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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (65 page)

BOOK: El quinto jinete
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Al volver a su maciza mesa, de nogal, contempló en las paredes las primeras páginas históricas del
Times
y los retratos de su padre y de su abuelo, que le habían precedido en este despacho. Se abrió la puerta. La secretaria hizo pasar a John Robinson, el austero director del periódico, a Myron Pick, jefe de redacción y a Grace Knowland.

—¿Se da usted cuenta, patrón? —saltó Pick, con su vehemencia habitual—. ¡Una bomba atómica oculta en el corazón de Nueva York! ¡Una bomba que podría matar a diez o veinte mil personas! ¡Y el jefe de policía nos pide que no digamos nada!

El presidente de
The New York Times
se había sentado, cruzando las manos sobre su mesa, como si rezase.

—No es una bomba atómica, Myron, sino una bomba H. Y no son diez o veinte mil los ciudadanos amenazados. Es toda la ciudad.

Les explicó el llamamiento que acababa de recibir del presidente.

—Me ha conminado a que no haga uso de esta información.

El presidente de
The New York Times
observó los rostros estupefactos que tenía delante. A pesar de su número, conocía personalmente a todos sus colaboradores. Sabía que Grace vivía con su hijo en Manhattan, que Robinson residía en el West Side con su mujer y sus cinco hijos; que Myron Pick habitaba con su familia en una vieja casa de
brownstone
de Brooklyn Heights. Él mismo moraba con su esposa y sus dos hijos en el corazón de Manhattan, a pocas manzanas de su oficina. Todos compartirían la suerte de los habitantes de Nueva York.

Con voz intensa, casi febril, Richard Snyder añadió:

—El presidente nos pide algo más: desea que guardemos el secreto…, incluso con nuestras familias.

Grace lanzó un grito ahogado:

—¡Tommy!

—¡Señor es increíble! —se rebeló Myron Pick—. ¿Espera que nos quedemos aquí plantados…, esperando la explosión termonuclear…, sin poner a salvo a nuestras familias?

El presidente de
The New York Times
explicó que Gadafi había exigido el secreto y amenazado con hacer explotar su bomba a la primera señal de evacuación.

—¡Por qué hemos de obedecer? —exclamó Pick—. ¿Que prueba tenemos de que el jefe del Estado nos dice la verdad? ¡No sería la primera vez que un presidente nos viene con un cuento chino!

—¡Myron! —Snyder miró con severidad a su jefe de redacción—. El problema no está en el presidente, ni en Gadafi, ni en nuestros intereses personales, ¡sino sólo en el deber de
The New York Times
para con la población de esta ciudad!

—¡El deber es evidente! —replicó Pick sin vacilar—. Hay que lanzar inmediatamente una edición especial. Para advertir a la gente que Nueva York está amenazada de destrucción, ¡y para decirles que se larguen por todos los medios a su alcance!

—¡Myron! ¿Cómo puedes hablar así, cuando acaban de decirte que Gadafi lo destruirá todo a la primera señal de evacuación? ¡Se trata de la vida de millones de personas! De la vida de…

Grace no podía alejar de su mente la cara de su hijo. Trastornada, se había levantado, presta a saltar.

—Tenemos la información —replicó Pick, impávido—. Nuestro deber de periodistas es publicarla. La experiencia nos ha enseñado que lo más peligroso es ocultar la verdad. ¡Recuerden la Bahía de los Cochinos
[24]
!

El presidente del diario se volvió entonces a su director, que hasta entonces había guardado silencio. En todas las circunstancias graves, los consejos de este segundo, de grave semblante profesional, le habían ayudado a ver claro. A sus cincuenta y cuatro años, John Robinson era, en cierto modo, la conciencia de
The New York Times
.

—Si consideramos —empezó diciendo casi con timidez—, que nuestro deber para con los neoyorquinos es avisarles del peligro para que puedan salvarse, no debemos hacerlo por medio de una edición especial. El
Times
no puede aprovechar un acontecimiento de esta clase para ser el primero en dar la noticia. —Señaló con un dedo la serie de teléfonos a la derecha de Snyder—. Debe usted llamar inmediatamente a todos nuestros colegas de la radio y de la televisión para que den la voz de alerta a la población, sin perder un momento.

Hizo una pausa, consciente de la gravedad de la opinión que iba a emitir.

—Hecha esta observación —prosiguió, con la misma voz grave—, considero que nuestro deber es apoyar sin restricciones, al jefe del Estado. Esta tragedia no tiene precedentes en la historia de Estados Unidos. El
Times
incumpliría su misión frente al pueblo americano si defraudase, en una situación tan grave, la confianza del hombre que nos gobierna.

Hubo un largo silencio. El presidente del periódico se levantó y, apoyando las manos sobre la mesa, miró a sus tres colaboradores.

—El jefe del Estado me ha indicado que el término del ultimátum ha sido prorrogado hasta las seis de esta tarde. Por mi parte, pienso permanecer aquí, en este despacho, hasta dicha hora. Dejo a ustedes en libertad para actuar según su conciencia. Si quieren marcharse, ¡váyanse! Pero háganlo discretamente. Les prometo solemnemente que nunca volveremos a hablar de esta cuestión.

