—Coronel Gadafi, le habla el presidente de Estados Unidos desde la Casa Blanca —anunció, en cuanto se hubo establecido la comunicación por radio—. El mensaje que me envió usted ayer ha sido objeto de un estudio serio y profundo por parte mía y de mi Gobierno. Todavía no hemos terminado. Sin embargo, una cosa es indudable: todos condenamos la acción emprendida por usted. Sean cuales fueren sus sentimientos sobre las cuestiones que nos separan en el Próximo Oriente, o con respecto a las injusticias de que ha sido victima el pueblo palestino, es un sacrilegio inaceptable su intento de resolver el problema jugando con la vida de seis millones de norteamericanos inocentes.
La brutalidad de esta entrada en materia hizo palidecer a los psiquiatras. Tamarkin sacó el pañuelo para enjugar el sudor que humedecía sus sienes. Jagerman aguzó el oído como si acabase de captar en la lejanía las primicias del Apocalipsis. El presidente, imperturbable, hizo una señal al intérprete.
—Traduzca. Y cuidado: no cambie una sola coma, ni en el fondo ni en la forma.
Apenas había terminado la traducción, el presidente continuó:
—Es usted un soldado, coronel Gadafi, y, como tal, debe saber que tengo en mis manos el poder de destruir inmediatamente todo rastro de vida en su país. Si usted me obliga a ello, sepa que no vacilaré en emplear este poder, sean cuales fueren las consecuencias.
Eastman sonreía, con aprobación. «¡Qué hombre! —pensaba, entusiasmado—. No ha tenido en cuenta una sola observación de los psiquiatras».
—En mi lugar —siguió diciendo el presidente—, la mayoría de los jefes de Estado habrían reaccionado de esta manera, en el mismo instante de recibir su amenaza. Yo me abstuve de hacerlo, porque deseo ardientemente encontrar una situación pacifica a esta situación, y encontrarla con usted. Como sin duda sabe, nunca dejé durante mi campaña electoral y después de mi elección, de proclamar que no puede haber solución duradera de la cuestión del Próximo Oriente sin que se tengan en cuenta las legítimas aspiraciones del pueblo palestino. Estoy sinceramente dispuesto a colaborar con usted para este fin. Pero debe comprender que el cumplimiento de sus exigencias no depende sólo de mi Gobierno. Por esto le propongo que el general Eastman mi primer consejero, sirva de enlace entre nosotros mientras yo inicio las negociaciones con Jerusalén. —El presidente se hundió en su sillón y se enjugó la frente.
—¿Cómo me ha salido? —preguntó a Eastman, mientras el intérprete traducía sus palabras.
—¡Formidable!
La respuesta del libio no se hizo esperar. Contrariamente a lo que todos temían, su tono era mesurado, casi reprimido. Pero no así sus palabras.
—Señor presidente, no le llamé para discutir el contenido de mi carta. Sus términos son lo bastante claros. No requieren ninguna explicación por mi parte… sino sólo una acción inmediata por la suya.
Gadafi hizo una breve pausa para permitir la traducción. Los psiquiatras cambiaron miradas de profunda inquietud.
—Señor presidente, el único objeto de mi llamada fue advertirle que mi servicio de radar ha detectado la presencia de su VI Flota frente a las costas de mi país. Afirmó solemnemente: ¡no me dejaré intimidar por esta amenaza!
—¡Monstruo! —gruñó
sotto voce
el texano Delbert Crandell, secretario de Energía—. ¡Y tiene el cinismo de hablar de amenazas!
—Sus navíos están cruzando el limite de mis aguas territoriales. Exijo que sean retirados inmediatamente a una distancia de al menos cien millas náuticas. Si esta retirada no se produce antes de dos horas, lamento informarle que adelantaré en cinco horas el límite de mi ultimátum.
Tanta audacia pasmó al presidente. Observó el circulo de sus consejeros, esperando descubrir en un semblante la respuesta al nuevo dilema que se planteaba. Pero sólo vio, en todos ellos, el reflejo de su propia estupefacción.
—Coronel Gadafi, dado el peligro en que pone usted a la ciudad de Nueva York, considero su nueva exigencia no sólo extravagante, sino completamente absurda. Sin embargo, debido a mi sincero deseo de llegar con su ayuda, a una solución pacifica, estoy dispuesto a discutirlo con mi Gobierno y a comunicarle nuestra decisión en el plazo más breve posible.
El jefe del Estado miró severamente a sus consejeros.
—Caballeros ninguno de sus hermosos planes había previsto ésta complicación —dijo, amargamente—. ¿Qué hemos de contestar? —Se volvió al presidente del Comité de jefes de Estado Mayor—. Harry, ¿cuál es su opinión?
—Señor presidente, yo me opondría rotundamente a la retirada de esos barcos —respondió el almirante Fuller—. Nuestra demostración naval tiene por objeto obligarle a darse cuenta de las consecuencias que su amenaza contra Nueva York puede acarrearle. Y lo hemos conseguido. La retirada de los barcos podría incitarle, llegado el momento, ¡a hacer explotar la bomba.
