El almirante subió al estrado levantado al pie de las pantallas. Eastman no pudo reprimir una sonrisa al ver a aquel militar, tieso como un hueso, que hablaba como un guía de agencia de viajes, mientras paseaba su varilla luminosa sobre las imágenes del despliegue de las fuerzas soviéticas en el mundo. Al mostrar estas vistas que nada habían cambiado después de la explosión en Libia, intervino el secretario de Defensa, Herbert Green:
—Sugiero, señor presidente, que avisemos inmediatamente a los rusos. Por insignificantes que sean sus relaciones políticas con Gadafi, la prueba nuclear de éste constituye también una amenaza para ellos. Deberíamos pedir su colaboración. Además, convendría decirles que ninguna de las medidas que nos veamos obligados a tomar irá dirigida contra ellos.
El presidente expresó su acuerdo dando una orden a Eastman:
—Jack, diga a Moscú que desearía hablar con el primer secretario.
El triste semblante de Middleburger, representante del Departamento de Estado, se animó de pronto.
—Me parece que sería también adecuado, señor presidente, que avisásemos a nuestros aliados al más alto nivel, a fin de coordinar con ellos cualquier acción que nos viésemos obligados a emprender. Pido autorización para dirigir en su nombre un mensaje estrictamente confidencial a Mrs. Thatchcr, al canciller Helmut Schmidt y, sobre todo, al presidente Giscard d'Estaing. No olvidemos que, probablemente fue el reactor vendido por Francia el que proporcionó a Gadafi su plutonio. Como usted mismo ha recalcado hace un momento, señor presidente, los franceses deberían poder darnos informaciones vitales para la investigación del FBI sobre las personas que trabajan en Trípoli para Gadafi.
El presidente asintió con la cabeza e hizo una señal al almirante para que continuase su exposición. Ahora, las luces rojas indicaban, en una pantalla oscura, la posición de todos los barcos de la sexta flota. La mayor parte de ellos se encontraban frente a las costas de Creta, realizando un ejercicio de lucha antisubmarina. El puntero señaló las principales unidades: dos superportaaviones, tres submarinos nucleares, un porta misiles. Esta fuerza naval americana era la más próxima a Trípoli y podía poner inmediatamente rumbo a las costas libias.
El almirante Harry Fuller, presidente del Comité de jefes del Estado Mayor, intervino en el debate:
—Señor presidente, permítame aclarar, sin pérdida de tiempo, un punto esencial: esta crisis no tiene solución militar satisfactoria. Es evidente que podemos destruir Libia. Inmediatamente. Pero esto no nos…
—¿Que no hay solución militar? —le interrumpió indignado, el texano Delbert Crandell, secretario de Energía—. ¿Bromea usted, almirante? Libia no es más que dos ciudades: Trípoli y Bengasi. Las tres cuartas partes de la población están concentradas allí. Dos o tres pequeñas bombas y, ¡puf!, ¡Libia deja de existir!
—Evidentemente, podemos destruir Libia —concedió el almirante— Inmediatamente. Pero, ¿qué garantía nos daría esto de que la maldita bomba H oculta en algún lugar de Nueva York si es que existe en realidad, no llegaría a explotar?
—Señor Middleburger —preguntó el jefe del Estado— ¿cuál es la población exacta de Libia?
—Dos millones, señor presidente. Cien o doscientos mil habitantes más o menos. El censo no es muy exacto, allá abajo.
El Jefe del Estado se volvió al presidente del Comité de Jefes de Estado Mayor:
—Harry, ¿cuántas víctimas produciría la explosión de una bomba de tres megatones en una ciudad como Nueva York?
El almirante se frotó la barbilla.
—Es difícil decirlo…
—Aproximadamente.
—A primera vista, yo diría— ¡hum!, de cuatro a cinco millones.
El presidente miró gravemente al secretarlo de Energía.
—Ahí tiene la respuesta. Desgraciadamente, este chantaje no tiene solución militar, señor ministro—. Y, dirigiéndose al almirante, añadió:— ¿Qué propone usted a cambio, Harry?
—¡Que iniciemos una operación espectacular de intimidación! —respondió Fuller, enérgicamente—. Debemos mostrar al coronel Gadafi el peligro que corre a causa de su odioso chantaje. Es preciso que cada hora, cada minuto, cada segundo le recordemos que podemos «termonuclearizarle» en menos que canta un gallo. Que viva, coma y respire, sabiendo esto, ¡y ya veremos cuál es su reacción!
El almirante levantó los brazos en dirección a las luces rojas que centelleaban en la pantalla.
—Sugiero que la VI Flota ponga rumbo a Libia, a toda máquina. En cuanto avisten la costa, que los barcos se desplieguen ampliamente, para saturar los radares libios. Que los portaaviones lancen sus aparatos en oleadas sobre la costa, y que se diga a los pilotos que hablen claro, para que sepa Gadafi que transportan misiles suficientes para convertir su maldito país en un mar de vidrio fundido—. Una helada sonrisa pasó por el rostro del almirante—. Esta manifestación de fuerza debería hacer que el enemigo viese bajo otra luz las consecuencias de su acción. Tal vez lo conseguiremos.
