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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (46 page)

BOOK: El quinto jinete
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Las miradas de todos los que rodeaban al presidente se concentraron en la imagen del libio y en los dos puntos brillantes fijados en sus pupilas. Antes de responder, Gadafi se llevó la mano derecha al bolsillo de su guerrera. Lo desabrochó con calculada lentitud y saco de él un par de gafas negras, que se caló ostentosamente.

—¡Hijo de puta! —gruñó uno de los técnicos de la CIA, en medio de un «¡Oh!» general de estupor.

La sombra de ironía que teñía los labios del señor de Trípoli se convirtió entonces en una amplia sonrisa.

—Sí, señor presidente; es exacto.

Comparado con la sala del Consejo Nacional de Seguridad de la Casa Blanca, el puesto de mando libio en la «Villa Pietri», desde donde se dirigía Gadafi al presidente de Estados Unidos, mostraba una desnudez espartana. No había mapas del mundo, ni relojes electrónicos, ni teléfonos con luces. Gadafi estaba sentado en una silla de madera blanca delante de la cámara de televisión que enviaba su imagen a Washington.

A su lado se hallaba su último recluta, un hombre alto y rubio, de cabellos largos y sucios que le daban el aspecto de un
beatnik
de los años sesenta. El
doktor
alemán, Otto Falk, enseñaba psicología aplicada en la Universidad libre de Berlín Oeste. Descubierto por el famoso terrorista venezolano Carlos en los medios izquierdistas de la ex capital alemana, representaba cerca del amo de Trípoli el mismo papel que los psiquiatras de Washington cerca del presidente norteamericano. Falk había trazado para su patrono un cuadro preciso —y exacto— de la manera en que reaccionaría la Casa Blanca a las trampas que sus homólogos tratarían de tenderle. Aunque el libio no había seguido su primer consejo, —negarse categóricamente a todo diálogo—, su ayuda había resultado sumamente eficaz según acababa de comprobar amargamente Washington.

El jefe del Estado libio miró a la cámara, desde detrás de sus gafas negras.

—Señor presidente, lo importante no es saber como va a explotar la bomba, sino si va a explotar. Ahora bien, ¿qué ha hecho usted para satisfacer mis demandas? ¿Qué concesiones ha arrancado a sus amigos israelíes?

—Tenga usted la seguridad, coronel, de que estoy en contacto permanente con Jerusalén.

La imagen del presidente llegaba a la jefatura libia por el canal de un televisor de pantalla grande, de la marca francesa radiola. A través de sus gafas de sol Gadafi distinguía dos minúsculos puntos luminosos en las pupilas de su interlocutor. La CIA se habría quedado muy sorprendida de haber sabido que el jefe del Estado libio poseía también un aparato explorador de las conciencias. El doctor Falk había descubierto su existencia cuando la policía alemana occidental lo había utilizado para interrogar a los presuntos asesinos del financiero Dietrich Waldner. Comprar un ejemplar a su fabricante, la Standarten Optika, de Stuttgart, por medio de un laboratorio complaciente, había sido juego de niños. Había bastado con pagar el precio: el equivalente de doscientos cuarenta millones de nuestros céntimos.

—Y puedo anunciarle, coronel Gadafi —siguió diciendo el presidente—, que la primera reacción de Mr. Begin a sus demandas es altamente favorable. Por eso es de vital importancia que acceda usted a hablar con mi consejero Jack Eastman, para que yo pueda seguir mis negociaciones con Israel.

Uno de los técnicos árabes que manipulaban el detector libio dio un respingo. La línea verde que se deslizaba a través del osciloscopio se había roto en una serie de dientes de sierra al registrar el ordenador las palabras del presidente. El técnico pulsó un botón rojo que le puso en contacto con Gadafi.


Ya sidi!
¡Miente!

El libio no dejó que se contrajese un solo músculo de su cara. Se quitó las gafas negras y se acercó a la cámara.

—Señor presidente, yo le tenía por un hombre honrado y sincero. Estaba equivocado. ¡Me ha mentido usted! Toda ulterior conversación sería inútil.

Se oyó un chasquido. La imagen y el sonido emitidos desde Trípoli quedaron cortados.

El técnico de las brigadas de investigación nuclear que había llegado el primero a la esquina de la calle 42 y la Quinta Avenida, observaba desde su furgoneta Avis roja la monumental escalera de la Biblioteca Municipal de Nueva York. El osciloscopio de su detector registraba una emisión constante de treinta y cuatro milirradios. Para su gran asombro ningún camión, ningún coche se había detenido delante del edificio. Entre los receptores de su vehículo y los dos enormes leones de granito que flanqueaban la escalinata, no había más que la multitud del mediodía, estudiantes que comían bocadillos sentados en los peldaños, dependientes y empleados de los inmuebles vecinos deambulando bajo un tímido sol y algunos moradores del barrio que paseaban sus perros.

El técnico se rascó la cabeza, sumido en el colmo de la perplejidad.

«¡Santo cielo! ¿De dónde pueden venir esas radiaciones?», se preguntaba.

