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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (36 page)

BOOK: El quinto jinete
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—¿Y bien?

—¡Se llegó a la conclusión de que era absolutamente imposible!

El jefe de policía frunció el ceño.

—Bueno, siéntese, Walsh, y escuche lo que tiene que decirnos el especialista de Washington.

Lleno de curiosidad, el oficial de policía acomodó su corpachón en el canapé azul del jefe. Observó cómo se situaba Oglethorpe delante de sus planos. Le pareció reconocer vagamente la cabeza que se agitaba encima del cuello con corbata de lazo blanca y negra.

Oglethorpe asió un puntero.

—Afortunadamente, el problema de la evacuación de Nueva York es uno de los que hemos estudiado con mayor cuidado —empezó diciendo, con sorprendente optimismo—. Es inútil decirles que se trata de una empresa colosal. El plazo mínimo que hemos logrado en nuestros simuladores para vaciar la ciudad es de tres días.

—¡Tres días! —gimió Abe Stern—. ¡Y ese maldito árabe no nos da siquiera treinta horas!

—Situemos el problema —siguió diciendo Oglethorpe—. Manhattan es una isla muy alargada y debemos considerar también la evacuación de numerosos sectores vecinos, fatalmente situados en la zona de peligro.

—¿A cuántas personas afectaría esto? —preguntó Abe Stern.

—¡A once millones!

El alcalde emitió un gruñido de desesperación. El teniente Walsh observó al viejo con simpatía. En cuanto a su curiosidad, había quedado satisfecha. «¡Jesús! —se dijo—. ¡Sólo una amenaza de explosión atómica puede justificar que se quiera evacuar a once millones de personas!»

—La primera medida a tomar —prosiguió amablemente el experto de Washington—, será cerrar todas las vías de acceso a la ciudad e implantar en ellas la dirección única hacia el exterior. Lo malo es que sólo el veintiuno por ciento de los habitantes de Manhattan tiene coche. —Oglethorpe se hallaba ahora en su elemento, repartiendo estadísticas, cifras y datos—. Lo cual quiere decir que el ochenta por ciento de la población deberá huir por otros medios. Habrá que requisar los autobuses y echar mano a todos los camiones. Por fortuna, se podrá emplear el metro. Habrá que utilizar todos sus vehículos hacerlos circular por las vías rápidas y ordenar a los maquinistas que pongan toda la carne en el asador. Habrá que enviar el máximo en dirección al Bronx. Que la gente vaya hasta la terminal, y siga después a pie.

—¿Se imagina usted cómo van a gozarla los ladrones? —interrumpió el jefe de policía, recordando las escenas de pillaje que habían acompañado el gran apagón de 1977.

—Ciertamente, no faltarán ladrones —reconoció Oglethorpe—. Pero si hay individuos dispuestos a correr el riesgo de hacerse desintegrar por un televisor en color, como si Manhattan tuviese que seguir allí el miércoles por la mañana, ¡qué importa!

—¿Y dónde va a evacuar esos millones de personas? —preguntó Abe Stern—. No puede dejarlas tiradas en la calle con un frío polar.

Ninguna pregunta podía pillar desprevenido a Oglethorpe. Hinchó el pecho y se ajustó la corbata de lazo.

—Señor alcalde, la evacuación de las poblaciones en caso de urgencia se funda en el concepto de zonas llamadas de riesgo y de zonas llamadas de asilo. Todo el problema consiste en sacar el mayor número posible de personas de las zonas de riesgo superpobladas y llevarlas a las zonas de asilo poco pobladas. Dado el brevísimo plazo de que disponemos, pediremos a las zonas periféricas que acojan a los refugiados.

«¡Maravilloso! —pensó, boquiabierto, el teniente Walsh—. ¿Te imaginas la cara que pondrá el jefe de policía de Scarsdale cuando le digan: “Jefe, le envían medio millón de nuestros mejores negros de Harlem a pasar el fin de semana”?»

—¿Y los viejos, los inválidos, los que no pueden valerse? —apremió el alcalde.

Oglethorpe encogió tristemente los hombros.

—Habrá que decirles que bajen al sótano y se encomienden a Dios.

Oglethorpe lo había previsto todo en un monumental estudio de 195 páginas. Todo estaba allí maravillosamente descrito, analizado, clasificado. Resultaba que había 3.800.000 viviendas en la zona de peligro nuclear, ocupadas, por término medio, por tres personas; que, en cada sector postal de Manhattan, había una media de 40.000 habitantes, 19.400 viviendas y 4.300 automóviles; que se podrían utilizar 310 diez aviones comerciales de 200 plazas que despegando de ocho aeródromos y a razón de 71 vuelos por hora durante tres días, permitirían evacuar por vía aérea 511.200 habitantes. Vagones, locomotoras, maquinistas, todo lo referente a las seis redes ferroviarias que servían a Nueva York, había sido calculado. Todas las cadencias de tráfico imaginables habían sido simuladas por ordenador, para llegar a una rotación de convoyes que permitiese una evacuación masiva de 80.000 habitantes por hora. El inventario de los transportes marítimos había sido objeto de una atención no menos minuciosa. Transbordadores, remolcadores barcazas, plataformas, dragas y golondrinas del puerto, eran también otros tantos medios de evacuación. Por último, Oglethorpe se había pasado semanas trazando en los mapas de carreteras los itinerarios más rápidos para que la población pudiese escapar al holocausto. Sí, todo había sido pensado con implacable rigor: incluso el hecho de que había en Manhattan 250.000 habitantes capaces de rebelarse si no podían llevarse sus perros, gatos, canarios y peces rojos; y que medio millón de neoyorquinos no tenían maleta. Pero el plan estaba calculado para tres días: tres días de evacuación metódica ordenada, no de loca carrera hacia los puentes, cómo la que hoy imponía la urgencia del caso.

