—Esto son buenas palabras, señor presidente. Pero actos que pueden salvar a los seis millones de hombres, mujeres y niños de mi ciudad. ¿Qué vamos a hacer para arrancarlos de las garras de ese fanático?
—¡Por el amor de Dios, Abe! ¿No cree usted que, si se pudiese hacer algo más, lo haría?
—¿Por qué no evacuarlos?
—¿Evacuarlos? ¿Ha leído usted el mensaje? La cosa es clara: a la primera señal de evacuación, hará explotar la bomba. ¿Quiere usted correr este riesgo, incluso antes de que hayamos podido hablar con él?
—¡Yo me niego a aceptar que ese demente nos dé órdenes! ¿No se puede vaciar la ciudad sin que él se entere? De noche. Cortando las radios, las televisiones, los teléfonos. ¡Tiene que haber un medio!
El presidente se apartó de la ventana ante la que se había detenido. No podía aguantar más la belleza del espectáculo, la inmaculada alfombra de nieve y el obelisco de Washington elevándose en el cielo azul; sobrio monumento evocador de tiempos felices.
—Abe —dijo, pausadamente—, cometeríamos un error muy grave si menospreciásemos a Gadafi. Tengo la convicción de que lo ha previsto todo, hasta sus ínfimos detalles. Toda su estrategia se apoya en el hecho de que tiene en jaque a una fantástica concentración de gente. Si sus rehenes consiguiesen huir de la ciudad, estaría perdido. Y él lo sabe. Por consiguiente, tiene sin duda partidarios provistos de potentes emisoras de radio, que le avisarían en el momento mismo en que se diese la orden de evacuación.
—Señor presidente le conjuro para que me deje hacer un llamamiento por radio y por televisión.
—Si hiciese usted esto, Abe, tal vez conseguiría salvar a un millón de habitantes. Y éstos serían los ricos, poseedores de automóviles. Pero, ¿qué sería de los negros de Harlem, de los puertorriqueños de Brooklyn, de los pobrecillos del Bronx? ¡La bomba los reduciría a cenizas antes de que tuviesen tiempo de llegar al extremo de la calle!
—Al menos, los que se salvasen podrían escribir sobre mi tumba: «Salvó a un millón de sus conciudadanos».
El presidente meneó tristemente la cabeza.
—Pero los libros de historia dirían sin duda también que, con su precipitación, contribuyó usted a la muerte de otros cinco millones.
El atroz dilema les impuso un largo silencio. Después el presidente añadió:
—Abe, ¡imagínese por un momento el caos que provocaría el anuncio de la evacuación de Nueva York!
—Sé mejor que nadie el lío que se armaría. Pero es MI gente, y no voy a quedarme sentado, ¡esperando que la liberen ustedes del chantaje de ese asesino! —El alcalde señaló la ciudad a través de la ventana con un dedo acusador—. Y todos los chupatintas de Protección civil que desde hace treinta años están gastando nuestro dinero en millones de dólares, ¿qué esperan para mostrarnos lo que han hecho con él? Deme a los mejores. Los llevaré conmigo a Nueva York y haré que pongan manos a la obra. Veremos si son capaces de encontrar una solución.
—De acuerdo, Abe. Son suyos. Haré que los envíen inmediatamente a la base de Andrews. Partirán en su mismo avión—. El presidente apoyó una mano en el hombro del alcalde—. Y si descubren un medio, sea el que fuere, que permita una evacuación sin peligro ¡de acuerdo! —Apretó el hombro del viejo—. Confiemos, Abe, en que no tendremos que llegar a eso. Cuando establezcamos contacto con Gadafi, lograremos persuadirle de que renuncie a su proyecto. —Suspiró—. Pero de momento tenemos que representar nuestra comedia.
Los periodistas esperaban en el exterior. El presidente bromeó con algunos de ellos, y después dio lectura a un comunicado anodino: el alcalde y él habían hablado de la ayuda federal a la ciudad de Nueva York en el próximo presupuesto.
—¡Señor alcalde! —gritó uno de los reporteros—, ¿qué diablos será de Nueva York, si no obtiene usted las subvenciones que solicita?
Abe Stern le fulminó con la mirada.
—¡No se preocupe por Nueva York, jovencito! Nueva York sabrá siempre cómo salir del paso.
Como cada mañana, Jeremy Oglethorpe entró en la cocina de su casita de Arlington, Virginia. En los treinta años que llevaba viviendo allí, nada había turbado jamás los hábitos del meticuloso funcionario cuya jornada de trabajo empezaba invariablemente con un par de huevos escalfados y terminaba, ocho horas más tarde, con el tónico sabor de dos martinis secos. De cincuenta y ocho años, aspecto campechano y mejillas granujientas, Oglethorpe formaba parte de esa corporación de burócratas diplomados, fruto de una curiosa unión entre los viveros universitarios y las antecámaras gubernamentales de Washington. Las organizaciones que empleaban a hombres como él habían proliferado como hongos en las orillas del Potomac, desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. Las cantidades de pilas de cadmio que necesitaría la industria electrónica en 1987; la precisión de impacto del misil M-X, según sus diferentes curvas de aproximación; la evolución de las condiciones socioculturales de Zambia, desde hoy hasta el año 2000: ningún tema escapaba a la competencia de los tecnócratas como Oglethorpe. Ni siquiera los problemas de superpoblación en las casas de tolerancia de América del Sur, ¡como había descubierto, con indignación, el senador William Proxmire!
