—¿Recuerdas que aspecto tenía?
—Bueno era un hombre como otro cualquiera, ¿sabe? ¿que más puedo decirle? —Un hombre. Ni más ni menos.
—Estamos perdiendo el tiempo, Angelo —se impacientó Jack Rand—. Pasemos al muelle siguiente.
—De acuerdo hijito; enseguida.
Mostró al descargador la hoja que sostenía Picardi.
—¿Y el compañero que se ocupó del cargamento contigo? ¡Dónde está?
—Ha ido a jugar a las cartas en la cantina —dijo el descargador.
—Muy bien. Nos detendremos allí un momento; hijito, y después nos largaremos.
Antes de que Rand tuviese tiempo de iniciar una protesta, el policía neoyorquino apoyó una de sus manazas en su hombro.
—Tú tienes prisa, y yo también—. Arrancó la hoja del muelle de las manos de Picardi y señaló el número de matrícula del camión que había venido a recoger los barriles—. Mientras yo voy a la cantina, ve tú a telefonear a Hertz y procura enterarte de la agencia en que fue alquilado este camión y a nombre de quien se suscribió el contrato de alquiler.
Angelo volvió de la cantina en menos de cinco minutos, sin haber podido sacar nada a los jugadores de cartas. Rand le tendió una hoja de papel con los datos concernientes al camión Hertz. Este había sido alquilado en la agencia de la Cuarta Avenida, de Brooklyn, precisamente detrás de los
docks
, el viernes a las 10.30 de la mañana, muy poco antes de la hora de la entrega consignada en la hoja del muelle. El cliente lo había devuelto en la tarde del mismo día y había pagado con una tarjeta de crédito del American Express. Su permiso de conducir, del Estado de Nueva York, estaba a nombre de Gerald Putman, con domicilio en Interocean Exports, 123 Cadman Plaza West, Brooklyn Heights.
Angelo repitió el nombre y la dirección con aire satisfecho.
—¡Bravo, hijito! Sólo hace falta comprobarlo. Una breve llamada telefónica ¡y quedaremos tranquilos!
Encontró en la guía telefónica el número de Interocean, y llamó inmediatamente. Rand oyó que daba su nombre y su condición a la telefonista y que pedía que le pusiese con Mr. Putman. Durante la pausa que siguió, Angelo soltó una carcajada, tomando a Rand y a Picardi por testigos:
—¿Conocéis a algún camionero que tenga secretaria?
Recobró su seriedad para hablar con la susodicha secretaria:
—Sí, señorita; es personal… ¿Mr. Putman? Soy el inspector Angelo Rocchia, de la brigada criminal. La agencia Hertz, de la Cuarta Avenida, en Brooklyn, nos ha informado de que usted alquiló uno de sus camiones el viernes pasado, a eso de las diez de la mañana, y quisiéramos…
Rand, desde un metro de distancia, oyó la voz de Putman que gritaba en el teléfono:
—¿Qué? Está usted en un error, inspector! El viernes por la mañana no me moví de mi oficina. Lo recuerdo muy bien. Fue el día en que perdí mi cartera. Pensaba que me llamaba usted para decirme que la habían encontrado.
El cuartel general encargado de coordinar las operaciones de busca, del que el equipo Rocchia-Rand no era más que un grano de arena, empezó a funcionar a media mañana del 14 de diciembre. Elegido por Quentin Dewing, el director del FBI venido de Washington, el lugar ofrecía condiciones ideales de secreto. Enterrado a tres plantas por debajo del tribunal de Foley Square, el puesto de mando de «alerta» de la ciudad de Nueva York había sido tan raramente utilizado, que casi todo el mundo, empezando por los periodistas acreditados cerca de la Alcaldía, había olvidado su existencia. Era un gigantesco subterráneo dividido en una serie de salas donde todo tenía un siniestro color gris: las paredes, el suelo, los muebles e incluso las caras de los policías que montaban la guardia de día y de noche.
Con la metódica eficacia que daba fama al FBI, Dewing había transformado, en un tiempo récord, el puesto de mando dormido en colmena zumbadora. Cincuenta
Feds
ocupaban el puesto telefónico, con la tarea de centralizar las informaciones concernientes a los árabes llegados a la región de Nueva York en el curso de los seis últimos meses. Cada agente disponía de una línea. Algunos se mantenían en contacto permanente con el Servicio de Inmigración de Washington y con los colegas que revisaban en los aeropuertos las tarjetas de desembarco modelo I-49. Sobre una mesa se hallaba un miniordenador que servía de banco central de identificación. Cada nombre y cada dirección transmitidos eran inmediatamente confiados a su memoria. Toda persona de origen árabe que no era encontrada y exculpada en el plazo de una hora, veía inserto su nombre en una ficha de prioridad especial.
Al Feldman, jefe de inspectores de la policía neoyorquina, escuchaba con admiración el ininterrumpido alud de nombres y direcciones comunicados a los coches del FBI distribuidos en toda la región de Nueva York.