Oglethorpe sacudió la cabeza, como para borrar la visión de pesadilla que turbaba de pronto su meticulosa mente.

—Desde luego, las carreteras y el metro deberán constituir nuestros principales medios de evacuación —siguió diciendo—. Habrá que mantener a toda costa un tráfico regular del alud de automóviles que abandonen la ciudad. Esto puede conseguirse de varias maneras. Una de ellas es escalonar las salidas por orden alfabético, previa difusión de las correspondientes instrucciones por radio y televisión. Por ejemplo: los vehículos pertenecientes a los vecinos cuyos apellidos empiecen con la letra A emprenderán la marcha inmediatamente. Otra sería a base de los números pares o impares de matrícula. Y otra según los distritos postales. Eligiendo en primer lugar los barrios más amenazados del centro de Manhattan.

—Señor experto —le interrumpió el jefe de policía—, olvida usted que esta ciudad es una isla. Habrá coches que tendrán averías, que se calentarán, que se quedarán sin gasolina, y bloquearán las carreteras, los túneles, los puentes. ¿Recuerda las atroces fotografías del éxodo de 1940 en las carreteras de Francia?

Cada vez más abrumado, Timothy Walsh cruzaba y descruzaba las piernas. «Estoy soñando —se decía—. ¡Todos esos planos, y gráficos, y previsiones!» Observó, compasivo, al alcalde y al jefe de policía. ¡Tenían un aire tan patéticamente absorto! Como si esperasen, en el fondo de sus corazones, que el bello discurso pudiese materializarse de alguna forma. Se decidió a intervenir:

—Escuche, señor experto; no estoy seguro de que sepa usted muy bien cómo se desarrollan las cosas en esta ciudad de Nueva York. ¿Pretende hacer usted una evacuación por orden alfabético? ¿Decir a Mr. Abott que suba a su coche y se largue el primero? ¿Se imagina que Mr. Rodríguez se quedará sentado en Brooklyn, mirando cómo se salva Mr. Abott? Yo le diré lo que hará Mr. Rodríguez: se plantará en la esquina, con su pistolita de los sábados por la noche, y dirá a Mr. Abott que se apee de su cacharro y continúe su camino a pie. Y será él quien saldrá pitando en su lugar.

Oglethorpe protestó, indignado:

—¡La policía estará allí para impedir esta clase de incidentes!

—¿La policía? ¡Está de broma! ¿Qué le hace pensar que los polis obedecerán? Puede estar seguro de que la mitad de ellos correrán hacia la esquina más cercana, empuñando su P 38. Como Mr. Rodríguez. Para detener al primer cacharro que pase y largarse también hacia los montes. —Walsh sacudió sus anchos hombros—. Su hermoso plan podría dar resultado si se tratase de una tropa de soldados bien instruidos. ¡Pero aquí tendrá que habérsela con una horda de paisanos aterrorizados!

—¡Calma, Walsh! —le atajó el jefe de policía, el cual sabía que su teniente tenía razón.

—¿Cómo piensa avisar a la población? —preguntó el alcalde, rebullendo en su asiento.

El teniente Walsh cazó la pregunta al vuelo.

—Yo puedo decirle, señor alcalde, cómo NO PODRÁ avisar a la población. ¡No podrá avisarla con sus sirenas municipales! ¡Dejaron de funcionar!

Walsh aludía a la red de setecientas sirenas instaladas en Nueva York en los años cincuenta por el gobernador Rockefeller, en los tiempos de la guerra fría. La mayor parte de ellas acababan hoy de enmohecerse sobre un tejado olvidado. Incluso había habido una que había estado a punto de aplastar a una transeúnte en Herald Square, al caer en el vacío.

—Emplearemos la radio y la televisión —respondió Oglethorpe, sin inmutarse—, para mantener un contacto directo y permanente con la población. Todos nuestros mensajes deberán ser lo más concretos posible. La gente debe tener la impresión de que ejecutamos un plan metódico, de que nada se ha dejado al azar, de que nos ocuparemos de ella cuando llegue a su destino, de que se han empleado todos los medios para evitar el pánico.

Se volvió a uno de sus cuadros. El titulo rezaba en grandes caracteres: «DEBEN LLEVARSE».

—Podemos mostrar este cuadro en la televisión a fin de que la gente sepa lo que debe llevar consigo.

