El quinto jinete (27 page)

Read El quinto jinete Online

Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: El quinto jinete
9.88Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tenemos una lista de veintiún norteamericanos, diecisiete hombres y cuatro mujeres, que estuvieron en campos libios de instrucción de terroristas.

El inspector jefe Feldman abrió unos ojos como naranjas.

—¿Les han atrapado? ¿Qué han descubierto? —preguntó.

—La mayoría de ellos estuvieron en Libia entre 1975 y 1977. Les hicimos vigilar a su regreso, pero ninguno de ellos cometió nada punible. ¡Ni siquiera hurtar un paquete de gomas de mascar en un
drugstore
!. Por consiguiente, la justicia se negó a renovar los mandamientos de vigilancia.

—Y entonces, ¿dejaron de seguirles?

El
Fed
lanzó un gruñido afirmativo.

—¡Maldita sea! —exclamó Feldman saltando como un diablo—. ¿Va a decirnos que Gadafi instaló en este país veintiún agentes norteamericanos especialmente adiestrados por él, y que el FBI no le tiene puesto el ojo a uno solo de ellos?

—Es la ley, señor inspector jefe —terció secamente Hudson—. Pero estamos sobre su pista desde ayer por la noche. Han sido encontrados cuatro de ellos.

Feldman se había puesto rojo como un tomate.

—¡Esto no es la ley, Mr. Hudson! ¡Es un suicidio!

El jefe de policía hizo una seña a su inspector jefe para que se calmase y volviese a sentarse.

Hablando a media voz, para serenar la atmósfera, el jefe de policía observó entonces que la mayoría de los núcleos árabes de Nueva York se hallaban precisamente situados cerca de los
docks
.

—Al —preguntó—, ¿se sabe al menos algo sobre las actividades de la OLP en aquel sector?

—Poca cosa —se lamentó Feldman—. Sólo dos o tres pequeñas abacerías familiares, de las que sospechamos vagamente que pueden encubrir un pequeño tráfico de armas… y tener quizás alguna relación con la OLP. Cuando Arafat vino a la ONU, sus guardaespaldas nos hicieron recelar al visitar algunas de esas tiendas. Tal vez fueron simplemente a tomar una taza de café. O quizás a montar una red. —Feldman se encogió de hombros—. ¡Elija usted lo que prefiera!

—¿Han podido al menos sus hombres hacer alguna infiltración en los medios que simpatizan con la OLP? —preguntó al jefe de policía, Clifford Salisbury, uno de los responsables de la CIA, que llevaba una perilla y estaba especializado en asuntos palestinos.

—La única actividad de infiltración que hoy en día está permitida legalmente a la policía se refiere al crimen organizado —respondió Bannion—. Además —añadió, con un atisbo de hosquedad—, me cuesta Dios y ayuda meter un solo polizonte en mis coches de patrulla. ¿Cómo quiere que me infiltre en la OLP?

Lo que no dijo el jefe de policía fue que sólo había cuatro policías que hablasen árabe, entre los treinta y dos mil hombres y mujeres que componían la fuerza policial neoyorquina y que ninguno de ellos estaba encargado de vigilar las actividades de los doscientos mil árabes que vivían en Nueva York.

Quentin Dewing se levantó a medias de su sillón y golpeó la mesa con la palma de la mano.

—Caballeros, no estamos aquí para ajustar cuentas ante policías federales y municipales. Debemos organizar urgentemente nuestras pesquisas de una manera racional y metódica. Primera cuestión: ¿Estamos de acuerdo, dadas las palabras, «isla de Nueva York», empleadas en la carta de amenaza de Gadafi, en concentrar los equipos de investigación nuclear únicamente sobre Manhattan?

Hubo un murmullo de aprobación.

—Para asegurar el secreto, la «Operación Nest» se desarrollará de una manera completamente independiente. El FBI sólo proporcionará chóferes para los vehículos de la búsqueda.

—¿Por dónde empezarnos? —quiso saber Bill Booth—. ¿Por Wall Street o por Harlem? ¿Por el norte o por el sur?