—¡Romeo 19! Ocúpese del llamado Ahmed Attal. Deletreo: Arizona, Tennessee repetido, Arizona, Luisiana. Vive en el 1904, Cuarta Avenida, Brooklyn.
La operación que se desarrollaba en la pieza contigua era más impresionante aún. Coordinaba las investigaciones en los muelles. Planos que mostraban los novecientos ochenta kilómetros del
waterfront
de Nueva York y de Nueva Jersey cubrían las paredes. Cada uno de los doscientos amarraderos figuraba en el plano correspondiente. Allí se inscribían también los nombres de los barcos que habían descargado mercancías procedentes de Trípoli, Bengasi, Lattaquié, Adén o Basora, así como la fecha de su llegada al puerto de Nueva York. En cuanto un equipo descubría la entrada de una mercancía sospechosa, telefoneaba los datos del consignatario. Si la entrega se había hecho en la zona de Nueva York, el Puesto de mando lanzaba sobre su pista un equipo de la aduana o de la oficina de estupefacientes. Si la mercancía había sido expedida fuera de Nueva York, un agente de la oficina más próxima del FBI era enviado en su busca.
Feldman cruzó la estancia, se detuvo y contempló con irónica sonrisa, el trabajo de hormigas de los
Feds
.
—¡Oiga, Detroit! Tenemos para ustedes un envío de quinientas cajas de dátiles procedentes de Basora. El consignatario es Marie´s Food Products, 1132-A, Dearborn Avenue.
Romeo 14 acaba de comprobar los doce fardos de pieles procedentes de Lataquié, descargados del S/S
Prudential Eagle
el 19 de noviembre en el muelle 32 de Port Elizabeth. Nada anormal.
¡Scanner 6! «Scanner» era el nombre en clave que se daba a los agentes de aduanas. Ocúpense de doscientos cincuenta bidones de aceite de oliva llegados de Beirut para Paradise Spully, 1476 Decatur, Brooklyn.
Dewing había instalado su oficina en la estancia destinada al alcalde para el caso de alarma nuclear. En la sala contigua funcionaba una batería de receptores múltiples, por los que llegaba un caudal ininterrumpido de informaciones procedentes de los ficheros de la CIA y del FBI, así como de sus enlaces extranjeros.
Clifford Salisbury, el agente con perilla de la CIA estudiaba metódicamente el expediente de cada terrorista y seleccionaba los individuos de cierto nivel intelectual que hubiesen residido algún tiempo en Estados Unidos. «¡Magnífico! —pensó Feldman, viendo el montón de fotografías que crecía sobre la mesa—. Pronto tendrá un centenar… Que no le servirán absolutamente para nada… ¿Qué va a hacer con todos esos retratos? ¿Mostrarlos a los cafeteros de Brooklyn?: “Dígame, ¿ha visto por casualidad a este tipo? ¿Y a ése? ¿Y a aquél?” Después de tres o cuatro fotos, al hombre le dará vueltas la cabeza. En realidad, ¡estará tan aturrullado que será incapaz de reconocer la cara de su propio hermano!»
Feldman sacó un Camel de un paquete arrugado. Respetaba el cuidado con que actuaba el FBI. La mayor parte de las grandes investigaciones partían de una amplia base y convergían poco a poco, si había un poco de suerte, hacia un punto preciso. Un sistema de resultados probados. A condición de disponer de ocho a diez días. «Lo malo —pensó— es que este tipo de la CIA olvida que disponemos de menos de treinta horas. Gadafi habrá pasado la ciudad por la sartén cuando él estará todavía en la fase III de su investigación. Para que todo este trabajo sirviese de algo, tendría que proporcionarnos la información decisiva, la foto de la única cara que hay que buscar entre la multitud. ¡Y muy pronto!»
La entrada del oficial de la policía neoyorquina encargado de espiar los barrios árabes de Brooklyn sacó a Feldman de sus reflexiones. Era un joven virginiano con la corpulencia de un tercera línea de rugby. Como daba pruebas de un perfecto eclecticismo, sus superiores le habían confiado también la vigilancia de los organismos israelíes. Pero sus informes no contenían nada realmente significativo. Sólo vagos chismes recogidos en la abacería de la esquina, o de labios de un confidente de ocasión, tales como: «Se sospecha que la sociedad de la Media Luna Roja árabe, del 135 de Atlantic Avenue, presentó una petición de mención fiscal, recauda fondos para la OLP». O bien «El café de Damasco, del 204 de Atlantic Avenue, es visitado a menudo por partidarios de Georges Habbche». De hecho, desde que una ley sobre libertad de información autorizó a cualquier ciudadano a meter las narices en todos los archivos oficiales, la policía neoyorquina procuraba que ningún dato importante figurase jamás en sus legajos. El buen material se almacenaba en un cuaderno secreto que los oficiales de información guardaban bajo el brazo, a salvo de todas las miradas indiscretas. El del virginiano contenía este lunes catorce de diciembre una lista de treinta y ocho sospechosos de la OLP, en su mayoría jóvenes inmigrantes palestinos pobres, que vivían en los sectores lindantes con los barrios negros de barracas de Bedford Stuyvesant.
