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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (38 page)

BOOK: El quinto jinete
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Angelo se detuvo ante la primera cabina pública. Momentos más tarde, volvió a salir con aire alegre que no podía pasar inadvertido a sus dos acólitos del coche. Se puso al volante del Chevrolet y se volvió a Rand:

—Dime, lobezno, ¿te acuerdas de la jeta del tipo al que hurtaron la cartera?

—¡Desde luego!

—¿Podrías describirla?

El
Fed
puso cara de asombro.

—Piel mate… pelo rizado… ojos claros… ¿Por qué?

Angelo lanzó una carcajada de satisfacción.

Son exactamente las características del retrato robot que el colegio de identificación judicial, enviado por Feldman a nuestro muelle de Brooklyn, ha hecho del chófer del camión que fue a buscar los barriles el viernes.

—¿Quieres decir que ese Mr. Putman fue…?

—¡Que no, cretino! No él, sino un tipo que se le parece lo bastante para utilizar sus documentos… ¡Un verdadero trabajo a la medida! Y esto no es todo, amigo mío —añadió triunfalmente Angelo—, sino que parece que los compadres enviados en busca de los barriles los han encontrado… Acaban de llamar al puesto de mando: el lugar es una especie de casucha, con un gran garaje en la parte de atrás. Todos los barriles consignados en el manifiesto del
Dyonisos
están allí… Todos, menos uno.

>Una idea acudió enseguida a la mente de Bill Booth, mientras el
Fed
que le conducía trataba de deslizarse entre el tráfico de las estrechas y atestadas calles del bajo Manhattan. Las informaciones concernientes a los inmuebles que había que registrar, el espesor de los muros, de los techos y de los tejados; la naturaleza de los materiales empleados en la construcción —siempre facilitaban el trabajo de sus brigadas de búsqueda de explosivos nucleares.

—Esa ciudad de casas baratas, ¿fue construida por el municipio?

Antes de que el chófer tuviese tiempo de responderle, Booth había empuñado el micro de la radio y llamado a su jefatura.

—Envíen urgentemente a un muchacho a buscar en el Ayuntamiento los planos de ejecución de la ciudad Baruch —ordenó—. Que me los lleve a la esquina de Houston y Columbia.

Al llegar a Houston Street, Booth vio una de sus furgonetas pintadas con los colores rojo y blanco de Avis. Nada la distinguía de un vehículo corriente de transporte. Sin embargo, era uno de los doscientos laboratorios científicos rodantes que se paseaban aquel lunes por la mañana a través de Manhattan. Cuatro minúsculos discos metálicos y una corta antena fijados en la carrocería estaban conectados a un detector de boro y un scanner de germanio. Estos aparatos eran capaces de detectar los rayos gamma y los neutrones emitidos por el polvo mas ínfimo de plutonio. Habían sido conectados a un miniordenador provisto de un osciloscopio y de una pantalla de control. El ordenador podía no solo identificar el origen de los rayos gamma a gran distancia —la distancia exacta se mantenía en secreto— sino también determinar la naturaleza de los isótopos y del elemento del que procedían.

Booth reconoció al hombrón bronceado que se sentaba al lado del chófer de la furgoneta. Doctor en Física por la Universidad de Berkeley, el californiano Larry Delaney era diseñador de ingenios nucleares del laboratorio de Livermore. Había adquirido su tono bronceado escalando los vertientes de Sierra Morena los fines de semana.

—No registramos nada —dijo, con aire contrariado.

Booth levantó la mirada hacia la masa compacta de casas que se recortaba contra el cielo con la falta de elegancia característica de las construcciones municipales.

—¡No es de extrañar! Debe de venir de allá arriba.

Continuó su examen. Quince pisos. Al menos ochocientos apartamentos y cinco mil inquilinos. Trajina allá dentro sin llamar la atención no era tarea fácil.

Un segundo coche del FBI se deslizó detrás de ellos. Un agente se apeó de él y le tendió un grueso rollo de planos.

El jefe de las brigadas Nest subió a la furgoneta, donde otro
Fed
estaba colgando del cuello del californiano Delaney un micro del tamaño de una medalla, gracias al cual podría comunicar cada minuto sus maniobras en las casas baratas. El
Fed
le colocó después en el oído un microrreceptor que le permitiría captar las informaciones de su aparato de detección y, al mismo tiempo, recibir instrucciones.

Booth desenrolló los planos de construcción de las casas baratas sobre sus rodillas. «¡Auténticas conejeras! —pensó—. ¡Cuántos políticos y traficantes debieron de llenarse los bolsillos con eso! ¡Bah! Al menos la delgadez de las paredes y la fragilidad de los materiales facilitarán la búsqueda… Los techos y los suelos de las casas de ciudad Baruch no privaran el paso de las radiaciones. ¡Si las hay!»

