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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (43 page)

BOOK: El quinto jinete
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Fraguier hizo que uno de sus ayudantes le trajese el expediente de De Serre. Lo abrió sobre su mesa de manera que Bertrand no pudiese leer nada desde su sillón. Había una nota pegada al documento que había puesto fin a las funciones de Paul Henri de Serre en la India. La nota remitía a un sobre oficial que contenía una carta del embajador de Francia en Nueva Delhi al predecesor del secretario general. Este la abrió y la leyó, con toda calma para incordiar al general, cuya impaciencia era manifiesta. Cuando hubo terminado, volvió a doblar la carta, la metió en el sobre, puso éste en su sitio y devolvió el expediente.

—Como cabía esperar —dijo al fin—, se trata de un asunto sin importancia.

—¡Hum! —exclamó el general, con escepticismo.

—Su amigo, Monsieur De Serre, utilizó la valija diplomática para sacar ilegalmente unas antigüedades. Eran objetos bastante valiosos. Para evitar todo conflicto con nuestros amigos indios fue llamado y reintegrado a sus funciones en la Comisaría de Energía Atómica.

—Sumamente interesante —declaró Bertrand, aplastando minuciosamente la colilla en el cenicero.

¡Había encontrado, pues, el punto flaco que le permitiría explorar las zonas de sombra de un individuo aparentemente al margen de toda sospecha! Las saetas del reloj Luis XVI colocado sobre la repisa de la chimenea, detrás del barón, marcaban las ocho y treinta. Si quería aprovechar su descubrimiento antes de la noche, tenía que actuar deprisa. Estaba perplejo. ¿No era más prudente tomarse tiempo para reflexionar y esperar a mañana? Pero por otra parte, su colega de la CIA parecía tener una prisa atroz…

—Le ruego que me disculpe señor secretario general, pero debo pedirle permiso para utilizar sus facilidades de transmisión, a fin de dirigir un mensaje urgente a nuestro representante en Trípoli. Considerando lo que usted acaba de decirme, no puedo esperar a volver a mi oficina.

Jeremy Oglethorpe, el perito de Washington en materia de evacuación, contemplaba el espectáculo con el maravillado aire del niño que descubre, la mañana de Navidad el tren eléctrico de sus sueños. Sobre toda una pared del puesto de mando de la Dirección General de Transportes Públicos de Nueva York, se extendía un plano luminoso del metropolitano, gigantesca tela de araña salpicada por cuatrocientas cincuenta estaciones y en la que serpenteaban, como otras tantas luciérnagas, los quinientos seis trenes que transportaban, diariamente, cuatro millones de viajeros por los trescientos ochenta kilómetros de sus tres redes.

—Es más impresionante aún de lo que me imaginaba —exclamó extasiado, ante el negro gordo y jovial que desempeñaba las funciones de director de tráfico—. Mr. Todd —le preguntó sin más ambages—, suponiendo que tuviésemos que evacuar Manhattan a causa de una catástrofe, ¿cuántas personas podría transportar exactamente su metro, digamos, en cuatro horas?

El negro observó con asombro al hombrecillo de la corbata de lazo.

—Confieso que nunca nos hemos formulado esta pregunta.

Oglethorpe sacó un legajo de su cartera de documentos.

—Sin embargo, tengo aquí un documento redactado por el Stanford Research Institute el cual demuestra que, movilizando la totalidad de sus siete mil vagones, embarcando doscientos cincuenta pasajeros en cada vagón, aumentando la frecuencia de los viajes a cuatro por minuto, disponiendo convoyes de catorce vagones, en vez de diez, y haciendo rodar los trenes a su velocidad máxima hasta la terminal podrían trasladarse tres millones y medio de habitantes en menos de cuatro horas. ¿Es esto verdad?

El director de tráfico estaba cada vez más pasmado.

—Temo que sus cálculos son un poco optimistas.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que sus cálculos no tienen en cuenta que hay siempre un veinte por ciento de vagones inutilizables, por causa de reparación o de mantenimiento; que se producirían algaradas si tratase usted de meter a más de doscientas personas en un vagón, que, si aumentase la frecuencia a cuatro trenes por minuto, éstos se alcanzarían; que si les comunicase la máxima velocidad, descarrilarían, y en fin, que, si enganchase catorce vagones en vez de diez, cuatro se quedarían dentro del túnel, pues las estaciones sólo tienen capacidad para diez.

A medida que Todd enunciaba los inconvenientes el rostro del experto palidecía más y más.

—¿No se podrían evacuar al menos la mitad? —imploró—. ¿Al menos dos millones en cuatro horas?

El negro sacudió tristemente la cabeza.

—Su plan es formidable, señor perito. Lo único que pasa es que es completamente irrealizable.

—¿Completamente? —gimió Oglethorpe.

Todd emitió una risita que significaba que no estaba bromeando.

—Además, ¿quién conduciría sus hermosos trenes? preguntó.

—Sus maquinistas de siempre, ¡caray! ¿Quienes habían de hacerlo?

