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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (62 page)

BOOK: El quinto jinete
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Angelo se aflojó la corbata y empezó su relato: su primera idea, la denuncia de accidente del representante de Colgate, la nota en el parabrisas, el camión amarillo, la coincidencia de las horas, sin omitir ningún detalle. Mostró en el enorme plano de Manhattan el probable itinerario de la furgoneta desde el muelle de Brooklyn hasta su colisión con el Pontiac, en Christopher Street.

—Si la furgoneta siguió ese camino fue, necesariamente, porque se dirigía a este sector —recalcó.

—Si se trata realmente de la que buscamos —observó Dewing—. ¡Usted mismo ha dicho que hay más de quinientos camiones Hertz en circulación! —El director del FBI se echó atrás en su sillón, con aire escéptico—. ¡Y siguió usted esa pista porque se dijo que los árabes no saben conducir sobre la nieve!

La suficiencia del
Fed
exasperó a Angelo.

—Esta idea puede ser tan buena como otra cualquiera —replicó, fríamente—. ¿Tienen ustedes una pista mejor?

—Harvey —preguntó entonces Dewing al jefe del FBI neoyorquino—, ¿cuándo recibiremos el informe comparativo de las pinturas?

—Dentro de media hora.

Dewing indicó que esta media hora estaba de más y se volvió a Feldman.

—¿Qué piensa usted de esto, jefe? Rocchia es uno de los suyos. ¿Podemos confiar en él y hacer registrar todo el sector, casa por casa?

Antes de que Feldman tuviese tiempo de responder, Dewing añadió:

—¡Menudo paquete! ¡Al menos doscientos bloques de casas! ¡Habrá que dedicar a ello a toda nuestra gente! ¡Jugando todo a una carta! ¡No quedará nadie fuera de allí!

Feldman consultó su reloj:

—¿Ve usted una mejor manera de emplear el poco tiempo que nos queda?

Quentin Dewing levantó los ojos al cielo.

—Efectivamente, no hay minuto que perder y no tenemos alternativa. ¡Que Dios nos valga si nos equivocamos!

Iba a ordenar la operación cuando Harvey Hudson agitó de pronto una página amarilla de la guía telefónica por profesiones.

—¡Un momento, Quentin! Hay una agencia Hertz, de alquiler de automóviles precisamente en la esquina de la calle donde se produjo la colisión. Continuamente deben de entrar y salir furgonetas de allí. ¿Por qué no ha de ser una de ellas la que embistió al célebre Pontiac descubierto por Rocchia?

Se hizo un pesado silencio, hasta que Dewing explotó:

—¡Por el amor de Dios! —le gritó a Feldman—. ¿Quiere usted que concentremos todas nuestras fuerzas en un solo sector, cuando su entrometido y viejo inspector no ha cuidado de comprobar lo más elemental?

Angelo se puso en pie de un salto antes de que el pobre Feldman tuviese tiempo de responder. Sacó un trozo de periódico lleno de anotaciones, hizo una bola con él y lo arrojó a la cabeza de Dewing.

—¡Tome, Mr.
Fed
! —vociferó, con el rostro carmesí—. Ahí encontrará la lista de los movimientos de las furgonetas de aquel garaje en la jornada del viernes. Una salida a las ocho y diecisiete; dos entradas por la tarde.

Angelo avanzó hacia Dewing, con aire amenazador.

—Tal vez seré un viejo entrometido, Mr.
Fed
, pero voy a decirle lo que es usted. ¡Usted es más falso que Judas! ¡Nos ocultó la verdad desde el principio! ¡Nos metió en esto a ciegas, porque no confiaba en nosotros! —Chascó los dedos en dirección a Jack Rand, que no daba crédito a sus oídos—. Confió en él porque es uno de los suyos. Es un bendito de Washington. En cambio, yo, pobre polizonte neoyorquino, uno entre los millones de infelices a quienes su barril reducirá a cenizas, ¡no soy digno de su confianza! A fin de cuentas, ¿qué puede importarle? ¡Usted está a salvo en su cueva! Mientras que nosotros, allá arriba…

—¡Rocchia!