Jeremy Oglethorpe pertenecía al prestigioso Stanford Research Institute, dependiente de la Universidad Stanford de Palo Alto, en California. Su especialidad se refería a las modalidades de evacuación de las ciudades en el caso de un ataque termonuclear soviético. Sin embargo, la palabra «evacuación» no figuraba nunca en sus informes. Dado que la burocracia gubernamental le encontraba un son tan pesimista como el del vocablo «cáncer», la habían cambiado por la pudorosa fórmula de «redespliegue de las poblaciones en caso de urgencia».
Durante treinta años, Oglethorpe se había consagrado a este problema con un celo al menos igual a la abnegación de la Madre Teresa para con los pobres de Calcuta. Había coronado su carrera con la publicación de una obra monumental, de 425 páginas, titulada
Condiciones del redespliegue de las poblaciones urbanas del pasillo nordeste de Estados Unidos
. Este documento había exigido la colaboración de veinte personas durante tres años y requerido créditos cuyo importe no se habría atrevido Oglethorpe a confesar. Desde entonces, se había dedicado al aspecto más arduo de su tarea: la ciudad de Nueva York. Indiscutiblemente, era el experto por antonomasia en los problemas de evacuación de la gigantesca metrópoli en caso de alarma nuclear. Sin embargo, no había vivido nunca en esta ciudad, a la que detestaba. Pero su desconocimiento total, sobre el terreno de las aglomeraciones cuya evacuación proyectaba, no había turbado nunca su conciencia profesional, ni la de sus superiores. Próximo a su jubilación, Jeremy Oglethorpe se preguntaba a veces si habría hecho tantos esfuerzos para nada.
Sin embargo, esta mañana del lunes 14 de diciembre, cuando faltaba menos de un día para la expiración del ultimátum de Gadafi, parecía que, al fin, había sonado su hora. Cuando empezaba a despachar sus huevos escalfados, sonó en el salón el timbre del teléfono. Y a punto estuvo de atragantarse cuando un coronel del Pentágono le anunció que el secretario de Defensa deseaba hablarle. Hasta ahora, nadie de categoría superior a la de jefe de servicio le había telefoneado a su casa. Dos minutos más tarde, subía a un automóvil oficial para ir a buscar a su oficina los documentos que necesitaría y correr después a reunirse con el alcalde de Nueva York en la pista de la base aérea de Andrews. Mientras el chófer arrancaba, Oglethorpe sintió un escalofrío en todo su cuerpo: ¡treinta años de su vida habían servido para preparar este instante extraordinario!
La llegada del psiquiatra holandés Henrick Jagerman provocó reacciones diversas en los extenuados consejeros que rodeaban a Jack Eastman en su despacho del ala Oeste de la Casa Blanca. Para la rubia Lisa Dyson, jefe de la sección libia de la CIA, representaba la promesa de una ráfaga de aire fresco en una reunión que se atascaba después de una noche de discusiones intensas y a veces tormentosas. El doctor Bernie Tamarkin, especialista norteamericano en negociaciones con los terroristas, veía llegar a su colega con el respeto de un joven violonchelista al encontrarse con Pablo Casals. La maciza figura que llegaba de Ámsterdam encarnaba, para Jack Eastman, la única esperanza de resolver esta terrible crisis de manera no violenta.
Hechas las presentaciones, el doctor Henrick Jagerman se sentó en el sitio que le indicó Eastman delante de él. Desde su sillón, veía la célebre rotonda con columnas de la presidencia de Estados Unidos. Su flema acostumbrada había sido puesta a dura prueba. Hacía menos de media hora que se hallaba aún encima del Atlántico saboreando, a una velocidad doble de la del sonido, el gastronómico almuerzo de Air France, servido por una bella azafata, mientras estudiaba la carpeta sobre Gadafi que le había entregado un agente de la CIA en la puerta del Concorde. Y ahora había sido impelido hasta el centro del poder de la nación más poderosa del mundo, para proponer una estrategia capaz de evitar una catástrofe de dimensiones inimaginables.
—¿Han establecido ya contacto con Gadafi? —preguntó, con su fuerte acento bátavo, cuando Eastman acabó de resumirle la situación.
—Por desgracia, todavía no. Se han establecido los circuitos de transmisión, pero Gadafi permanece inalcanzable.
Jagerman reflexionó, mirando al techo. Tenía una peca en mitad de la frente. Era su
tika
, según decía; la marca redonda que los hindúes se pintan en este sitio para representar el tercer ojo, el que percibe la verdad más allá de la realidad.