Mientras el presidente aprobaba esta proposición, una luz se encendió en el teléfono colocado delante del director de la CIA. Éste levantó el auricular, escuchó un momento y volvió a colgar el aparato.
—Señor presidente, parece que tenemos otro problema —anunció Tap Bennington—. El Mossad acaba de ponerse al habla con nuestra gente de Tel-Aviv. Los israelíes han registrado la explosión en sus sismógrafos. Sospechan que se trata de una detonación nuclear. Preguntan qué sabemos nosotros de esto.
El rostro del presidente se ensombreció. Era de prever que los israelíes descubriesen la onda expansiva. Pero mientras no pudiesen detectar residuos radiactivos, no podrían estar seguros de nada. Y, afortunadamente, el servicio meteorológico no preveía corrientes atmosféricas en su dirección. Ante todo era preciso ganar tiempo, el tiempo suficiente para poder actuar.
—Dígales que de momento no sabemos nada, pero que vamos a comprobarlo.
Los relojes electrónicos colocados encima de las pantallas indicaban que eran las 0.30 horas, o sea las 7.30 en Jerusalén y en Trípoli. Faltaban treinta y cinco horas y treinta minutos para que expirase el plazo del ultimátum de Gadafi.
El presidente observó a los reunidos.
—Deseo que establezcamos, por orden de importancia, los problemas a los que tenemos que enfrentarnos. Ante todo, están Nueva York y los neoyorquinos. Después, la bomba: ¿cómo encontrarla e impedir su explosión? En tercer lugar, Gadafi: cómo negociar con él? Y, por último, los israelíes. ¿Qué tendríamos que hacer, si llegase a ser inevitable una prueba de fuerza con ellos?
Hizo girar su sillón para dirigirse directamente al secretarlo de Defensa. La protección civil estaba colocada bajo el paraguas tentacular de su departamento.
—Doctor Green, ¿existe algún plan para evacuar urgentemente la población de Nueva York?
—Señor presidente —suspiró el ministro—, el presidente Kennedy hizo esta misma pregunta con respecto a Miami, el segundo día de la crisis de los misiles de Cuba. Se necesitaron dos horas para saber la respuesta. Y la respuesta fue: «No». Yo puedo responderle hoy en dos segundos. Desgraciadamente, la respuesta sigue siendo: «No».
—Recuerden —terció Eastman—, que Gadafi nos ha avisado: si iniciamos la evacuación, hará estallar su bomba. Sin duda es por eso por lo que exige que el asunto permanezca secreto. Considera a los neoyorquinos como sus rehenes. Ahora bien, si éstos supiesen el peligro que corren, echarían a correr.
—Cree usted en este chantaje suplementario? —gruñó James Mills.
—Temo que tengamos que creer también en él— suspiró el presidente.
—¿Aunque esto ponga en peligro de muerte a cinco millones de personas?
—¡Estos cinco millones de personas correrían un peligro aún mayor si creyésemos equivocadamente en un farol!
El presidente dirigió una mirada desolada a la pantalla, que seguía mostrando, dentro de un círculo blanco, el modesto
bungalow
de su invisible enemigo. ¿Podía permitir que el fanático que vivía allí le dictase las reglas de su espantoso desafío, le impidiese buscar la manera de proteger a sus compatriotas?
Su voz era sólo un murmullo cuando prosiguió.
—Sean cuales fueren los dramas que nos esperan, no debemos olvidar que nuestra primera responsabilidad concierne a los habitantes de Nueva York. Antes que cualquier otra consideración. —Se volvió al secretario de Defensa—. Doctor Green, movilice a todos sus especialistas y haga preparar el mejor plan de evacuación posible. Si es preciso, vaciaremos Nueva York.
Ningún ruido de radio, de teletipo o de teléfono, turbaba la completa tranquilidad del desierto de Muamar el Gadafi. Sólo llegaba hasta él el gemido triste y lejano del viento. Aquí, en medio de sus arenas había decidido esperar el resultado de su prueba nuclear, en la soledad de los espacios donde se había forjado su fe, donde habían nacido sus sueños. Había preferido, a cualquier puesto de mando, su tienda de beduino, símbolo de la raza amenazada a quien quería restituir la plenitud de su destino. Ninguna manifestación de la tecnología que había decidido dominar aparecía en este lugar monacal. Ninguna pantalla de televisión que hiciese desfilar el mundo ante sus ojos; ningún colaborador uniformado que enumerase las posibles opciones, ningún tablero con luces centelleantes que le recordase el despliegue de sus fuerzas. Gadafi estaba solo con la armonía del desierto y la paz de su alma.
Sabía que aquí no había sitio ni tiempo para lo inútil y lo complejo. Así como la luz naciente expulsaba las ilusiones de la noche, el vacío de estos lugares reducía la vida a sus exigencias esenciales. Aquí estaba todo subordinado a la inexorable lucha por la supervivencia.