»Aparte de esto, creo que lo único que podemos hacer es preparar el diario de mañana… y rezar para que exista ese mañana.»

—¡De prisa, capitán! ¡Le llaman de Nueva York!

El oficial de la policía del Estado de Nueva York, que continuaba sus pesquisas sobre el asesinato de Whalid Dajani en la villa de Dobbs Ferry, corrió a su automóvil. Asió el radioteléfono, escuchó a Al Feldman y se volvió a su ayudante.

—¡Ve a buscar enseguida a esa buena mujer que los vio salir!

Momentos después, Mrs. Burns, muy excitada por una súbita importancia, se sentó en el coche de la policía del Estado y respondió por radio a las preguntas de Dewing y de Feldman. Estos sabían ya la hora de su llamada a la policía de Dobbs Ferry y obtuvieron rápidamente de la dama dos informaciones complementarias esenciales: la descripción del hombre y la mujer a los que había visto salir corriendo de la casa, y el color —verde oscuro— del automóvil en que habían huido.

—¡Son los otros dos! —declaró Feldman—. ¡No hay la menor duda!

Bannion, Dewing, Hudson y Salisbury, el hombre de la CIA, se apretujaban alrededor del jefe de los inspectores.

—¿En qué dirección pudieron huir? —preguntó Feldman al oficial de la policía del Estado—. ¿Hay cerca de ahí una vía de gran circulación?

—Sí; hay un acceso a la autopista a quinientos metros de aquí.

—¿Y tomaron ese rumbo?

—Exacto.

—¡Capitán! Envía inmediatamente un coche al puesto de peaje. ¡Procure que los chicos que expenden los billetes le confirmen si nuestros fugitivos pasaron por allí!

Mientras tanto, en Nueva York, una decena de sabuesos registraban la comisaría 6.
a
en busca de un mapa del Estado de Nueva York. Alguien acabó por encontrar uno en la guantera de su coche. Feldman lo desplegó sobre la mesa.

—Deben de huir hacia el Norte —dijo. Consultó su reloj—. Sabemos que se largaron hace cincuenta y siete minutos. No han podido recorrer más que un centenar de kilómetros. —Mostró un punto entre Dobbs Ferry y Albany—. Deben de estar por aquí. Hay que cerrar inmediatamente todas las salidas de la autopista. Es preciso que la policía del Estado bloquee todas las rampas de acceso y envíe todas sus patrullas en persecución de los fugitivos, con orden de detener todos los coches verdes. ¡Ese hombre y esa mujer son los únicos que pueden decirnos dónde está la bomba!

Menos de un minuto más tarde partiendo de todas las aglomeraciones a lo largó del Hudson, un ejército de automóviles y de motoristas convergían hacia la autopista.

—¿Cómo va eso?

Angelo Rocchia reconoció la aguda voz del alcalde de Nueva York.

—No muy deprisa —dijo, señalando el plano con aire afligido—. ¡Demasiadas casas! ¡Demasiadas calles! ¡Demasiada gente! ¡Y demasiado poco tiempo!

Abe Stern puso cara de consternación. Apretó el brazo del policía con sus gruesos dedos.

—Lo hemos apostado todo por usted, inspector. Por el amor de Dios, ¡espero que no se haya equivocado!

El viejo se alejó, gacha la cabeza y encorvada la espalda. Había comprendido que lo único que podía hacerse era esperar. El destino de Nueva York estaba en manos de hombres como Rocchia, como los motoristas de la policía del Estado que controlaban los automóviles en la autopista y como los sabuesos que derribaban las puertas de los sótanos de Greenwich Village. Con fuertes espasmos en el estómago acababa de aislarse en uno de los lavabos, cuando oyó que se abría la puerta del urinario contiguo.

—Bueno, Frank —dijo una voz—, ¿sabes lo que buscan los jefazos de arriba? Te lo diré… ¡Una bomba atómica!

—¿Bromeas?

—En absoluto. Acabo de llamar a Ginny—. —La voz se había convertido en un murmullo confidencial, que Stern entendía a duras penas—. Le he dicho que coja a los niños y se larguen enseguida a casa de su madre, en Connecticut.

El ruido del agua al caer ahogó todo lo demás. «Todo se derrumba —pensó el alcalde—; esta vez han descubierto el secreto. Pronto lo sabra toda la ciudad. Cundirá el pánico, un pánico cien veces peor que el que temimos. Si salimos de ésta, la gente irá a lincharme en Gracie Mansion. ¡Y tendrán toda la razón!» gruñó, subiéndose los pantalones.

—Capitán, ¡repítalo otra vez! —vociferó Al Feldman, por teléfono.

—Uno de los muchachos del puesto de peaje de la entrada de la autopista acaba de identificar a sus árabes por las fotos que nos ha transmitido por radio —repitió el oficial de la policía del Estado de Dobbs Ferry—. Pero dice que iban hacia el sur, ¡no hacia el norte!

Todo el Estado Mayor de la comisaría 6.
a
se apretujó alrededor de Feldman.