—Además —añadió el jefe de operaciones navales, sentado al lado de Fuller—, la VI Flota es un combinado enorme. No se la puede mover como a un peón en un tablero de ajedrez. Si anula usted su misión, necesitarán varias horas para ponerlo en práctica.
—¿Herbert?
—Soy de la misma opinión —respondió el secretario de Defensa, sin soltar la pipa de entre los dientes.
—¿Mr. Middleburger?
El subsecretario de Estado hizo girar el bolígrafo entre sus dedos, tratando de ganar tiempo para ordenar en su cerebro los datos del problema.
—Dejando aparte todas las consideraciones militares, pero teniendo en cuenta la personalidad de Gadafi, pienso que seria un error fatal acceder enseguida a su petición. Sólo conseguiríamos aumentar su intransigencia. Señor presidente, mi consejo es: ¡rechácela!
—¿Tap?
El jefe de la CIA pasó los pulgares por las sisas de su chaleco.
—Ese hombre parece resuelto a entablar una prueba de fuerza. Si es realmente esto lo que busca, ¿no deberíamos mostrarle enseguida que estamos dispuestos a afrontarla?
El presidente observó al personaje seguro de si mismo, ligeramente arrogante, que acababa de hablar. «¡Ah, esos tipos de los Servicios de Información! —pensó—. Siempre dispuestos a responder a una pregunta con otra pregunta, para que la posteridad no pueda acusarles nunca de haber tomado una posición cualquiera. ¡Se diría que todos han estudiado en Harvard desde los tiempos de Kissinger!»
—¿Jack?
Eastman se encogió en su sillón, un poco turbado.
—Me creo obligado a pronunciarme contra la opinión general. El problema con que nos enfrentamos es descubrir cómo podremos salvar la vida de seis millones de neoyorquinos. Sólo lo conseguiremos ganando lo que Gadafi trata de quitarnos: tiempo. Nos hacen más falta esas cinco horas para encontrar la bomba en Nueva York, que toda la VI Flota delante de Libia.
—¿Aconseja, pues, que retiremos los buques?
—Si, señor presidente; sin vacilar. —Eastman trató de borrar de su cerebro la imagen de su hija vestida de blanco, a fin de estar seguro de responder exclusivamente a base de un frío análisis de la situación—. La realidad de esas pocas horas es infinitamente más importante para nosotros que la opinión que se forma Gadafi de nuestra fuerza o de nuestra debilidad —siguió diciendo—. Y añado que, en todo caso, no necesitamos a la VI Flota para destruir Libia.
—Hay algo que me extraña en esta nueva amenaza de Gadafi —observó el jefe del Estado —¿Por qué cinco horas? ¿Por qué no quince? ¿Por qué no inmediatamente? Si nuestros buques le inquietan tanto, ¿por qué no exige más?
Guardó silencio varios segundos, buscando una explicación. Después, se dirigió a los psiquiatras.
—Y ustedes, caballeros, ¿cuál es su opinión?
Henrick Jagerman sintió una vez más que un ligero escalofrío le recorría la espina dorsal. Estaba seguro de que el consejo que se disponía a dar seria mal recibido por una buena parte de los asistentes. Y tanto más cuanto que procedía de un extranjero.
—Creo, señor presidente, que esta nueva exigencia del coronel Gadafi revela su inseguridad fundamental. Trata inconscientemente de juzgarle a usted, en la esperanza de que su aceptación le dará la seguridad de que su desafío será realmente eficaz. Siempre observamos esta actitud en los terroristas, durante los primeros contactos. Una actitud agresiva, exigente: «Hagan esto enseguida, o ejecutaremos a un rehén!» Por consiguiente, yo aconsejo siempre hacer lo que pide el terrorista. Y, en el caso actual, le aconsejo que haga lo que exige Gadafi. De esta manera le demostrará que puede entenderse con usted. Introducirá sutilmente en su ánimo la noción de que tiene una posibilidad de salirse con la suya si trata con usted. Pero yo pondría un precio a esta concesión. Me serviría de ella para obligarle a discutir el contenido de su carta, cosa a la que sigue negándose; para entablar un diálogo.
El presidente le había escuchado sin chistar. Le dio las gracias con un movimiento de cabeza y cerró de nuevo los ojos para concentrarse y tomar una decisión en la soledad de su alma. Después, se volvió al almirante Fuller.
—Harry, ordene a la VI Flota que se retire.
Una voz se alzó inmediatamente:
—Si cede ante ese chantajista, ¡se expone usted a convertirse en el Chamberlain de América, señor presidente!
El jefe del Estado contempló fijamente el rubicundo semblante del secretario de Energía.
—Mr. Crandell, yo no cedo ante el coronel Gadafi. —Cada una de sus palabras sonaba con la fatídica cadencia de un tambor fúnebre—. Trato sólo de ganar lo que el general Eastman ha calificado acertadamente de nuestra arma principal en esta crisis. —Sus ojos azules observaron los relojes—. ¡Tiempo! Jack haga que establezcan de nuevo contacto con Trípoli.