Desde tiempos inmemoriales, la vertiginosa soledad de los ilimitados horizontes había hecho del desierto la incubadora por antonomasia de una espiritualidad que exaltaba al hombre hacia el Absoluto. Moisés en el Sinaí, Jesús en el monte de la Cuarentena, Mahoma en su Hégira, habían ofrecido a la Humanidad las visiones engendradas por su retiro en el desierto. Y toda una serie de místicos y de iluminados, de fanáticos y de visionarios, había surgido también de estas inmensidades para obstaculizar los hábitos de placer y de transigencia de sus contemporáneos.
En la tranquilizadora familiaridad de su desierto, este nuevo paladín solitario del absolutismo esperaba con calma el resultado de su experimento nuclear. Su éxito —lo sabía muy bien— podía provocar una reacción inmediata de Estados Unidos. Si tal era la voluntad de Dios, estaba dispuesto a perecer en este escenario que había templado su voluntad. Si, por el contrario, fracasaba, sólo tendría que salvar las apariencias condenando el «complot» urdido sobre su territorio. Haría detener a algunos palestinos y organizaría un simulacro de juicio para calmar la indignación de Estados Unidos y del mundo.
Su fino oído captó la crepitación de un helicóptero. Lo vio aparecer en un rincón del cielo, girar a doscientos metros de su tienda y posarse en el suelo. Un hombre saltó a tierra.
—
Ya Sidi!
—gritó—, ¡todo ha ido bien!
Gadafi desplegó una vieja alfombra de oración. A semejanza del presidente de Estados Unidos, su primera reacción fue hincarse de rodillas. Pero su oración era una acción de gracias por el poder que el éxito de la prueba ponía en sus manos. Tejida en la trama multicolor de la alfombra que tocaba con la frente aparecía la silueta del santuario islámico que ahora podría recuperar, en nombre de su fe y de su pueblo: ¡la mezquita de Omar, en Jerusalén!
El helicóptero que traía a Muamar el Gadafi del desierto de la Gran Sirte aterrizó a las 7.35 sobre una plataforma disimulada en un bosque de pinos marítimos, a treinta kilómetros al sudeste de Trípoli. El Jefe del Estado libio saltó al volante de un Volkswagen azul celeste y arrancó en tromba. Cuatro minutos más tarde, franqueaba una doble alambrada electrificada y rodaba por una larga avenida flanqueada de cipreses, seguido de un
jeep
lleno de hombres de su guardia personal, tocados con boinas rojas. La avenida conducía a un lugar rigurosamente secreto, protegido por dos batallones de fuerzas especiales de seguridad. Ningún diplomático extranjero, ningún visitante distinguido, ningún jefe de un estado árabe hermano, habían pisado jamás las gradas de la elegante mansión que se levantaba al final de la avenida acurrucada en un bosque de eucaliptos a orillas del Mediterráneo.
Con sus balaustres delicadamente esculpidos y su pórtico de columnas dóricas, la «Villa Pietri» parecía una bella mansión de la aristocracia italiana, construida, por error, en las puertas del continente africano. En realidad, la villa había sido edificada por un romano miembro de la nobleza del comercio de alfombras, que le había dado su nombre. Tras su muerte había servido de palacio al gobernador general fascista de la Libia mussoliniana, de residencia al hermano del rey Idris de Libia y, más tarde, a los jefes de la base aérea norteamericana de Wheelus, próxima a Trípoli. La «Villa Pietri» albergaba, desde ahora, el Cuartel General de las operaciones especiales del coronel Gadafi.
Allí había sido organizado el sangriento atentado contra los atletas israelíes con ocasión de los Juegos Olímpicos de Múnich, así como la operación del aeropuerto de Roma, en diciembre de 1973, que tenía por objeto asesinar a Kissinger; el secuestro de los ministros del petróleo de la OPEP, el ataque contra un avión de El-Al en las pistas de Orly; la desviación del aerobús de Entebbe. Los eucaliptos del parque ocultaban las antenas que transmitían las órdenes de Gadafi a los insurgentes del IRA irlandés, a los terroristas alemanes de la banda Baader, a los de las Brigadas Rojas italianas, a los kamikazes del Ejército Rojo japonés e incluso a los fanáticos musulmanes infiltrados en Tashkent y en el Turquestán soviético. Sus bodegas, donde antaño se habían conservado los Chianti más finos de las colinas de Toscana, habían sido transformadas en un centro ultramoderno de transmisiones, conectado particularmente en las instalaciones libias de radar. Maquetas de las cabinas del Boeing 747 y del Airbus habían sido construidas en un salón, para enseñar a los autores de secuestros de aviones a frustrar las tentativas de los pilotos contra sus atacantes. En las paredes, mapas del mundo indicaban con trazos rojos los itinerarios seguidos por la mayor parte de las compañías aéreas, mientras que montones de carpetas de archivo contenían todas las informaciones importantes sobre cada vuelo. Y era el propio jefe del Estado libio quien había dado su consigna a los habitantes de la «Villa Pietri»: «Todo lo que clava una espina venenosa en el pie de nuestros enemigos es bueno».