—¿Es segura esta información?

—Segura y cierta. El puesto de peaje en cuestión está en la vía descendente hacia Nueva York.

La estupefacción se pintó en todos los rostros.

—¿Por qué diablos han de volver a la ciudad, si saben que está a punto de volar por los aires?

—Sin duda tienen necesidad de volver junto a su bomba —respondió Feldman—. ¡Sólo puede ser eso! ¡Vuelven a su bomba!

—Si salieron de Dobbs Ferry a las doce y cuarenta y tres, ¡deben de estar ya en la entrada de la ciudad! —gruñó Bannion—. Afortunadamente, ¡el tráfico es intenso a esta hora!

El jefe de policía arrancó el teléfono de las manos de Feldman.

—¡Póngame con Sprint! —ordenó al operador.

Sprint era la abreviatura de Special Police Radio Inquiry Network, la red de telecomunicaciones de la policía neoyorquina. Ocupaba dos pisos enteros en la jefatura de policía, y recibía las diecinueve mil llamadas diarias al 911, número de policía de socorro.

—Jim —ordenó al oficial jefe de Sprint—, es preciso que todo lo que lleva ruedas converja inmediatamente al sector de la comisaría 6.
a
: coches patrulla, furgonetas de la policía, motoristas, vehículos del servicio de averías, camiones grúas. Haga bloquear los accesos al perímetro delimitado por la calle 14, Houston Street, la Quinta Avenida y el río. Detengan a los peatones y a los coches en todas las entradas, comprueben sus documentos, registren los vehículos. Dos de los palestinos a quienes buscamos tratarán de infiltrarse en esa zona.

»Jim —prosiguió Bannion, casi sin aliento—, diga también a las otras comisarías que envíen urgentemente todos sus efectivos a reforzar las barreras. Que el servicio de obras públicas mande todas las vallas de que disponga. ¡Muévase, Jim! Por el amor de Dios, ¡apresúrese!

Bannion se enjugó la frente. No había pensado ni un momento en Dewing ni en los otros
Feds
. Era su ciudad. Sólo una reacción fulgurante podía salvarla.

—¡Señor alcalde!

Apenas había llamado a Abe Stern, que pasaba por el corredor, cuando Bannion obtuvo comunicación con el jefe de bomberos.

—Barry, nuestros hombres tienen necesidad de todas sus bombas en la calle 14, Houston Street y Quinta Avenida, para bloquear urgentemente todos los accesos.

Los bomberos de Nueva York sentían por los policías una simpatía comparable a la de los protestantes del Ulster por los católicos irlandeses. Su jefe pidió explicaciones.

—¡No discuta, Barry! —rugió Bannion—. ¡Cumpla inmediatamente la orden! Le pongo con el alcalde.

Cuando Stern hubo confirmado las instrucciones del jefe de policía a los bomberos, Bannion llamó a su servicio de prensa.

—Patty, dentro de dos minutos recibirás un alud de llamadas de los periódicos, las radios, las teles y toda la jauría de siempre. Lárgales la historia del barril de cloro.

En la jefatura de policía, los dos pisos de las telecomunicaciones de Sprint estaban en pleno zafarrancho. La red estaba subdividida en cinco secciones de radio, que cubrían los
boroughs
de Nueva York. Un equipo de operarios controlaba en las pantallas del ordenador los desplazamientos de todos los coches de policía pertenecientes a su sector. De esta manera podían seguir en todo momento el trabajo de sus patrullas, saber si un guardia había ido a tomarse un café o si otro estaba deteniendo a un malhechor. Les bastaba con hacer girar dos llaves para poder enviar hombres y coches hacia un nuevo objetivo.

Apenas acababan de girar estas llaves en las cinco salas de Sprint, cuando la ciudad entera se conmovió bajo el aullido de las sirenas de la policía y, después, bajo el sincopado concierto de los coches de bomberos corriendo hacia el bajo Manhattan. En pocos minutos, este huracán cacofónico sumergió toda la isla de Manhattan. Los faros giratorios de los coches de la policía centelleaban en todas partes. En las aceras, los transeúntes, por muy acostumbrados que estuviesen a los peores histerismos sonoros y luminosos, observaban, llenos de pasmo. En cuanto llegaban a los límites del perímetro a cercar, los vehículos se atravesaban en las calles y los policías desviaban la circulación. En unos instantes, como una onda de choque, enormes embotellamientos sumieron el centro de Manhattan en una irremediable parálisis.

Y, a las 15.17 la población tuvo por primera vez, conocimiento del asunto. La emisora de televisión WCBS interrumpió su programa para dar una breve información. Dowy Hall, presentador habitual de las noticias locales, apareció sin maquillar en las pantallas para anunciar, con voz jadeante, una importante operación de la policía en el sector de Greenwich Village, «donde se sospecha que unos terroristas palestinos han escondido un barril de gas clorhídrico mortal». Diez minutos más tarde, Patty McKnight, oficial de prensa del jefe de policía, aparecía, a su vez ante las cámaras de las diferentes cadenas para pedir calma y sangre fría a la población.

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