.
—¡Buen trabajo! —dijo el jefe de policía—. ¡Es nuestro primer éxito!
Cuando le hubieron tomado las huellas digitales y fotografiado desde todos los ángulos, el árabe, que dijo llamarse Mustafá Kaddurri, fue conducido a la sala de interrogatorios del FBI. Blandas moquetas cubrían el suelo. El sitio reservado al sospechoso era un mullido canapé azul oscuro, cubierto de almohadones. Sobre una mesa baja había periódicos, cigarrillos, una cafetera y varias tazas. Frente al canapé, dos sillones para las personas encargadas del interrogatorio. Este ambiente refinado tenía por objeto tranquilizar y desarmar a los que habían de ser interrogados.
El menor ruido, el frotamiento de una cerilla, un suspiro, eran automáticamente registrados por micros ultrasensibles, disimulados en los brazos de los asientos. En las paredes, unas acuarelas ocultaban los objetivos de una serie de cámaras. En el tabique opuesto al canapé, un gigantesco espejo era, en realidad, un cristal sin azogue. Detrás de él había una cabina de control donde una veintena de personas podían ver y oír cuanto pasaba en la sala de interrogatorios. La detención del árabe daba derecho a Angelo Rocchia a ocupar un sitio allí. Fascinado, observó los rostros a su alrededor.
—Diga, jefe— murmuró, señalando discretamente a una joven morena con pulóver y pantalón, —¿quién es esa muñeca?
—Servicio Secreto israelí —murmuró Feldman. Mossad.
Liberado de sus esposas, el árabe se había sentado en el borde del canapé. Dos
Feds
rebullían a su alrededor, más preocupados —pensó Angelo con indignación— de asegurarse de su comodidad que de arrancarle enseguida lo que sabía. Cuando creyó que el interrogatorio iba a empezar, el neoyorquino vio que uno de los
Feds
sacaba del bolsillo una tarjeta y la mostraba al árabe.
—¡Serán cretinos! —murmuró al oído de Feldman. Tenemos al tipo que puede llevarnos hasta el barril, —¡y esos cagones pierden el tiempo mostrándole su maldita tarjeta!
Feldman se encogió de hombros, resignadamente. La «tarjeta» era el documento impreso que llevaban consigo los inspectores y los agentes del FBI. Tenía por objeto recordar a todos los que caían en manos de la policía los derechos civiles en que podían ampararse. Así, el árabe tenía derecho a exigir la presencia de un abogado antes de contestar a cualquier pregunta. El ambiente de la cabina de control se había puesto súbitamente tenso. Todos pensaban que los esfuerzos por encontrar la bomba podían terminar allí. Si el árabe pedía un abogado, quizá pasarían horas antes de que pudiese ser interrogado, y mas horas aún antes de que se pudiese lograr su confesión a cambio de su libertad.
El árabe rechazó la tarjeta: no necesitaba abogado. No tenía nada que decir. Entonces, un joven
Fed
irrumpió en la cabina de control.
—¡Nosotros lo tenemos ya fichado! —anunció, con aire triunfal.
Sus huellas digitales habían sido transmitidas al Cuartel General del FBI en Washington, donde la memoria del ordenador de la Seguridad federal las había comparado con los cientos de miles de huellas de todos los individuos detenidos en Estados Unidos durante los últimos diez años. Después, habían sido enviadas a Langley, donde el ordenador de la CIA conservaba en su memoria las de todos los terroristas palestinos fichados en los archivos de los principales servicios de información del mundo. Tres minutos después de haberlos ingerido, la máquina había hecho clic y comunicado los datos de la ficha del árabe.
Se trataba de un tal Nabil Suleiman, nacido en Belén en 1951, detenido por primera vez por los israelíes en 1969, después de una manifestación organizada por los alumnos del colegio árabe de Jerusalén. En 1972 había sido detenido de nuevo y condenado a seis meses de arresto por tenencia ilícita de armas. Al salir de la cárcel, su pista se perdía durante un año, desaparición que el Mossad atribuiría después a permanencia en uno de los campos de instrucción del FPLP de Georges Habache, en el Líbano. En 1975 había sido identificado como uno de los terroristas que habían colocado una carga explosiva en una cesta de provisiones, en el mercado Mahane Yehuda de Jerusalén. Tres ancianas habían resultado muertas, y otras diecisiete personas heridas, en aquel atentado. Después, el llamado Nabil Suleiman se había desvanecido en el aire.