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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (58 page)

BOOK: El quinto jinete
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El servicio de información telefónica de Las Vegas le dio el número de un John McClintock que vivía en la dirección consignada en el contrato de Avis. El teléfono sonó durante largo rato. Grace estaba a punto de colgar cuando le respondió una voz de mujer. De nuevo expresó el deseo de hablar con Mr. John McClintock.

—Lo siento, pero no está. ¿Qué desea?

—¿Sabe dónde podría encontrarle?

—¿Quién le llama? Soy Mrs. McClintock.

—Disculpe la molestia, señora. Aquí es el First National City Bank, de Nueva York. Hemos recibido una orden de transferencia a favor de su marido, y necesitamos sus instrucciones. ¿Sabe dónde podría encontrarle?

—Por desgracia, no. Salió de viaje para varios días.

—¿Cuándo estará de regreso?

—A decir verdad, lo ignoro.

—¿No hay un sitio donde pudiese dejarle un recado?

Después de vacilar un momento, Mrs. McClintock explicó:

—Lo siento, pero no puedo decirle dónde está mi marido. El Gobierno le encargó una misión. Lo mejor que puede hacer es llamar a su oficina en el Federal Building de Las Vegas.

Como siempre que su instinto de reportero le hacía oler un asunto gordo, una sensación de calor invadió a!a periodista. El comandante McAndrews le había dicho que los camiones de alquiler correspondían al Ejército; el teniente Daly le había dicho lo contrario. Uno de los dos se equivocaba… o mentía. Llamó al Federal Building de Las Vegas.

—Servicio de protección. Tom Reily al aparato —declaró alguien que no era McClintock.

—«¿Protección? ¿Protección contra quién?», se asombró Grace.

—Con Mr. McClintock, por favor.

—Éste es su despacho, pero estará ausente unos días.

La joven adoptó un tono confidencial, con la esperanza de que su interlocutor la tomase por una antigua conocida de McClintock.

—¡Ah! ¿A quién ha ido a
proteger
esta vez?

—¿Quién está al aparato?

La voz era seca, distante. La periodista volvió a su anterior comedia de la transferencia bancaria.

—¿Tendría la amabilidad de decirme dónde puedo llamarle?

—Imposible hablar con él antes de su regreso. Su misión es confidencial.

Grace estaba estupefacta. ¿Qué razón podía haber para que el Gobierno norteamericano quisiera mantener secreto un ejercicio de limpieza de nieve en las calles de Nueva York? De pronto, comprendió: ¡aquellos camiones no tenían nada que ver con la nieve! Pero, entonces, ¿por qué estaban allí?

Pensó en la respuesta de Angelo, ayer por la noche: «Mucho trabajo buscando una aguja en un pajar». Pero, a propósito, ¿qué hacía él a hora tan tardía en su despacho? ¿Y el alcalde? ¿Por qué había vuelto de Washington en un
jet
presidencial? ¡Todo aquello era muy extraño!

Volvió a llamar a la oficina de Angelo, pero tampoco obtuvo respuesta. Hojeó el anuario secreto de la policía neoyorquina y marcó febrilmente los números directos de una decena de inspectores principales. Ninguno de ellos le respondió.

Dos minutos más tarde, Grace Knowland irrumpía en el despacho del jefe de redacción.

—Myron —le dijo—, tengo que hablarte urgentemente. Me parece que he dado con algo gordo, muy gordo.

Una cuestión obsesionaba cada vez mas al alcalde de Nueva York, desde su regreso al Puesto de Mando subterráneo de Foley Square, a las ocho de la mañana de aquel martes 15 de diciembre. ¿Y si el bufón de Oglethorpe se equivocaba al alegar el espectro del pánico para evitar la evacuación de Nueva York como un caso de catástrofe? ¿No demostraba la experiencia que, por el contrario, la gente tiende a veces a portarse mejor en las grandes tragedias que en los pequeños incidentes? Y en tal caso, ¿no tenía la obligación moral absoluta de gritarles a sus ciudadanos que emprendiesen la huida? ¡En seguida! ¡A toda velocidad! ¡Mientras estuviesen aún a tiempo! ¡Por cualquier medio! ¡Al diablo con todas las otras consideraciones! ¡Más valía salvar a unos cientos de miles, que condenar a todos a perecer!

Los informes pesimistas de las últimas horas fortalecían esta intención del alcalde. Después de la euforia que había seguido a la identificación de los palestinos y a la movilización de todas las fuerzas de policía, ahora, cuando faltaban menos de cuatro horas para que expirase el plazo del ultimátum, un insoportable abatimiento reinaba en el puesto de mando subterráneo.