En cuanto el 747
Catastrophe
anunció que se había establecido la comunicación con Fox-Uno, el presidente declaró:
—Coronel Gadafi, estoy dispuesto a dar las órdenes necesarias para que la VI Flota se retire a cien millas de sus costas, de acuerdo con su petición. Pero me interesa hacer constar que he tomado esta decisión por una sola y única razón: para demostrarle mi deseo ardiente y sincero de encontrar con usted un medio para resolver esta crisis a plena satisfacción de ambos. Sin embargo sólo daré esta orden si usted, por su parte, se aviene a iniciar inmediatamente una discusión sobre la manera de cómo lograrlo.
Una pausa anormalmente larga siguió a sus palabras. «¿Qué pasa en Trípoli?», se preguntó Eastman inquieto. Cuando Gadafi habló al fin, lo hizo de nuevo en inglés.
—Mientras sus buques de guerra estén allí, no habrá discusión. Cuando se hayan marchado, hablaremos.
Inch Allah!
Se oyó un chasquido, y la caja blanca enmudeció.
«¡Señor Presidente, me ha mentido usted!»
Angelo Rocchia examinó las tres casas que le había indicado la abacera italiana al lado del café. Todas tenían el mismo aspecto de decrepitud: fachadas desconchadas, escaleras de incendios rotas y colgando como trozos de chatarra, ventanas y puertas atrancadas con tablas. Habitaciones por alquilar. Dirigirse al portero del 305 de Hicks Street, anunciaba un rótulo en uno de los edificios.
—Verdaderos tugurios —comentó Angelo—. Sin duda pertenecen a algún
slum lord
de Manhattan. En espera de que ardan, mete en ellos inmigrantes clandestinos… ¡y les hace pagar el máximo por cabeza!
Los dos policías entraron en el vestíbulo del 305 de Hicks Street. Un montón hediondo de basura, botellas, latas de cerveza y papeles grasientos, se elevaba hasta el techo. Pero lo peor era el olor acre y penetrante de orina, que impregnaba las paredes y la escalera.
—¡Observa, hijito!
Angelo había agarrado una botella y la lanzó contra el montón de desperdicios. Ante los horrorizados ojos del
Fed
un ejército de ratas salió corriendo en todas direcciones. Angelo se echó a reír, muy divertido, al ver el salto atrás que dio su compañero de equipo y se dirigió a la puerta marcada con el rótulo de «Portería». Llamó. Hubo un chasquido de cadenas. La puerta se entreabrió, firmemente sujeta desde el interior. Un negro viejo, con delantal, apareció en la rendija. Angelo pasó tan deprisa su insignia de policía ante los ojos del portero, que éste sólo pudo percibir un destello dorado. Rand estuvo a punto de atragantarse al oír que el neoyorquino se presentaba como «inspector de la Comisión de Higiene». Angelo señalaba ya la montaña de inmundicias.
—Oye, papaíto, veo que hay mucha basura en tu barraca. Peligro de epidemia y, además, peligro de incendio… Esto puede costar caro…
Con aire abrumado y afligido, el negro empezó a soltar los cerrojos y las cadenas que impedían la entrada a su cubil.
—¿Qué puedo hacerle yo? —gimió—. Los que viven aquí son como animales. ¡Abren su puerta y vacían los cubos de basura en la escalera!
—Tendré que incoar un expediente…—. Angelo había sacado la fotografía de la joven descuidera—. A menos que… —Mostró la foto al portero—. ¿Conoces a esta chica? Es colombiana. Y tiene unas tetas que se ven desde un kilómetro de distancia.
El portero examinó la foto. El temblor de su nuez de Adán indicó que se disponía a mentir.
—No, no la he visto nunca.
—¡Lástima! Angelo —miró al viejo con conmiseración—. Confiaba en que podríamos ayudarnos mutuamente, ¿comprendes lo que quiero decir?
El policía suspiró y sacó un trozo de papel, como dispuesto a levantar un acta.
—Aquí hay al menos una docena de infracciones.
Señaló la basura, la escalera sin iluminación, las escaleras de incendios rotas.
«¡Santo Dios! —se decía Jack Rand, espantado por la comedia que representaba su compañero. Si algún día descubre el FBI los medios que estamos empleando, ¡puedo despedirme de mi carrera! Pasaré el resto de mis días en un poblado de Dakota del Sur!»
—Oiga, señor inspector, espere un momento —imploró el portero—. No se enfade. El dueño me hace pagar a mí las multas.
—¿De veras? ¡Espero que tengas dinero en la caja de ahorros! Pues esta vez te va a costar… digamos quinientos dólares.
El portero se tambaleó. Pero sabía muy bien que sus inquilinos se darían buena maña en clavarle un cuchillo en la espalda, si por su culpa caía uno de ellos en manos de la policía.
—Escucha, amigo —le dijo suavemente Angelo, apoyando una mano en su hombro—. Voy a hacer la vista gorda. Olvidemos los quinientos dólares. Pero tienes que decirme enseguida en qué tugurio vive ese angelito. Sabemos que se aloja aquí.