Walsh fijó en la tabla sus ojillos redondos como canicas: «Calcetines de recambio, un termo de agua potable, un abrelatas, velas cerillas, una radio de transistores, un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, una caja de Tampax, un rollo de papel higiénico, un tubo de aspirinas, la tarjeta de la Seguridad Social». Oglethorpe volvió la tabla. Había una segunda lista al dorso, bajo el título de «NO DEBEN LLEVARSE». Se reducía a tres artículos: armas de fuego, estupefacientes y alcohol.

«¡Ese experto es genial! —pensó, asombrado, Timothy Walsh—. ¡Ha seleccionado precisamente las tres cosas sin las cuales ningún habitante de esta ciudad pensaría en largarse en caso de peligro!»

Oglethorpe hinchó de nuevo el pecho.

—Es cuestión de organización. Lo más importante es que dominemos el asunto. Quisiera proceder inmediatamente a un reconocimiento en helicóptero de las vías de salida. Después me gustaría ir al Bronx para visitar la dirección del metro de Jay Street.

«¡Santo Dios! —pensó Walsh, sobresaltado. Jay Street está en Brooklyn. Ese tipo quiere salvar Nueva York, ¡y ni siquiera conoce la diferencia entre Brooklyn y el Bronx!»

—¡Un momento, por favor! —farfulló Abe Stern—. Me parece que han olvidado ustedes un elemento esencial. Esta ciudad posee uno de los mejores sistemas de refugios antiaéreos del mundo. ¿Qué esperamos para servirnos de ellos?

Oglethorpe exultó: como viejo experto en protección civil, no necesitaba que le recalcasen el interés de los refugios neoyorquinos, que habían sido preparados también en los años cincuenta. El cuerpo de ingenieros del Ejército de Estados Unidos y el Departamento Municipal de Obras Públicas habían inventariado dieciséis mil bodegas y locales subterráneos, capaces de albergar a seis millones y medio de habitantes. El presupuesto municipal y la ayuda federal habían gastado millones de dólares para proveer a estos refugios de víveres y material para la supervivencia de sus ocupantes durante catorce días: bombones vitaminados y galletas proteinadas, en un envoltorio encerado especial, a razón de doce galletas por persona tres veces al día, que proporcionaban la ración mínima de supervivencia de 750 calorías; botiquines de urgencia; penicilina; agua potable, cuyos recipientes podían transformarse en W. C. químicos; papel y toallas higiénicos. E incluso contadores Geiger en miniatura, a fin de que los supervivientes pudiesen, trepando a la superficie, medir el grado de radiactividad de las ruinas acumuladas sobre sus cabezas.

—Desde luego,señor —se pavoneó Oglethorpe—, esos refugios constituyen un elemento capital de mi programa. En particular, para las personas que no tengan posibilidad de huir. Bastará con decirles que se metan de cabeza en ellos. Quisiera proceder urgentemente a una rápida inspección de alguno de esos locales, en compañía del teniente Walsh, a fin de apreciar su capacidad de albergue.

—¡Adelante, pues! —dijo el alcalde—. ¡Con tal de que esté de vuelta a las tres y media, con un plan de evacuación que pueda realizarse inmediatamente!

Oglethorpe y Walsh salieron a toda prisa. Entonces, el jefe de policía Bannion se volvió al alcalde. Hacía veinte años que eran amigos.

—¿Qué piensas de todo esto, Abe? —le preguntó.

—Si quieres que te diga la verdad, Michael he dejado de pensar… Más bien trato de rezar. Pero me doy cuenta de que sirvo poco para esto.

En París, eran poco menos de las cinco de la tarde del lunes 14 de diciembre, cuando el general Henri Bertrand, director del SDECE, volvió a su despacho después de su entrevista con Paul Henri de Serre, el ingeniero que había dirigido la construcción del reactor nuclear vendido por Francia a Libia. Sobre su mesa había cuatro estuches enviados por la DST. Contenían los expedientes relativos a todos los franceses que habían participado en el proyecto atómico libio, así como las transcripciones de escuchas de todas las conversaciones telefónicas que habían sostenido con Francia.

Estas transcripciones sólo representaban una ínfima parte de la cosecha recogida diariamente por el laboratorio de telecomunicaciones de la DST. El tal laboratorio estaba instalado en lo alto del Cuartel General de la Rue des Saussaies, detrás del Ministerio del Interior. En salas herméticas, donde no entraba un solo grano de polvo, los técnicos manipulaban toda una serie de aparatos ultrasensibles, capaces de registrar las emisiones y las comunicaciones telefónicas internacionales que tenían por origen o por destino el territorio francés. La cosecha era almacenada en un ordenador y, después, «triada» electrónicamente, según una gama de claves que permitían el aprovechamiento instantáneo de los datos recogidos.

Bertrand empezaba a examinar aquellos documentos cuando sonó su teléfono. Era Patrick Cornedeau, su consejero científico.

—Jefe —dijo éste—, hace una hora que han llegado los informes de inspección de la agencia de Viena. Acabo de estudiarlos. Tendría que verle a usted inmediatamente.

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