—¿Y qué razón les daría para semejante evacuación catastrófica?

—No sé… —vaciló Oglethorpe, manoseando el nudo de su corbata—. Por ejemplo, que unos terroristas han ocultado una bomba atómica en algún lugar de Manhattan.

El negro se mondó de risa.

—Si les dijese usted que hay una bomba atómica en Manhattan ¡puede estar seguro de que conducirían sus trenes a toda velocidad hasta la terminal! Esto sí. Pero se apearían en ella como todo el mundo. En cuanto a los guardagujas y a los jefes de tren, necesarios para hacer volver los convoyes a los puntos de partida ¡también harían sus bártulos! —Imitó unas señales de adiós—. ¿Se figura que esos tipos se quedarían allí, esperando que la bomba estallase sobre sus cabezas? ¿Y quién se ocuparía de la gente en las estaciones? Le garantizo que no serían los empleados del metro. Estos se habrían largado también en los primeros trenes, en dirección al Bronx o a donde fuese. Al cabo de media hora se encontraría con todos sus trenes abandonados en la terminal, en un terrible amasijo de vagones vacíos. Y mientras tanto, la gente se pelearía en los andenes.

Oglethorpe escuchaba la enumeración de estas calamidades con las mandíbulas apretadas y la mano crispada sobre sus papeles. El negro señaló todos los documentos con aire afligido.

—Todo lo que tiene usted ahí, mi pobre caballero, ¡es agua de borrajas!

El flemático jefe de las brigadas Nest de busca de explosivos nucleares tenía el aire desalentado del hombre que acaba de saber que su esposa está pariendo quintillizos. Desde que había regresado a su puesto de mando del cuartel de Park Avenue, Bill Booth se estaba volviendo loco. Tres veces en una hora, los helicópteros que sobrevolaban la parte baja de la isla de Manhattan habían registrado importantes emisiones de radiaciones. Y cada vez, estas radiaciones habían desaparecido misteriosamente al llegar los equipos terrestres enviados a registrar las casas donde habían sido detectadas. Sin embargo, sabía que los instrumentos instalados en sus helicópteros funcionaban correctamente, según habían demostrado las comprobaciones efectuadas en el primer aparato al volver a la base de McGuire.

Booth, desesperado, paseaba arriba y abajo, mientras escuchaba los mensajes radiados que llegaban de sus puestos de escucha. Disponía de un sistema de transmisión muy perfeccionado, dirigido especialmente desde Las Vegas. Completamente autónomo, permitía a sus equipos en el suelo o en el aire, comunicar con frecuencias secretas que no podían ser captadas por los periódicos, ni por las estaciones de radio y de televisión, ni por los radioaficionados acostumbrados a espiar las comunicaciones de la policía. En las paredes hallábanse fijadas enormes fotografías aéreas de los cinco distritos neoyorquinos. La trama de estas fotos era tan fina, que se podía distinguir el color del sombrero de una transeúnte de la Quinta Avenida. Estos documentos procedían de una serie de clisés que cubrían ciento setenta ciudades norteamericanas y estaban siempre a disposición del Estado Mayor de Nest en Washington. Booth oyó de pronto la voz de uno de sus hombres.

—Aquí, Pluma 3. ¡Capto algo! Estoy encima de la calle 23, casi en la esquina de Madison Avenue.

Pluma 3 era uno de los tres helicópteros de las brigadas Nest. Su piloto volvía a llamar para confirmar la situación exacta de las radiaciones, cuando Booth le oyó vociferar:

—¡A la mierda! ¡Las radiaciones han desaparecido!

Pasaron unos segundos, y volvió la voz:

—¡Bill! Las he vuelto a encontrar. No habían desaparecido, sino que se desplazan. ¡Se diría que suben por Madison Avenue!

¡Apuesto a que esos cerdos han colocado su bomba en un camión y recorren con ella la ciudad!

Ordenó que una decena de furgonetas cercasen inmediatamente el sector, envió otro helicóptero de refuerzo y avisó al FBI. Una flota de coches corrientes en apariencia se dispuso a emprender la caza del camión en el intenso tráfico de primera hora de la tarde. Seguidas continuamente por los helicópteros, las radiaciones subieron por Madison, cruzaron la calle 34, dejaron atrás el Mobil Building y, súbitamente, torcieron hacia el Oeste.

De pronto, anunció el helicóptero en cabeza:

—La fuente de la radiación se ha detenido.

—¿Dónde estáis? preguntó Booth.

—En la esquina de la calle 42 y la Quinta Avenida.

El jefe de las brigadas Nest envió sus equipos hacia aquella encrucijada. La primera furgoneta que llegó al lugar confirmó inmediatamente:

—¡Presencia de radiaciones!

—¿Dónde estás, exactamente?

—¡Precisamente delante de la biblioteca municipal!