Bill Booth llevó entonces en otra furgoneta. El jefe de los equipos Nest examinó la pantana del osciloscopio y contempló la explanada. Parecía tan desconcertado como su técnico. El helicóptero confirmó de nuevo la existencia de una fuente de radiaciones en el lugar. Todo el sector estaba ahora lleno de coches disimulados de la policía y del FBI. Dos furgonetas Nest complementarias trajeron más refuerzos. Cada una de ellas corroboró enseguida las primeras observaciones.

Booth encendió un cigarrillo y escrutó minuciosamente el lugar. «¿Podía haberse introducido una bomba de una tonelada y media de peso en aquel edificio, antes de la llegada de la primera furgoneta? No, es imposible —se dijo—. ¡Los helicópteros no habrían podido captar las radiaciones a través de una masa como ésa!»

Esta comprobación le afligió cruelmente. «Sin duda hemos seguido a un tipo que venía de hacerse una radiografía de estómago y se ha apeado en la parada del autobús…»

Sin embargo, ordenó a cuatro de sus técnicos que le acompañasen para explorar los aledaños de la biblioteca con sus detectores portátiles. Se abrieron paso entre una horda de jóvenes que corrían en monopatines y con auriculares aplicados a los oídos para no perderse una nota del disco que marcaba el compás de sus acrobacias. Se cruzaron con dos negros altos y de cabellos africanos, con un buhonero que vendía utensilios de cocina y con un vendedor ambulante de refrescos. Avanzaron en arco de círculo para rastrillar toda la plaza. De pronto, alguien anunció:

—¡Esto viene de allá arriba!

Cuando se acercaban, la emisión de radiaciones se desplazó de golpe. Una anciana encorvada, envuelta en un abrigo negro remendado, acababa de levantarse y se alejaba a cortos pasitos.

Booth hizo una seña a sus hombres para que se apartasen. Precedido de un solo
Fed
, se acercó a la anciana. Dos grandes manchas rojas coloreaban sus mejillas descarnadas, torpe maquillaje de una belleza pasada. Al ver el gigante plantado delante de ella, con una placa de policía en la mano, sus dedos se crisparon sobre el asa de su bolso de plástico. Asustada y temblorosa, balbució:

—Le pido perdón, señor oficial, no sabía que esto estuviese prohibido. Estoy sin un céntimo. —Se llevó una mano nudosa a la frente, para recoger un mechón de cabellos bajo el pañuelo de algodón. Su mirada estaba llena de aflicción—. Los tiempos son duros, y yo… no pensé que hacía nada malo al recogerla para llevármela a casa. No sabía que perteneciesen al Estado. Se lo juro: no lo sabía.

Booth apartó al
Fed
y se inclinó cortésmente ante la pobre mujer.

—Discúlpeme, señora, pero, ¿qué ha recogido usted?

Ella abrió tímidamente el bolso. Booth distinguió una cosa gris. Metió la mano y sacó el cuerpo todavía caliente de una paloma muerta. Una anilla con un estuche estaba prendida en una de sus patas.

—¡Santo Dios! —exclamó—. ¿Cuándo ha recogido esta paloma?

—Hace cinco minutos, un momento antes de llegar ustedes.

Bill Booth comprendió de pronto. Todo se explicaba ahora: las radiaciones que aparecían y se eclipsaban que iban de las calles a los tejados… ¡Palomas portadoras de pastillas radiactivas! Tendió el volátil a uno de sus técnicos.

—Meta esto en un contenedor de plomo. ¡Dios mío! ¡Tenemos que habérnoslas con gente diabólica!

Por tercera vez en cuatro horas, el Estado Mayor encargado de la búsqueda de la bomba se hallaba reunido alrededor de su jefe en el Puesto de Mando subterráneo de Foley Square.

—Harvey —preguntó Quentin Dewing al director del FBI neoyorquino—, ¿ha conseguido echarle mano a ese tipo de Boston que estuvo con Gadafi?

Hudson meneó la cabeza.

—No. Tenemos a cincuenta muchachos trabajando en esto. Pero una cosa es segura: los mozos que cargaron los barriles de diatomeas en el muelle de Brooklyn no han reconocido su foto.

—¡Hay que ampliar el círculo de las pesquisas! —rugió Dewing—. Pasar por el tamiz todos los cabarets y restaurantes árabes desde Boston hasta Filadelfia. Tengo la convicción de que este tipo es nuestra pista mejor.

Alguien carraspeó en el otro extremo de la mesa.

—¿Iba usted a decir algo, jefe? —gritó Dewing a Al Feldman.

El jefe de los inspectores se frotó la nariz.

—Si esas alhajas son tan listas como usted dice, un restaurante árabe sería el último lugar adonde irían. Elegirían más bien una pizzería o un puesto de hamburguesas.

—No hay que descuidar nada, jefe. A propósito, ¿han descubierto sus expertos algo interesante en el almacén de Queens donde fueron depositados los barriles?

