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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (54 page)

BOOK: El quinto jinete
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—¡Ahora sí que les tenemos!

Si no hubiese sido por la gravedad de la situación, el espectáculo de aquellos caballeros vestidos de smoking alrededor de la mesa del Consejo Nacional de Seguridad habría sido más bien cómico. Empeñados en fingir que todo era normal, el presidente y sus ministros se disponían a reunirse con sus esposas, dentro de unos momentos, para una recepción en el Salón Azul de la Casa Blanca. Luego asistirían a un banquete servido en la vajilla de plata sobredorada de Lincoln, en honor del decano del Cuerpo Diplomático, el embajador de Bolivia, que abandonaba Washington. Durante toda la velada tendrían que comer, beber y charlar, como si no pasara nada.

—En todo caso, nada indica en los boletines de información de la noche, ni en la radio y la televisión, que la prensa sospeche lo más mínimo —declaró Eastman con alivio.

—Un pobre consuelo —suspiró el presidente examinando los mensajes llegados de Israel mientras él había ido a ponerse el esmoquin—. Mr. Middleburger —dijo dirigiéndose al subsecretario de Estado— ¡esta iniciativa de Jerusalén no es suficiente!

—Señor presidente —respondió el diplomático, casi en son de excusa—, el embajador israelí ha sido categórico. Es todo lo que Jerusalén está dispuesto a hacer. Afirma que el Ejército israelí no cumpliría jamás la orden de hacer evacuar la totalidad de las colonias.

—En este caso, Begin no nos deja más alternativa que hacerlo en su lugar, ¿verdad?

El tono áspero del presidente disimulaba mal su emoción. Todos sabían cuánto le repugnaba semejante acción. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Se volvió al director de la CIA.

—Tap ¿qué probabilidades hay de que los israelíes se opongan por la fuerza a nuestra intervención?

—Yo diría que un cincuenta por ciento, señor presidente.

El jefe del Estado se irguió contra el respaldo de su sillón, cerró los ojos y apoyó la barbilla en las palmas de las manos, como absorto en una oración. Y es muy posible que aquel hombre tan piadoso estuviese rezando.

Bruscamente, abrió los ojos.

—Estamos entre los fuegos de dos fanatismos —gruñó—, el fanatismo judío y el fanatismo islámico, ¡y no vamos a sacrificarles seis millones de norteamericanos! Ya que nos obligan a ello, ¡reaccionaremos!

Se volvió al ministro de Defensa.

—Herbert, quiero que la fuerza de intervención rápida esté preparada para partir, ¡con un previo aviso máximo de una hora!

La fuerza de intervención rápida era una fuerza mixta que había sido constituida en 1979, en previsión de acciones inmediatas en cualquier punto del globo.

—Mr. Middleburger —ordenó acto seguido, al subsecretario de Estado—, quiero que avise, bajo el más absoluto secreto, al rey Hussein y a los sirios. Cuide de que, en caso necesario, podamos emplear sus aeródromos como bases de partida.

Se levantó. Su paso era firme, rápido. Había llegado a la puerta cuando el director del FBI le llamó.

—¡Señor presidente! —El rostro, generalmente impasible de Joseph Holborn, brillaba de excitación—. Nuestros hombres de Nueva York acaban de identificar a tres palestinos implicados en el asunto. ¡Más de cuarenta mil agentes saldrán en su busca en cuanto amanezca!

—¡Vaya pifia! —gruñó el director del FBI neoyorquino.

Uno de sus agentes le estaba explicando la visita de Grace Knowland al cuartel de Park Avenue.

—En cuanto el oficial de guardia le habló de un ejercicio sobre barrido de nieve, la joven pareció muy excitada. Sacó su carnet de prensa y exigió hablar con un responsable. Para quitársela de encima, le dieron el número de la línea que utilizamos para proteger los equipos Nest. Es una línea que, presuntamente, corresponde al oficial de prensa del Primer Ejército. Pero, en realidad, suena en la centralita del Cuartel. La periodista está en este momento al aparato. Reclama una explicación completa sobre el ejercicio en curso.

Harvey Hudson estaba consternado.

—¿Se da usted cuenta? Porque un chiquillo incordió a todo el mundo para recuperar su raqueta de tenis, ¡nos exponemos a que la prensa descubra todo el asunto!

Tiró de las puntas de su corbata de lazo, que pendían tristemente bajo el arrugado cuello.

—¡Cassidy! —ordenó a su ayudante—. Disfrace de oficial a alguno de los nuestros y que se plante mañana por la mañana en el cuartel para recibir a esa joven. Que se las apañe para endilgarle el discurso más sensacional que jamás se haya pronunciado sobre el barrido de la nieve en Nueva York. ¡Me importa un bledo lo que invente, con tal de que dé resultado! ¡Lo que menos nos interesa en este momento es que se nos eche encima
The New York Times
!