—Bueno —anunció, después de su examen—, registraremos los seis pisos superiores. Aunque, prácticamente, es imposible que encontremos lo detectado por el helicóptero por debajo de los cuatro últimos pisos. Vosotros dos ocupaos de la casa A. Si os preguntan algo, decid que sois agentes de seguros. ¿De acuerdo?

El
Fed
neoyorquino que había de acompañar a Delaney hizo una mueca.

—En este barrio, los agentes trabajan más bien en recuperar la pasta de las cajas de crédito —aclaró.

—¡Justo! —convino Booth.

Acercarse a un ingenio explosivo colocado por terroristas era la fase más delicada y peligrosa de la operación, pues éstos solían estar dispuestos a todo para defender su bomba. Los hombres de las brigadas Nest iban desarmados, y su protección incumbía a los agentes del FBI que los seguían como su sombra.

Para explorar la casa B, Bill Booth había elegido uno de sus ingenieros negros, y, como escolta de éste, una
Fed
también de color. Se harían pasar por un joven matrimonio en busca de un apartamento.

Larry Delaney salió de la furgoneta con su detector de radiaciones portátil.

El aparato apenas abultaba más que una cartera de documentos o uno de esos pequeños muestrarios que suelen llevar los representantes comerciales. El rostro del físico-alpinista había palidecido.

—¿Nervioso? —preguntó, inquieto, Booth.

Delaney asintió con la cabeza. Booth le dio unas palmadas en el hombro.

—¡Bah! No te preocupes. ¡Por fin vamos a encontrar nuestra primera bomba!

—¿La bomba? No es la bomba la causa de mi cobardía —protestó Delaney—. Tengo miedo de que algún tipo de allá arriba —y señaló los tristes cubos de hormigón— ¡me clave un cuchillo entre los omóplatos!

Cuando Delaney y el físico negro hubieron desaparecido en el bloque con sus guardaespaldas, Booth formó otros tres equipos para los demás inmuebles. Después, con ayuda de los planos de las construcciones, siguió por radio su progresión, de un piso a otro, de un apartamento a otro, desde la decimoquinta hasta la décima planta. Delaney fue el último en terminar la exploración de su inmueble. Ningún detector había captado la menor radiación, ni siquiera las emitidas por un despertador de esfera luminosa.

—No comprendo nada —gruñó el jefe de las brigadas Nest—. Después de los fuegos artificiales registrados por el helicóptero, ¡no se percibe una sola chispa! ¡Esto no tiene sentido! —Reflexionó un momento—. Haced volver el helicóptero, mientras acaban de explorar los pisos noveno y octavo.

Minutos más tarde, Booth oyó desde el fondo de su furgoneta el zumbido del aparato y, después, la estupefacta voz del técnico que evolucionaba encima de las casas baratas:

—Las radiaciones han desaparecido. No registro nada. ¡Ni siquiera una milésima de milirradio!

—¿Estás seguro de encontrarte exactamente en el mismo lugar que antes?

—¡Seguro!

El físico suspiró, enojado.

—¡Sigue buscando! —ordenó.

El helicóptero siguió evolucionando hasta que los equipos de tierra terminaron su exploración. Pero sin resultado.

Tu detector debe de haberse estropeado —presumió Booth—. ¡Dirígete a McGuire y hazlo comprobar con la mayor urgencia!

Delaney anunció que tampoco había encontrado nada en el piso octavo.

—Sube a lo más alto —le ordenó entonces su jefe—, y echa un vistazo al tejado.

Las ondas transmitieron un gruñido.

—¡El ascensor está averiado!

—¿Y qué? Tú eres un as de la escalada, ¿no?

Minutos más tarde, el californiano jadeante, se plantó en el tejado. Solo había ante él la extensión gris de los barrios de Brooklyn. Su detector permanecía mudo. Echó una mirada de asco a las porquerías que ensuciaban el tejado alquitranado.

—Bill —declaró—, aquí arriba no hay absolutamente nada. ¡Salvo cagadas de paloma!

El presidente de Estados Unidos estaba en pie delante de una ventana de la rotonda que prolongaba el gran salón oval, que simbolizaba la sede del poder para doscientos veinte millones de americanos. Cruzadas las manos en la espalda, errante la mirada sobre el manto de nieve que cubría el parque el presidente reflexionaba. Había sido elegido para el cargo supremo, porque sus compatriotas sentían la necesidad de un jefe, de una personalidad enérgica capaz de remplazar al personaje lleno de buenas intenciones, pero de poca envergadura, que le había precedido en este sitio. Y hete aquí que sus cualidades de líder eran puestas a prueba como jamás lo habían sido las de ningún presidente desde la Segunda Guerra Mundial. Pensó en los hombres que se habían sucedido en esta estancia: Harry S. Truman, rumiando la decisión de lanzar la primera bomba atómica sobre el Japón; Lyndon B. Johnson, metiéndose en la ratonera vietnamita, y, desde luego, John F. Kennedy durante la gran crisis de los misiles cubanos. Pero ellos sabían al menos que podían recurrir al poder terrorífico de Estados Unidos para respaldar sus acciones. Mientras que su preocupación de preservar millones de vidas americanas le privaba a él de este recurso. «¡Ah! —pensó—, los chinos tenían razón cuando antaño nos trataron de “tigre de papel”».