Dewing había ordenado a los técnicos del laboratorio de la policía municipal que examinasen el almacén de Queens—. En cuanto a la furgoneta Hertz, alquilada con los documentos robados, había sido confiada a un equipo especializado del Laboratorio Nacional de Criminología y que había venido de Washington en avión.

—El almacén de Queens pertenece a un agente de cambio y Bolsa retirado, de Long Island. Lo heredó de una hermana suya. Una mujer se lo alquiló en agosto pasado. Como le pagó un año de alquiler por adelantado, no le hizo muchas preguntas. Le hemos mostrado el retrato robot de la joven árabe que abandonó Hampshire House esta mañana, dibujado según las indicaciones del portero y de la camarera. Piensa que se trata de la misma persona.

Dewing manifestó su satisfacción.

—Hay que distribuir este retrato robot a todos sus muchachos que investigan en Brooklyn —ordenó a Hudson—. En cuanto al propio depósito, ¿han averiguado algo interesante?

—Según los vecinos, las personas que lo alquilaron no van allí muy a menudo. Sin embargo, hablamos con alguien que afirma haber visto entrar en él un camión Hertz la semana pasada.

—¿Qué sistema de alcantarillado hay en ese barrio! —preguntó el jefe de los equipos Nest.

Feldman contuvo sus ganas de reír. ¿Qué tenían que ver las alcantarillas con esto?

—El alcantarillado general de la ciudad, ¡pardiez!

—Encargaré a un equipo que lo inspeccione —anunció Bill Booth—. La orina y las heces fecales de las personas que están en contacto físico con un ingenio nuclear contienen casi siempre indicios de radiactividad. No es mucho, pero por poco que encontrásemos, tendríamos al menos una confirmación complementaria de que se trata realmente del barril que buscamos.

—¿Y la furgoneta, Harvey?

—Nuestros hombre acaban de poner manos a la obra. De momento, lo único que sabemos, es que el cuentakilómetros marcaba 410 cuando fue devuelta aquella misma tarde. Lo cual indica que la bomba uede encontrarse en cualquier lugar, dentro de un radio de 205 kilómetros. Pero esto no significa nada, pues es clásico de los malhechores dar vueltas y revueltas para despistar a la policía.

—Esto no nos dice gran cosa —se lamentó Dewing—. ¿Y la investigación sobre los documentos robados? —preguntó, volviéndose a Feldman.

—Se encontró al ratero y ahora se busca a la persona que le encargó el trabajo.

Dewing no pudo disimular su impaciencia.

—¿No hay manera de acelerar un poco las cosas por este lado?

—Hay que ser prudente, Mr. Dewing —replicó Feldman. Hay tipos que se cierran como ostras si no se les coge con pinzas. Y entonces la hemos cagado.

—Es allá arriba.

Pablo Torres, el ratero colombiano, señalaba con la cabeza el segundo piso del edificio de ladrillos, al otro lado de la calle. Estaba sentado en el asiento trasero del Chevrolet de Angelo Rocchia, con las manos esposadas y colocadas, en ademán protector, sobre el dolorido bajo vientre. Amalia, su cómplice, había sido ya encerrada en la comisaría 18.

Angelo examinó la casa La suciedad de las ventanas y una escalera de incendios impedían ver el interior.

—¿Cómo es por dentro?

El ratero se encogió de hombros.

—Una tienda. Una chica. Y Benny, el patrón.

«¡Lo típico! —pensó Angelo—. En Nueva York, los peristas se dan aires de almacenistas al por mayor. Con una secretaria en una jaula de cristal y todo el aparato. Compran de todo. Máquinas de fotografiar, televisores útiles eléctricos, alfombras, piezas arrancadas de los automóviles. Incluso los hay que alquilan pistolas. No es raro que tengan sesenta u ochenta en su almacén. Las alquilan a veinte pavos por una noche y un tanto por ciento sobre el botín».

Torció hacia la Sexta Avenida y buscó un sitio donde aparcar, fuera del campo visual del perista.

—Tú, hijito, acudirás con el colombiano un minuto después de haber entrado yo en la casa del perista. Échale tu abrigo sobre los hombros, para que las esposas no provoquen un tumulto.

El almacén del perista se distinguía por un rótulo sobre la puerta: «Brooklyn Trading», y el nombre del propietario: Benjamín Moscowitz. Como había previsto Angelo, una afable secretaria, que se limaba concienzudamente las uñas estaba instalada cerca de la entrada. Angelo comprendió, por su aire, que no debía de estar acostumbrada a recibir visitantes tan elegantemente vestidos.

—¿En qué puedo servirle? —se apresuró a decir ella, con voz ligeramente áspera.

El perista estaba en la habitación contigua, detrás de una mampara de cristales. Era un hombrecillo regordete, de unos sesenta años, y llevaba camisa a rayas, con el cuello desabrochado, corbata aflojada y un chaleco de pana verde. Usaba gafas, pero las había levantado sobre su calvo cráneo. Fumaba un cigarro.

—Debo verle a él —dijo Angelo.

Y antes de que la chica tuviese tiempo de hacer un ademán, el policía había entrado en el despacho del perista.

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