Era ya de noche en Nueva York. Aquel lunes 14 de diciembre tardaría poco en acabar. El viejo Toyota se deslizaba en silencio frente a la desierta hilera de los
docks
. El proxeneta Enrico Díaz iba en el asiento de adelante, entre sus dos compatriotas que acababan de privarle de una agradable velada por causa de una misión urgente. A la derecha a través de la reja que cerraba los almacenes de depósito de Jersey City, percibía la cinta brillante del Hudson y, más lejos, el resplandor de las luces de Manhattan.

El chófer se detuvo en la entrada de un desierto callejón que conducía a un barracón que parecía abandonado. Los tres hombres se apearon del coche sin decir palabra. Los dos puertorriqueños que precedían a Rico calzaban botas militares, de gruesa suela de caucho, de las que se usaban en las selvas de Vietnam. Avanzaban sin ruido como fieras en el bosque. Al llegar al barracón, uno de los dos acompañantes de Rico hizo una señal convenida. Se entreabrió una puerta y salió de ella el rayo de luz de una linterna eléctrica.


¡Venga!
[23]
—ordenó el hombre que la sostenía después de haber reconocido a los tres visitantes.

En cuanto cruzó la puerta Rico comprendió la razón de su llamada. En el fondo del local se alineaban cinco sillas detrás de una tabla colocada sobre dos caballetes. En ambos extremos de la mesa improvisada, sendas lámparas de petróleo alumbraban con luz vacilante los retratos, colgados de la pared, de
Che
Guevara, Héctor Galíndez y Luis Cabral, los tres fundadores del Frente de Liberación de Puerto Rico.

Este movimiento puertorriqueño era la única organización terrorista sólidamente implantada en el territorio de Estados Unidos. Había conseguido mantener allí su cohesión gracias a unas prácticas implacables, como la que iba a desarrollarse esta noche. Se trataba del juicio de un traidor. Para su gran alivio, Rico vio que el acusado, fuertemente atado y amordazado, estaba ya en un taburete, delante de las cinco sillas.

En su calidad de dirigente del Frente, Rico era uno de los jueces de este tribunal revolucionario. Se esforzó en desviar su mirada de los ojos del acusado, que se agitaba, con mirada desesperada e hinchadas las venas del cuello, tratando en vano de disculparse a través de su mordaza.

En realidad, el juicio no era más que la justificación ritual de un asesinato. Fue muy breve. El acusado era un confidente de la policía traído de Filadelfia porque era más fácil ejecutar la sentencia en Jersey City. Una vez establecida su culpabilidad se procedió a la votación. Uno tras otro, los cinco «jueces» pronunciaron la palabra «muerte». Nadie habló para pedir clemencia al tribunal. A excepción de algunos personajes como Enrico Díaz, la dirección del Frente se componía de intelectuales de la pequeña burguesía, maestros fracasados y estudiantes profesionales: la compasión no era su punto fuerte.

Sobre la mesa había una pistola Walther P 38. Sin decir palabra, el presidente del tribunal la entregó a Rico. El proxeneta se esforzó en reprimir un estremecimiento de horror. Se trataba también de un ritual del Frente. Matar a sangre fría, por orden de la organización, constituía la prueba definitiva de lealtad de un militante. Rico tomó la pistola, se levantó y dio vuelta a la mesa. Luchando por no temblar, mirando fijamente al fondo de la sala, para no tener que aguantar la mirada de su víctima, levantó el arma, buscó el hueco de la sien y apretó el gatillo.

Se oyó un clic.

Rico escuchó entonces una risa ahogada que sacudía a su presunta víctima. Miró a los cuatro «jueces» detrás de la mesa. Sus caras eran tan inexpresivas como una pared de cárcel.

—Ciertamente, hay un traidor en esta sala, ¡pero no es él! —declaró el presidente del tribunal.

Seis hombres salieron acto seguido de una habitación contigua y rodearon a Rico. Este fue arrojado sobre una silla, atado y amordazado. Ahora no hacía falta una parodia de juicio. Este se había celebrado antes de la llegada del proxeneta Enrico Díaz.

El presidente sacó el cargador de la pistola, lo llenó metódicamente de balas de 9 mm y volvió a ponerlo en su sitio con un golpe seco. Tendió el arma al hombre que acababa de plantarse delante del condenado. Era Pedro, el pequeño traficante de drogas cuyo nombre había dado Rico al FBI, porque había llevado un medicamento a una mujer árabe que se alojaba en el Hampshire House.

Sin la menor vacilación, Pedro apoyó el frío cañón en la sien de su «delator». Saboreando su venganza, miró a Rico a los ojos durante un largo momento. Después, soltó una risotada salvaje y apretó el gatillo.

«¡No puede existir nada más bello!», pensó, extasiado, Angelo Rocchia, rojos los ojos de fatiga, pero hipnotizado por un espectáculo del que no se cansaba nunca. Los rascacielos de Manhattan le parecían aún más suntuosos de noche que de día, con su galaxia de ventanas de oro perforando las tinieblas. En el corazón de esta geometría de luces, los catorce pisos del Cuartel General de la policía y los de la sede federal del FBI resplandecían intensamente. Ni uno de los inspectores y de los
Feds
que habían corrido todo el día en busca del barril tenían permiso para volver a su domicilio o a su hotel. Todos habían recibido la orden de acampar en sus oficinas, prestos a responder a la primera llamada. Rand y Rocchia se habían separado después del interrogatorio del árabe, para volver a sus respectivos cuarteles generales y descansar algunas horas.