—Al menos nosotros sabemos dónde están nuestros sospechosos —comentó Feldman, dirigiéndose al virginiano—. Páselos por el tamiz e interróguelos a fondo. Compruebe todo lo que hicieron durante las últimas setenta y dos horas.
—¿Con qué pretexto jefe?
—Con cualquiera. Comprobación de identidad… De todas maneras, todos ellos deben de estar en situación más o menos irregular.
—¡Señor! Si hacemos esto se nos echarán encima todos los defensores de los derechos civiles de la ciudad.
Feldman estaba a punto de responderle que, dentro de unas horas, tal vez ya no habría habitantes ni, por ende, derechos civiles que defender, cuando un guardia le interrumpió.
—¡Al teléfono, jefe!
Era Angelo Rocchia. El jefe de inspectores no se sorprendió de que Rocchia le llamase directamente, saltándose la vía jerárquica. Conocía a los sabuesos de su jauría, verdaderos fisgones capaces de hacer brillar su blasón en el piso superior, y siempre les había animado a dejarse llevar por su instinto y a acudir a él personalmente cuando tuviesen algún problema.
Escuchó el relato de Angelo, mientras tomaba notas.
—Corre al despacho de ese tipo de Brooklyn y mira si puedes averiguar algo sobre el ratero que le quitó la cartera —le ordenó, inmediatamente—. Enviaré otro equipo para remplazaros en los muelles.
Mientras hablaba, había marcado en otro teléfono el número de Tommy Malone, jefe de la Brigada de Rateros.
—Recoja las fotos de todos los
picks
que trabajan en Brooklyn, le dijo y corra al 123 del Cadman Plaza West.
—¿Algo nuevo, jefe? —preguntó el virginiano.
—Francamente, me extrañaría —gruñó Feldman, levantándose con aire perplejo.
Salió y dio unos pasos en dirección a un rincón donde había visto una cafetera puesta a calentar sobre una placa eléctrica. Se sirvió una taza de café hirviente y, aprovechando un momento de respiro trató de poner un poco de orden en sus pensamientos. Se llevaba la taza a los labios cuando algo atrajo su mirada. Fijado en la pared, detrás de la cafetera había un viejo cartel de defensa pasiva, con el distintivo familiar de un triángulo blanco dentro de un círculo negro. Reconoció la marca de la imprenta federal y leyó el título: «Consejos a seguir en caso de ataque termonuclear».
Seguían siete recomendaciones: «Aléjense de las ventanas», decía la primera. Feldman recorrió la lista.
«5. Aflójense la corbata, desabróchense las mangas de la camisa y cualquiera otra prenda ajustada.
»6. En cuanto perciban el relámpago incandescente de la explosión nuclear, dóblense hacia delante y sujeten firmemente la cabeza entre las rodillas».
Al llegar a la última línea, Feldman soltó una carcajada. «Ninguna recomendación —pensó—, podía resumir mejor el espantoso follón en que se hallaban metidos aquella mañana»:
«7.
Kiss your ass goodbye
» («¡Den a su trasero un beso de adiós!»)
—Voy a decirte como se hace esto en esta puerca ciudad…
«¡Ya está! —pensó Jack Rand, exasperado—. Ahora volverá con sus discursos».
—En Nueva York —explicó Angelo Rocchia al joven
Fed
de Denver—, casi todos los carteristas trabajan por encargo. Un perista va en busca de un ratero al que conoce y le dice: «Hola, Charlie, tengo que comprar un televisor en color a mi vieja. Necesito papel y plástico fresco para mañana». «Plástico» quiere decir tarjetas de crédito. El perista recalca: «Tiene que ser realmente fresco; no más de dos o tres horas», es decir, antes de que la víctima haya tenido tiempo de avisar al American Express o al Diners club de que le han birlado sus tarjetas de crédito. El ratero cumple el encargo. Se guarda la pasta, si la encuentra en la cartera, y recibe dos o trescientos pavos por los documentos de identidad y las tarjetas de crédito. No está mal, ¿eh?
A las pocas manzanas, la decoración cambió por completo. No habían pasado aún cinco minutos desde que habían salido de los muelles, cuando se desvaneció el desolador espectáculo de los tugurios de los
docks
y fue sustituido por las calles estrechas del barrio viejo de Brooklyn Heights, con sus hoteles particulares de
brownstone
, adornados con graciosas escaleras exteriores, elegantes pasamanos de hierro forjado y aceras plantadas de árboles cuidadosamente recortados.
—¿Y crees que ha sido esto lo que le ha pasado a la cartera del tipo al que vamos a ver? —preguntó el
Fed
.
—Podría ser.
—¿Cuántos carteristas crees que hay en Nueva York?
Angelo emitió un ligero silbido, mientras introducía su Chevrolet entre dos hileras de coches, para arrancar en cabeza cuando el semáforo se pusiese verde.
—Trescientos, cuatrocientos, quinientos…, ¡quién sabe!
Rand colocó su muñeca debajo de la nariz de Angelo y golpeó con un dedo el cristal de su Seiko.