Un ruido de pasos sacó al jefe del Estado de sus amargos pensamientos. Era la hora de su primera aparición oficial, aquel lunes 14 de diciembre. Volvió a su mesa de trabajo, cuya madera de roble, regalo de la reina Victoria al presidente Hayes, procedía del navío real
Resolute
. Precedido por el encargado de prensa, un grupo de periodistas y de reporteros de televisión entró en el despacho. El presidente no dejó traslucir en absoluto sus preocupaciones; se mostró locuaz, acogiendo a todos como a viejos amigos. Mientras su encargado de prensa pronunciaba unas palabras de introducción, tenía los ojos fijos en el escudo presidencial esculpido en el techo.

«¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer si ese maldito libio se empeña en rechazar el diálogo?»

Después, siempre impenetrable, se caló sus gafas de concha bifocales y empezó a leer la alocución preparada por los servicios de la Casa Blanca para la celebración del XXXIII aniversario de la aprobación de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Había llegado a la mitad del texto, cuando la silueta de Jack Eastman, deslizándose discretamente en el fondo de la estancia, llamó su atención. El consejero presidencial había asido la punta de su corbata y remedaba la acción de cortarla con unas tijeras. El jefe del Estado abrevió inmediatamente su discurso.

—Es tarde, caballeros, y deben de estar muertos de hambre. Lo mismo me pasa a mi. Gracias, y hasta la vista.

Instantes después, Eastman se reunía con él en el despacho privado.

—¡Una gran noticia! Acabamos de establecer contacto con Gadafi.

El experto Jeremy Oglethorpe empezó su inspección de los refugios antiaéreos de la ciudad por el rascacielos del Centro administrativo del Estado de Nueva York. Su elección había sido deliberada. Si había un edificio que debiese poseer la mejor instalación de esta clase era sin duda aquél. En cuanto entró en el inmenso vestíbulo, rebosante de gente, el visitante advirtió con satisfacción la placa negra y amarilla que señalaba la dirección del refugio.

—Al menos aquí sabrá la gente dónde tiene que ir en caso de alarma —observó al teniente Walsh que le acompañaba.

Los dos visitantes se plantaron delante del quiosco de cristales del conserje, ocupado por un negro de uniforme. Walsh le mostró su placa.

—Policía municipal, Oficina de Protección Civil. Se nos ha encargado verificar el estado de conservación de su refugio antiaéreo.

—¿El refugio antiaéreo? —balbució el negro —¡Ah, sí…! ¡El refugio subterráneo! Esperen un momento; tengo que buscar la llave.

Se levantó y se dirigió a un enorme tablero, del que pendían innumerables llaves de todas las formas y tamaños. Se rascó la frente y empezó a buscar entre aquel montón de hierros viejos.

—Es una de estas llaves —farfulló—. Tiene que ser una de estas llaves.

Y transcurrieron más de cinco minutos mientras el buen conserje palpaba con mano temblorosa una llave tras otra y el nerviosismo humedecía su cogote.

«¡Dios mío! —se dijo Walsh, espantado—. ¡Imaginaos el pánico que se produciría en este vestíbulo antes de que ese estúpido encontrase la llave!».

El conserje debió de percibir la creciente impaciencia de los visitantes, pues acabó por gritar, con voz desesperada:

—¡Pedro! ¿Dónde está esa mierda de llave del refugio subterráneo?

Esta llamada hizo surgir del fondo del quiosco una especie de enano tocado con una gorra de béisbol. Llevaba una chaqueta constelada de insignias y de placas que proclamaban que «el Redentor está al llegar, que Jesús es nuestro salvador, que el mejor camino es el de Cristo».

—Es el guardián del refugio —explicó el conserje.

Pedro empezó a hurgar, a su vez, en los ganchos de los que pendían las llaves. Necesitó varios minutos más para encontrar la buena. Después, mostró el camino a los visitantes. La puerta del refugio se abría a una escalera débilmente iluminada, cuya bóveda sostenía una tal cantidad de tuberías que Oglethorpe y Walsh tuvieron que agacharse para no romperse la cabeza. Al fin llegaron a una sala grande y húmeda en la que flotaba un olor a moho. En un tablero suspendido de la pared había una hoja de papel amarillento: el inventario del lugar, redactado por el Servicio de Protección civil el 3 de enero de 1959. En ella figuraba la lista de víveres y materiales almacenados allí, o sea, 6.000 barricas de agua, 235 cinco botiquines de urgencia, 140a contadores Geiger, 2.500.000 galletas proteinizadas. Oglethorpe siguió con el haz de su linterna los rincones de la inmensa caverna.

—¡Oh, ahí están! —exclamó, al distinguir con alivio, a lo largo de la pared, los montones de cajas de las famosas galletas.

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