La imperiosa voz del jefe de policía no podía nada contra aquel huracán de rencor. Angelo había asido a Dewing por los hombros y le sacudía como había sacudido la víspera a Benny, el perista.

—¡No hay gas clorhídrico en su barril! ¡Es una bomba atómica lo que barrerá la ciudad, y a su gente con ella! ¡Los ghettos de Harlem, del Bronx, de Brooklyn! ¡Ya no tendrá que preocuparse más por ellos! ¡Nueva York no será más que un gran ghetto de muertos cuando estalle ese barril!

Angelo se detuvo, jadeante. Sentía latir su corazón al ritmo del furor al que había dado rienda suelta. Entonces, se calmó.

—Bueno, ya le he dicho dónde puede encontrar su bomba. Vaya o no vaya, me importa un bledo. Porque, por mi parte, ¡puede meterse su investigación donde yo pienso, Mr. Dewing! ¡Le presento mis respetos!

Antes de que uno solo de los pasmados testigos tuviese tiempo de hacer el menor movimiento, Angelo había cerrado la puerta de golpe.

—¡Rand! —gritó Hudson—. ¡Alcáncele! Por el amor de Dios, hay que impedir que subleve a la ciudad gritando en todas partes: «¡Lárguense de aquí, una bomba atómica va a explotar!»

En su empeño por recoger todas las posibles opiniones, el jefe del Estado había invitado a sumarse al grupo de sus extenuados consejeros al presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado, a los lideres de la mayoría y la minoría senatoriales, y al presidente de la Cámara de representantes. Les había informado secretamente del desarrollo de la crisis y ahora quería que participasen en la difícil decisión que iba a tomar.

El jefe del Estado había pedido a cada cual que expresase su opinión. Sentado ante él, el secretario de Estado resumió, con su acostumbrada brevedad, el criterio casi unánime.

—No podemos permitir, señor presidente, que perezcan más de seis millones de americanos, porque otra nación por mucho que la queramos, se niega a modificar una política a la que siempre nos opusimos. ¡Hagamos desembarcar los marines con la fuerza de intervención rápida! Interesemos a los soviéticos en nuestra acción, para evitar la reacción de los israelíes. Informemos a Gadafi de nuestra iniciativa y asegurémonos de que sigue su desarrollo por medio de su Embajada en Damasco. Con esto salvaremos a Nueva York y cuando haya desaparecido la amenaza, entablaremos negociaciones con él.

Hubo un concierto de tosecillas de aprobación. El presidente dio las gracias. Después, con sus ojos empañados por la fatiga, examinó los graves rostros que le rodeaban.

—Herbert —dijo al secretario de Defensa—, creo que es usted el único al que no hemos oído.

Herbert Green aflojó los dientes con que sostenía el tubo de su pipa, puso los codos en la mesa y apoyó el mentón en las palmas de las manos, como abrumado por lo que se disponía a decir. Más que cualquier otro, sentía la crisis en lo más hondo de su ser. Era un físico nuclear, uno de los cerebros de la camarilla que había dado a la Humanidad lo que era un bien y un mal al mismo tiempo: la fisión del átomo. Había visto con angustia cómo el mundo civilizado dispersaba sus conocimientos a los cuatro vientos, sin prever que un día podía surgir un fanático que blandiese la bomba atómica para imponer su voluntad.

Antes de hacer uso de la palabra, respiró profundamente.

—Señor presidente, la ultima crisis que viví en esta sala fue la de los rehenes de Irán, y aún conservo grabados en la mente los sucesos de aquellos días. Nuestro país necesitaba urgentemente amigos en el curso de aquellas horas sombrías, y me permito recordarle que sólo encontramos uno: Israel. Sólo Israel se mantuvo a nuestro lado.