En Washington, el reloj mural de la sala del Consejo Nacional de Seguridad marcaba las 14.28. Desde que Gadafi había cortado la comunicación establecida a través del Boeing 747
Catastrophe
, hacía dos horas y media, en la estancia reinaba una atmósfera de impotencia. Continuamente sonaban los teléfonos que la enlazaban con el centro de mando del Pentágono, con la oficina de emergencia nuclear del FBI, con la jefatura de policía de Nueva York, con la Oficina de Acción de la CIA, con el centro de operaciones del séptimo piso del Departamento de Estado. Llegaban y salían mensajeros. Tazas de café, restos de bocadillos, ceniceros desbordantes de colillas, llenaban la mesa, junto a montones de telegramas secretos. Pero ninguno de estos despachos, que llegaban por la red ultraperfeccionada de telecomunicaciones de la Casa Blanca, había traído al presidente y a sus consejeros el menor alivio, una ínfima esperanza de que pudiese hallarse una solución razonable a la crisis. Faltando menos de veinticuatro horas para que expirase el plazo del ultimátum lanzado por el dictador de Trípoli, el presidente y su Gobierno permanecían desarmados a pesar de los fabulosos recursos militares de qué disponían. Respirando el acre olor a humo y a sudor, Eastman pensaba que se parecían a la tripulación de un submarino perdido en el fondo del mar. Seguían, hora tras hora, el desarrollo de la búsqueda de la bomba en Nueva York. Poco a poco se imponía una certeza: la magnitud de la empresa era tal, que casi no había esperanza de descubrir la bomba antes de que terminase el plazo impuesto por Gadafi. En cuanto a los mensajes procedentes de las principales capitales del mundo, todos, sin excepción, aconsejaban al presidente que no cediese al chantaje. Pero ninguno indicaba cómo conseguirlo sin poner en peligro a la población de Nueva York.

En el curso de las últimas horas, el presidente había hablado dos veces con Begin: la primera, para informarle de la situación; la segunda, para proponerle a instigación de la CIA, que los expertos israelíes se aviniesen a «jugar el juego» de la crisis en el ordenador, con sus colegas norteamericanos. Como esos partidos de tenis que pueden disputarse en una pantalla de televisión.

—Quizá los cerebros electrónicos nos darán una milagrosa solución en la que no hemos pensado —sugirió el presidente norteamericano.

Nadie en Washington creía en ello, pero la finalidad de la operación era obligar a los israelíes a comprobar sobre sus propias pantallas que sólo una concesión territorial importante por su parte permitiría salvar Nueva York.

Justo después de las 14.30, un oficial de Marina interrumpió un informe de la CIA procedente de París, para anunciar que el último buque de la VI Flota acababa de salir de la zona de cien millas fijada por Gadafi. El presidente recibió la noticia con una mezcla de alivio y aprensión. El diálogo se reanudaría, pero, ¿qué giro había que darle? ¿Cómo hacer entrar en razón, desde una distancia de seis mil kilómetros, a un fanático que ayer no era más que el jefe iluminado de un pequeño pueblo de tribus diseminadas en un mar de arena pero que, gracias al petróleo, al genio tecnológico del hombre del siglo
XX
, y a la locura de Occidente, que esparcía sus más preciosos conocimientos a los cuatro vientos, estaba en condiciones de imponer al mundo su visión de justiciero? «La Humanidad podía darse el lujo de engendrar tiranos en la época de las espadas, pensó, pero no en el siglo del átomo».

Mientras la jerga espacial empleada por el Boeing 747
Catastrophe
para restablecer el contacto con Trípoli resonaba en el altavoz el jefe del Estado lanzó una última mirada a las notas que había tomado de las recomendaciones de los psiquiatras. «Halagarle. Exaltar su vanidad, encomiando su papel de líder mundial. Es un solitario. Ganar su amistad. Mostrarle que soy el único que puede ayudarle a salir dignamente del callejón en que se ha metido. Hablarle amablemente. Sin amenazas. No darle nunca la impresión de que no le tomo en serio. Tratar de sembrar la duda en su espíritu. Debilitar progresivamente su resolución. Que no sepa jamás dónde se encuentra». ¡Hum! ¡Buenos consejos para tratar con los cajeros de un pequeño Banco de provincias! Pero, ¿de qué servirían con un individuo de aquel calibre? El oficial de radio del 747 que sobrevolaba Libia anunció:

—¡Fox-Uno está en línea!

El presidente sintió un nudo en la garganta. Se enjugó el cuello. Después de asegurarse de que el libio había comprobado la retirada de la VI Flota —declaró:

—Coronel Gadafi deseo que examinemos los dos el gravísimo problema suscitado por su carta. Sé con qué ardor desea usted que sus hermanos de Palestina obtengan justicia. Quiero que sepa que comparto estos sentimientos, que yo…

Gadafi le interrumpió. Hablaba en inglés. Su tono era tan cortés como antes, pero sus palabras no eran más alentadoras.

—Señor presidente, ¡no pierda ni me haga perder tiempo con discursos! ¿Han empezado o no los israelíes a evacuar los territorios árabes ocupados?

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