—Yo diría por Wall Street —sugirió Bannion—. Está más cerca de los muelles. Los terroristas habrían tenido que recorrer un trayecto más corto para transportar su bomba. Además, es cosa sabida que todo el mundo odia Wall Street.

—Muy bien —asintió Dewing—. Segundo: los hombres. Nosotros hemos hecho una llamada general al FBI. Hacemos venir cinco mil agentes. He ordenado a las direcciones del Tesoro, de Aduanas y de Estupefacientes, que pongan a nuestra disposición todas sus fuerzas disponibles. —Se volvió a Bannion—. Señor jefe de policía, ¿podemos contar con toda su brigada de inspectores?

—Dispongan de ella.

Harvey Hudson mordisqueó la punta de un nuevo cigarro.

—Inspector jefe Feldman, ¿cuál es, en su opinión la mejor manera de distribuir nuestras fuerzas?

—Por equipos, como en todas las grandes operaciones en que hemos trabajado juntos. Un
Fed
con uno de mis inspectores.

Hudson sacó del bolsillo un cigarro y lo ofreció al inspector neoyorquino con el ademán ceremonioso de un jefe indio presentando la pipa de la paz.

—Me parece perfecto, jefe.

Entonces se levantó dio la vuelta a la mesa y, chupando su cigarro, sé plantó delante del plano de Nueva York que cubría la pared del fondo de su despacho.

—Hay que dividir nuestras fuerzas en varios grupos. —Apuntó con su cigarro los muelles de Brooklyn—. Poner uno aquí y otro allí. —Había mostrado los aeropuertos—. Un tercero debe comprobar sistemáticamente todos los lugares acostumbrados, hoteles agencias de alquiler de automóviles, y apretar a todos los confidentes para saber si alguien ha procurado a los terroristas un escondrijo, un itinerario de fuga, armas u otras cosas por el estilo.

Feldman reprimió un ademán de impaciencia.

—Mi querido Hudson, cualquiera que le oyese diría que tenemos tres semanas para encontrar esa bomba. Si queremos tener alguna probabilidad de éxito debemos procurar no dispersarnos. Y empezar por enfocar todos nuestros faros sobre aquellos que podrían dar un golpe como éste. ¿Tiene usted alguna idea de qué clases de tipos podrían hacerlo?

Hudson hizo una seña al experto en asuntos palestinos para que respondiese.

—En términos generales —explicó el joven
Fed
—, esa clase de terroristas están condenadamente organizados. Tienen todo el dinero necesario para pasar por completo inadvertidos. Quiero decir que no se ven obligados a buscar sus escondrijos en los suburbios del Brome o entre los mendigos de Bowery. Saben desde hace tiempo que la mejor manera de confundirse con la masa es darse aire de burgueses acomodados. Por otra parte, tienden a permanecer entre los suyos. No parecen tener mucha confianza en los otros movimientos revolucionarios.

—Y yo añado —precisó el inspector jefe—, que, si ustedes quisieran montar un golpe como éste, creo que sólo lo confiarían a personas que conociesen ya el país, que hubiesen vivido aquí una temporada. Unos individuos que llegasen por primera vez, se expondrían a dejar demasiados indicios a su paso.

—El inspector Feldman tiene toda la razón —aprobó Salisbury, el representante, con perilla, de la CIA—. Y yo quisiera añadir dos cosas. Probablemente podemos presumir que nos enfrentamos con personas perfectamente preparadas, que actúan con sangre fría, conscientes de que sus probabilidades de éxito son mínimas y exigen una organización perfecta. Estoy convencido de que buscamos un grupito coherente de fanáticos sumamente motivados e inteligentes. En segundo lugar, me parece que la clase de profesionales a quienes confiaría Gadafi semejante operación tendrían que haber dejado alguna huella en los ficheros de los servicios de información internacionales. Estamos en contacto con todos los servicios extranjeros que poseen información sobre terroristas palestinos. Recibiremos todas las fotografías y descripciones de que disponen. Sugiero que seleccionemos los terroristas de cierta categoría que hayan residido aquí, y que concentremos en ellos todos nuestros esfuerzos.

—¿Cuántos individuos cree que serán? —preguntó Feldman con inquietud.