—De todas maneras, no hay prisa.
—¿Que no hay prisa? —se asombró Eastman—. Nos quedan menos de veintisiete horas para salir de esta ratonera, ¿y cree usted que no es urgente?
—Después del éxito de su experimento nuclear, nuestro coronel se encuentra probablemente en estado de erección psíquica, es decir, en pleno delirio paranoico.
El psiquiatra había dicho esto con la autoridad de un profesor de medicina explicando un diagnóstico a sus alumnos.
—Su explosión atómica le ha convencido de que posee desde ahora lo que había luchado por conquistar desde hacía años: el poder absoluto, total definitivo. Dicho en otras palabras: está bajo el dominio de una psicosis de fuerza. Ve sus objetivos al alcance de la mano: liquidar Israel, convertirse en líder indiscutible de los árabes, imponer su ley en el mercado mundial del petróleo. Entablar ahora conversaciones con él podría ser un error fatal. Vale más dejar que se enfríe la olla antes de levantar la tapadera para mirar en su interior.
Jagerman se pellizcó la nariz para destaparse los oídos, todavía ensordecidos por el rápido descenso efectuado por el Concorde a petición de las autoridades norteamericanas.
—Saben ustedes —siguió diciendo—, que, en una situación de esta clase, los primeros momentos son siempre los más peligrosos. Al principio, el cociente de ansiedad del terrorista es muy, muy elevado. Con frecuencia se halla en un estado histérico que puede impulsarle súbitamente a cometer algo irreparable. Hay que darle oxigeno, ayudarle a recobrar el aliento, dejarle expresar sus opiniones y sus quejas.
El holandés se irguió bruscamente.
—A propósito de ese enlace con Gadafi, confío en que se trate de una comunicación por radio o por teléfono, y de que podremos oír su voz, ¿no es cierto?
Eastman pareció confuso.
—Esto plantea un problema de seguridad…
—Es absolutamente preciso que oigamos su voz —insistió el psiquiatra—. Es esencial.
La voz de un hombre era para él una ventana indispensable sobre su psique, el elemento que le permitía captar su carácter, la modulación de sus emociones, y, eventualmente, predecir su comportamiento. En todos los casos de rehenes, Jagerman grababa todas las conversaciones con los terroristas y, después, escuchaba una y otra vez la cinta, buscando el menor cambio en el tono, en la elocución, en el vocabulario empleado.
—¿Quién tendrá que hablarle? —preguntó Eastman—. Supongo que el presidente.
—¡De ninguna manera! —protestó vivamente el psiquiatra—. El presidente es la última persona con quien debe establecer contacto. —Jagerman tomó un sorbo de café—. Nuestro objetivo es ganar tiempo, el tiempo que necesite la policía para descubrir la bomba. ¿Cómo podríamos dar largas al asunto y obtener un aplazamiento del ultimátum, si dejásemos que el jefe del Estado iniciase las negociaciones? Nos expondríamos a que Gadafi le pusiese entre la espada y la pared, le exigiese una respuesta inmediata.
El holandés comprobó con satisfacción que los reunidos estaban pendientes de sus labios.
—Por esta razón aconsejo siempre interponer un negociador entre el terrorista y la autoridad. Si el terrorista formula una exigencia apremiante, el negociador puede alegar que tiene que consultar a las personas que pueden otorgarle lo que pide. El tiempo —concluyó sonriendo— trabaja siempre en favor de la autoridad. A medida que transcurren las horas, los terroristas están menos seguros de ellos mismos, son más vulnerables. ¡Esperemos que éste sea el caso de Gadafi!
—¿Qué clase de persona debe ser el negociador? —preguntó Eastman.
—Alguien de cierta edad, tranquilo, que sepa escucharle, hacerle salir de eventuales pausas. En fin, una especie de padre como fue Nasser para él en su juventud. Esencialmente, alguien que le inspire confianza. Su táctica consistirá en hacerle comprender esto: «Simpatizo con usted y con sus objetivos. Quiero ayudarle a alcanzarlos».
El psiquiatra holandés conocía bien su oficio. Cinco veces había dialogado ya con terroristas para frenar sus pulsiones agresivas y conducirles, poco a poco, a tomar conciencia de la realidad y, por fin, a aceptar el papel que él les atribuía: el de héroes generosos que perdonaban la vida a sus rehenes.
Su táctica había dado brillantes resultados cuatro veces. «Hoy, valía más no pensar en el fracaso de la quinta!», dijo para sus adentros.
—El primer contacto será decisivo —siguió diciendo—. Gadafi debe comprender desde el primer momento que le tomamos en serio. —Paseó su mirada viva y clara por toda la estancia—. Considerando la enormidad de su chantaje, lo que yo recomiendo quizá les parezca grotesco, pero es un elemento vital de nuestra estrategia. Hay que empezar diciéndole que tiene razón, que no sólo son legítimas sus quejas contra Israel, sino que estamos dispuestos a ayudarle a encontrar una solución razonable.