Para lanzar su grito de alarma, Abe Stern disponía de un instrumento único en Estados Unidos: la «línea número 1.000». Se trataba de un enlace directo, por radio y televisión, entre su despacho del Ayuntamiento o su residencia de Gracie Mansion, y el control de la emisora de radio y televisión municipal WNYC. Si lo ordenaba el alcalde, el técnico de servicio en la WNYC llamaría a las tres emisoras principales de la ciudad: WNBC, WCBS y WABC. Estas tres accionarían, a su vez, un sistema de alarma, que sonaría en todas las emisoras neoyorquinas. Al recibir esta señal, todas las estaciones estaban absolutamente obligadas a interrumpir al instante sus programas y pedir a sus oyentes o telespectadores que permaneciesen a la escucha en previsión de un mensaje urgente. Menos de dos minutos después de emplear la «línea número 1.000», el alcalde de Nueva York podía aparecer en las pantallas y hablar por medio de las ondas de más de cien emisoras de radio y de televisión al mismo tiempo. Ni siquiera el presidente de Estados Unidos podía dirigirse con tanta rapidez a sus compatriotas.

Abe Stern vacilaba todavía en tomar decisiones cuando la voz del presidente vibró en el amplificador instalado en la mesa de conferencias del Puesto de Mando subterráneo. El día anterior se había establecido un enlace directo entre este puesto y la sala del Consejo de la Casa Blanca. Stern se estremeció al percibir el tono de ansiedad del jefe del Estado, que imploraba noticias esperanzadoras sobre la búsqueda de la bomba. «Ahora, su única esperanza somos nosotros», pensó tristemente el alcalde. Su optimismo de la víspera: «Hay que tener confianza, Abe; conseguiremos disuadir a Gadafi de que cumpla su funesta amenaza», había dado paso a la angustia más negra. El presidente anunció que había intentado tres veces, infructuosamente, restablecer el contacto con Trípoli. Gadafi seguía inquebrantable en su negativa a discutir. Recordó la intervención militar prevista para expulsar a los colonos israelíes de Cisjordania. Stern palideció. Él no era sionista militante, pero la perspectiva de una matanza entre sus compatriotas y los israelíes, por culpa del complot de aquel fanático libio, le horrorizaba. Por otra parte, la salvación de su ciudad no tenía precio!

Para su gran asombro, vio que Feldman, el taciturno jefe de los inspectores, cogía el micro de la línea directa con la Casa Blanca. Su voz temblaba de emoción.

—Señor presidente, no hay ninguna probabilidad de encontrar la bomba en el plazo previsto. Con veinticuatro horas más, ¡lo lograríamos! Por el amor de Dios, señor presidente, ¡consiga estas veinticuatro horas!

Sólo en la jornada del viernes anterior, 11 de diciembre, los servicios de las treinta y dos comisarías de Nueva York habían registrado quince accidentes de circulación causados por personas no identificadas. Tal como había presumido Angelo Rocchia, esta cifra, muy superior a la acostumbrada, se debía a la nieve, que había puesto las calzadas muy resbaladizas.

En sólo uno de tales accidentes se había producido un herido grave, por lo que era objeto de una investigación a fondo. Todos los demás llevaban la misma nota en el registro: «Asunto confiado al inspector Alcesto». Para los profanos, este inspector podía parecer el policía más ocupado de Nueva York. En realidad, no existía. Su nombre expresaba lo que pensaba la policía de los accidentes materiales con terceros no identificados: ¡un papeleo inútil! La mayor parte de las denuncias procedían de conductores de vehículos de sociedades, obligados a señalar el menor arañazo a efectos del seguro, o a trabajadores independientes que necesitaban una prueba para justificar los gastos de reparación con vistas a su reducción en la declaración fiscal. Tiempo atrás, los policías arrojaban directamente al cesto estas denuncias, a pesar de haberlas mecanografiado en debida forma delante del perjudicado. ¡Lo hacía para evitar que estos pequeños sucesos falsearan la estadística de los delitos impunes! El FBI había descubierto esta práctica y le había puesto fin. Ahora, todo accidente causado por un tercero no identificado era señalado con un número y registrado en los archivos de las comisarías. Pero estas declaraciones, piadosamente recogidas, no dejaban por ello de ser olvidadas.

A pesar de la gran urgencia, Angelo, como de costumbre, actuó con calma. Después de telefonear a nueve comisarías y tomar nota de seis de los quince accidentes registrados, hablaba ahora con la 10.
a
comisaría de Manhattan.

—En efecto, tengo una denuncia correspondiente a dicho día —le dijo el policía de guardia—. De un representante de Colgate que se encontró con una rozadura en el guardabarros de su coche.

—Magnífico. ¿Qué dice exactamente la declaración?

El denunciante declara —leyó el policía—, que el viernes 11 de diciembre, su automóvil, marca Pontiac, matrícula del Estado de Nueva York número 349.271, estuvo aparcado, entre las 13 y las 14 horas, delante del número 537 la calle 29 Oeste. Cuando volvió para recoger su vehículo, comprobó que el guardabarros delantero izquierdo había recibido un golpe. Un desconocido había dejado, sujeta bajo el limpiaparabrisas, una nota que decía: «Un camión amarillo ha golpeado su coche y se ha dado a la fuga». Declaración tomada el 11 de diciembre por el oficial de policía Natale. Asunto confiado al inspector Alcesto, en espera de informaciones que permitan una ulterior investigación.