—¿Tú duermes también aquí?

Angelo reconoció el acento gutural de su viejo colega Ludwig, que le llamaba desde el despacho contiguo.

—¡Sí! Dejaré esto para las seis y media de la mañana.

Antes de tumbarse en la litera enviada por el servicio de protección civil tenía que llenar los innumerables documentos qué acompañan invariablemente toda investigación policial. Ni siquiera una jornada tan extenuante podía acabar sin la redacción del informe modelo DD5 y de las fichas concernientes a todas las personas interrogadas y a todos los lugares visitados. «Es una verdadera lata, pero, para ser un buen policía —había dicho a su joven compañero de equipo—, hay que llevar al día los papeles».

Angelo levantó la mirada de sus papelotes y se volvió a su amigo.

—Mira, Ludwig, ¡estoy hasta las narices de esos trabajos que comienzan con la aurora! ¡La edad, sin duda!

—También yo —dijo su colega, aflojándose la corbata—. ¿Recuerdas aquel jefe de mierda que tuvimos en el 52 cuando ingresamos en la novena comisaría? ¿Te acuerdas de él?

—¡Y que lo digas!

Durante toda una semana, Angelo y Ludwig habían tenido que plantarse a las seis de la mañana, bajo un frío polar, en el bulevar del West Side, para tratar de descubrir a un conductor que se había dado a la fuga después de un accidente mortal. Detenían todos los coches. «Discúlpenos señor, ¿pasa usted por aquí todos los días? ¿No vio por casualidad un automóvil que atropelló a un peatón el viernes por la mañana?» Sin duda hicieron esta pregunta a un millar de conductores. Por fin, un vendedor de corbatas les había dado la información que había permitido llegar hasta el culpable.

Angelo bostezó y se estiró. Sonrió al pensar en los viejos tiempos.

—¡Mira lo que tuvimos que bregar sólo para pillar a un mal conductor!

—¿Te imaginas la pasta que ganaríamos hoy por horas extraordinarias, si todavía nos encargasen asuntos de esta clase?

—No te hagas ilusiones, viejo: hoy no se preocuparían tanto por un chófer vulgar que pone pies en polvorosa —dijo Angelo, apagando la luz—. Hala, ¡buenas noches!

Estaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono. Alargó un brazo en la oscuridad y cogió el aparato.

—¡Grace! ¡Te llamé dos veces esta noche, querida!

—¡Y yo te he estado buscando durante todo el día! Pero, ante todo, ¿qué haces a estas horas en tu oficina?

«¡Caray con las periodistas! Peores que los polis para hacer preguntas». Adoptó un tono zumbón:

—Deberías saber, querida, que la jornada de trabajo de un inspector no termina nunca.

—¡Bah! —exclamó ella, riendo.

Pero enseguida añadió, con toda seriedad:

—Dime, Angelo, ¿qué me ocultas? ¿Qué sucede?

Había una pizca de inquietud en su voz.

—Nada… En todo caso, nada grave. Sólo mucho trabajo para buscar, como de costumbre, una aguja en un pajar.

Hubo una pausa. Oyó que Grace daba una larga chupada a su cigarrillo. Hacía meses que trataba de convencerla de que dejase de fumar.

—¿Angelo? —Grace vaciló unos segundos—. El miércoles podré almorzar contigo.

—Creía que…

—No. He cambiado de opinión. Se hizo un nuevo silencio. He decidido tener ese hijo.

—¿Lo dices en serio, Grace? —balbució él.

—Completamente en serio.

—¿Deseas de veras tener otro hijo?

—Sí.

El oyó que chupaba de nuevo el cigarrillo. Después, volvió a sonar su voz, tranquila, natural.

—Pero tranquilízate, ángel mío: esto no cambiará nada entre nosotros.

Las noches de invierno son frías en Samaria. Temblando, bajada sobre la frente la capucha de su chaqueta, golpeando la roca con las suelas de sus zapatos, el hombre de guardia en la entrada de la colonia «salvaje» de Elon Sichem veía amanecer el martes 15 de diciembre. Surgiendo de detrás de los montes de allende el Jordán, el sol empezaba a bañar los campos de una pálida luz ambarina. Allá abajo entre las cimas rocosas de los montes Ebal y Garizim, despertaba la gran aldea árabe de Naplús, la antigua Sichem de la Biblia. A sus puertas se hallaba uno de los grandes lugares de la historia judía, el llano donde Abraham levantó su campamento al llegar al país de Canaán. Era allí, a la sombra de un terebinto, donde, según la Escritura, se le había aparecido Dios para revelarle que la tierra en la que acababa de entrar era la tierra de Israel, que pertenecería a toda su descendencia. Jacob había morado después en estos lugares, antes de que Josué, obedeciendo la orden de Moisés, viniese a agrupar a los israelitas y a morir allí.

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