»Nuestros aliados tradicionales, los ingleses, los alemanes los franceses, nos volvieron la espalda cuando hicimos un llamamiento a su solidaridad. Estaban tan preocupados por su aprovisionamiento de petróleo, que prefirieron ver humillado a nuestro país y a nuestros diplomáticos, en peligro de ser asesinados, antes que exponerse, por colocarse a nuestro lado, a algo susceptible de trastornar el apacible curso de su existencia. Son momentos que yo no puedo olvidar, señor presidente. ¿Vamos hoy a apuntar nuestras armas contra el único país que nos fue fiel en la adversidad? ¿Y hacerlo por imperativo de un dictador que nos odia, a nosotros y a lo que representamos?

»Comparto los sentimientos de todos en lo referente a las colonias judías en territorio árabe y a la intransigencia israelí. Pero aquí se trata de mucho más que el problema de esas colonias y de Jerusalén. Hay un punto del que ningún país, ningún hombre, puede pasar sin perder la dignidad y la propia estimación. Y afirmo que nosotros hemos llegado a ese punto.

Un silencio, un silencio grávido del drama que encogía los corazones de todos, inmovilizó a los asistentes cuando se calló Green. Luego, el presidente se levantó. Lanzó una mirada al reloj de la pared.

—Les doy las gracias, señores. Quisiera retirarme unos momentos al parque para reflexionar antes de tomar mi decisión.

Angelo Rocchia acababa de salir cuando un policía trajo un mensaje a Feldman.

—¡Jesús! gritó el jefe de los inspectores—. ¡Rocchia tenía razón!

Se levantó de un salto y corrió hacia el plano de Nueva York.

—Uno de nuestros inspectores de Moral acaba de interrogar a una puta que trabaja precisamente aquí— anunció, señalando un punto del bajo Manhattan—. Ha reconocido a uno de los tres palestinos. El llamado Kamal. Lo tuvo ayer como cliente.

—¿Está segura? —preguntó Hudson, inquieto—. ¡Las chicas de ese rincón ven pasar a tanta gente…!

—Lo afirma categóricamente. Además, se trata de un verdadero sádico. Le dio una tremenda paliza.

Feldman se volvió de nuevo al plano.

—Está casi a la altura de la Quinta Avenida. Precisamente en el sector que nos ha indicado Rocchia. Allí hay que empezar el rastreo y registrarlo todo hasta el Hudson.

Estas palabras galvanizaron al agotado grupito. Hudson volvió a encender su Romeo y Julieta. En cuanto a Bannion, tenía la sonrisa del aficionado a las carreras que ve que uno de sus caballos va a vencer al favorito, en una cotización de ciento a uno.

—¿Cuánto tiempo se necesita para registrar todo eso? —preguntó Dewing.

Feldman examinó el plano.

—Unas diez horas. ¡Que nos den diez horas y le juro que encontraremos esa bomba!

Pero este martes 15 de diciembre, apenas quedaba más de una hora y media. Durante cinco interminables minutos de angustia, los hombres reunidos en la sala del Consejo Nacional de Seguridad esperaron en silencio el regreso del jefe del Estado. Sólo Jack Eastman había acompañado a éste hasta la planta baja. Pero le había dejado en la puerta del parque y observado cómo se alejaba por el paseo, con las manos en los bolsillos y la cabeza inclinada, meditando y rezando.

Ahora volvía a estar en pie delante de los reunidos con ese aire a la vez tranquilo y resuelto que América había descubierto en él durante las trágicas horas de la crisis de los rehenes de Teherán.

—Caballeros —dijo—, en tono casi confidencial—, he tomado mi decisión. Quizás hicimos mal en no intentar la evacuación de Nueva York, a pesar de las posibles consecuencias. ¡Qué Dios proteja a nuestros compatriotas neoyorquinos! Pero soy el presidente de doscientos treinta millones de americanos. Y nos enfrentamos con una verdadera acción de guerra contra nuestro país. Si nos doblegásemos, si cediésemos al chantaje, renunciaríamos a nuestro derecho a la existencia. Nos condenaríamos a ser destruidos, más pronto o más tarde, tan seguro como ha de ponerse el sol esta tarde.