Angelo no pudo resistir las ganas de reír ante una burocracia tan perfecta.

—Dígame una cosa: ¿qué clase de información esperan para la «ulterior investigación»? —se chanceó.

Pero enseguida lo pensó mejor.

—¿Ha dicho usted «un camión amarillo»?

—Es lo que está escrito aquí.

—Deme el nombre y la dirección de ese representante de Colgate.

En el otro extremo de Estados Unidos, los primeros rayos del sol ponían luminosos destellos en las verdes ondas del Pacífico que rompían sobre la arena de Santa Mónica. Un
jogger
madrugador se dirigía a su villa sobre el acantilado, cuando oyó a lo lejos el timbre de su teléfono. El jefe de la oficina de
The New York Times
en la costa Oeste aceleró su marcha. Inmediatamente reconoció a su interlocutor por el tono confidencial, casi misterioso, de su voz.

—Tengo algo muy importante para ti —decía Myron Pick, su jefe de redacción—. Llama enseguida a tu corresponsal en Las Vegas. Hay en el Federal Building, de Highland Street, un tal John McClintock que trabaja en un «servicio de protección». Quiero que tu hombre averigüe las actividades exactas de ese McClintock y me telefonee acto seguido a Nueva York.

«¡A la mierda con todo!», maldijo Angelo Rocchia colgando el aparato. El representante de Colgate cuyo coche había sido abollado, recorría ahora el West Side de Manhattan y no volvería a la oficina hasta la noche. La telefonista le había sugerido que, si tenía prisa en encontrarle, podía ir a Casa Pasquale, un café de la calle 35, donde los representantes de comercio del distrito iban todos los días a tomar un café y unos bollos a eso de las diez.

«Cuatrocientos camiones Hertz —calculó Angelo—. Más otros varios cientos, también amarillos. ¡Millares de ellos circulaban diariamente por las calles de la ciudad! Y todo lo que he encontrado ha sido un trozo de papel donde se dice que un camión amarillo chocó con el guardabarros de un cacharro aparcado. ¡Hay que estar chiflado para entusiasmarse con una cosa así! —Miró a los
Feds
del laboratorio criminal, que seguían examinando cada pieza de la furgoneta—. ¡Otra policía, otro método!», pensó.

Se levantó con aire fatigado, se caló el sombrero y se dirigió al garaje, mientras recapitulaba los datos de su problema. Si el coche de aquel representante de Colgate había recibido el golpe en el guardabarros delantero izquierdo, sin duda se lo había dado el camión amarillo con el lado derecho. Fue a mirar las piezas del costado derecho de la carrocería clasificadas por los
Feds
y contó catorce círculos rojos numerados, uno para cada punto de choque descubierto. Consultó los resultados del análisis espectográfico correspondientes a cada número. Por desgracia, ninguno de ellos llevaba a una conclusión decisiva. Habían permitido identificar restos de pintura de tres marcas diferentes, dos de ellas empleadas por General Motors, y la tercera, por Ford. Ahora bien, los modelos que se empleaban en aquellas tres pinturas, representaban más del 55 por ciento de los vehículos en circulación. «¡Esto sí que nos sirve de mucho!», rió Angelo entre dientes.

—¿Podemos ayudarle en algo, inspector? —preguntó secamente uno de los
Feds
del laboratorio.

—No, gracias, respondió Angelo. Sólo estaba echando un vistazo.

—En tal caso, sería mejor que esperase en el despacho. Estará más cómodo. Y ya le avisaremos si descubrimos algo que pueda interesarle.

«Decididamente, soy aquí tan bien recibido como un
Stup
en una reunión de drogadictos». La desconfianza de los agentes del FBI por los otros policías le habían exasperado siempre de un modo extraordinario. Entonces vio a Jack Rand, su compañero de equipo. También éste parecía ahora mantenerle a distancia, como a un apestado.

—Dime, hijo —le dijo al oído el neoyorquino— ¿podrías hacerme un pequeño favor?

Apoyó una mano en su hombro y se lo llevó aparte. Desde luego, no pensaba revelarle lo que bullía en su cabeza. Rand sentía demasiado respeto por el reglamento. Avisaría inmediatamente al Puesto de Mando y pediría que enviasen a otro para seguir la pista al representante de Colgate, cosa que Angelo quería evitar a toda costa. Miró a Rand fijamente a los ojos. A fin de cuentas, ¡el joven
Fed
debía ser capaz de un poco de solidaridad!…

—¿Podrías encubrirme durante una hora o dos? —Le guiñó un ojo—. Quisiera visitar a alguien no lejos de aquí; un bomboncito al que no veo desde hace algún tiempo. Quisiera llegarme de un salto a su casa, para darle los buenos días.

Rand pareció horrorizado.

—¿Te has vuelto loco, Angelo? —Estaba sinceramente indignado—. ¡No puedes hacerlo! ¿No te das cuenta de lo urgente que es encontrar esa…?

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