Recobró el aliento.

—Ahora son las diez treinta de la mañana. El plazo del ultimátum de Gadafi expira al mediodía. Almirante Fuller, le ordeno que apunte contra Libia los misiles nucleares de los submarinos del Mediterráneo. ¡Todos! Haga lo imposible para proteger a Egipto y a Túnez de los residuos radiactivos. Señor secretario de Estado, prepare mensajes prioritarios para el primer secretario del Comité Central soviético, para los dirigentes chinos, para los señores Begin, Giscard, Helmut Schmidt y Mrs. Thatcher. Haga de manera que estos mensajes se envíen en el mismo instante en que empiece nuestra acción.

Miró fijamente el rostro grisáceo del presidente del Comité de jefes de Estado Mayor.

—Almirante, si a las once y treinta no hemos encontrado y desactivado la bomba, ¡le doy la orden de destruir Libia!

—¡Mr. Rocchia! ¡Qué agradable sorpresa!

La hermanita de San Vicente de Paúl del Centro Kennedy para niños inadaptados hizo pasar al inspector a un salón.

—No vendrá usted por nada grave, ¿verdad?

—No, no, hermana.

El policía daba vueltas a su sombrero, con aire aturrullado.

—Tengo que llevarme a mi hija un par de días, para visitar a unos parientes en Connecticut.

—¡Oh!… Temo que esto sea contrario al reglamento —objeto la religiosa—. No sé si la madre superiora…

—Es urgente —insistió Angelo—. La hermana de mi esposa ha venido de California sólo para dos días. No ha visto nunca a Maria…

Consultó febrilmente su reloj.

—Tengo mucha prisa, hermana. ¿Quiere tener la bondad de ir en busca de mi hija? Debo partir lo antes posible.

—¿No podría volver por la tarde?

—No, hermana —se impacientó el policía—. Ya se lo he dicho: tengo mucha prisa.

—Está bien. Espere un poco ahí, mientras preparo la maleta de Maria.

La religiosa le condujo a una galería de cristales que daba a la sala de Juegos. Cada vez que iba allí, Angelo sentía cómo le subían las lágrimas a los ojos. Era una sala de juegos parecida a las de todas las escuelas, con un teatro de marionetas, un tobogán, cubos, muñecas… Buscó a su hija entre el grupo de niñas. Su corazón se encogió al ver aquellos pequeños seres de caras deformadas, de torpes ademanes de ojos grandes y llenos de una oscura rebeldía.

Vio que la religiosa asía delicadamente la mano de Maria y apartaba a ésta de sus compañeras.

«¿Y todas las demás? —pensó Angelo, trastornado—. Salvaré a mi hija, pero, ¿y las otras?»

Cuando volvió la religiosa con la niña y la pequeña maleta, el inspector Angelo Rocchia había desaparecido.

Al norte de Minnesota, en una región bucólica de bosques y pastizales próxima al pueblo de Oskomie, a pocos kilómetros de la frontera canadiense, se encuentra una discreta reserva forestal perteneciente al Gobierno de Estados Unidos. Hombres uniformados del Departamento de Bosques y Pesca custodian su entrada. Esta reserva se extiende sobre algunas hectáreas de tierras onduladas, con arboledas, plantaciones y prados, todo ello cercado por una valla de alambre espinoso.

Los guardianes armados pertenecen en realidad al Departamento de Defensa y los alambres espinosos de la cerca, son de hecho una gigantesca antena de transmisión que permite comunicar con los submarinos lanzadores de ingenios nucleares de la Marina norteamericana. La instalación funciona día y noche, utilizando frecuencias muy bajas, muy inferiores a la banda de los 10 megahercios, pues sólo las ondas muy largas pueden alcanzar las grandes profundidades donde navegan los submarinos. Cada submarino que patrulla en el fondo del océano arrastra su propia antena; un simple alambre con la misma longitud de tres kilómetros que los de la reserva de Minnesota.

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