Salisbury pareció reflexionar.

—Hay unos cuatrocientos terroristas palestinos conocidos e identificados que rondan por el mundo. Me imagino que encontraremos entre cincuenta y setenta y cinco que correspondan a lo que buscamos.

El inspector jefe agachó la cabeza.

—Es demasiado. ¡Y con mucho! En un trabajo como éste, sólo se puede correr detrás de dos o tres piezas. Amigo mío, si quiere ayudarnos a salvar esta ciudad, es preciso que nos dé una o dos caras; no una galería de retratos.

Uno de los
Feds
mostró su placa al empleado de recepción con tanta discreción que el joven no se dio cuenta de quiénes eran sus visitantes hasta que oyó la palabra PBI. Inmediatamente se cuadró, como la mayoría de los que se enfrentan de pronto con un representante de la ley federal.

—Por favor, ¿podría ver su registro de clientes?

El empleado se apresuró a ofrecerle el libro, de negras cubiertas, del Hampshire House. El agente recorrió las páginas con el dedo índice y detuvo éste en una dirección de la calle de Hamra, en Beirut (Líbano), a la que seguía el nombre de Linda Nahar. «Suite 3.202», anotó en una libreta, y echó una mirada al tablero de las llaves. La llave no estaba allí.

—¿Está Miss Nahar en su habitación?

—¡Oh! —respondió el empleado—. La habrían encontrado si hubiesen venido un poco antes. Abandonó el hotel hará una media hora. Pero dijo que volvería dentro de una semana.

—¿Le dijo a donde iba?

—Al aeropuerto. Debía tomar el avión con destino a California.

—¿Dejó alguna dirección para que le remitan la correspondencia?

—No.

La voz del primer
Fed
se hizo amistosa:

—¿Tendría la amabilidad de hablarnos un poco de Miss Nahar?

Diez minutos más tarde, los dos agentes se hallaban de nuevo en su automóvil. El empleado se había mostrado muy poco comunicativo.

—¿Qué piensas de esto, Frank?

—Creo que probablemente estamos perdiendo el tiempo.

—También yo lo creo. Salvo que haya resuelto partir esta mañana, ¿verdad?

—¿Por qué no pedimos a tu confidente que apriete un poco más las clavijas a su contacto?

—Tal vez sería demasiado. Rico tiene que habérselas sobre todo con truhanes. —El inspector miró su reloj—. Vamos a comprobar las listas de pasajeros, para saber qué avión ha tomado. Haremos que la interroguen cuando llegue a California.

—Todos hemos olvidado una cosa capital —declaró el jefe de policía, con una autoridad que hizo que todas las miradas se volviesen a él—. ¿Vamos a aplicar las consignas de secreto de la Casa Blanca a los encargados de la investigación?

—No, claro que no —respondió secamente Hudson—. ¿Cómo podríamos motivarles, hacerles trabajar como nunca lo han hecho en su vida, darles a entender que tienen en sus manos la vida de millones de personas sin decirles la verdad?

Una expresión de estupor se pintó en los azules ojos del jefe de policía.

—¿Quiere usted decir que va a anunciar a mis agentes que hay una bomba H escondida en esta isla y que va a estallar dentro de unas horas, borrando esta ciudad de la faz de la Tierra? ¡Ni pensarlo! Son hombres. Les acometería el Dánico. ¿Sabe qué sería lo primero que dirían? «¡Eh! Yo tengo chicos allí. Llamaré a mi mujer. Le diré que vaya enseguida a buscarlos a la escuela y que partan inmediatamente hacia la casa de su madre, en Massachussets».

—No parece tener mucha confianza en sus hombres señor jefe de policía.

Michael Bannion fulminó con la mirada a Quentin Dewing, el severo director del FBI, venido de Washington.

—Confío absolutamente en mis hombres Mr. Dewing. Pero ellos no proceden de Montana, de Dakota del Sur o de Orange, como los suyos. Vienen de Brooklyn, del Bronx, de Queens. Y tienen a su mujer, a sus hijos, a su madre, a sus tíos y tías, a sus camaradas y a sus amiguitas, a sus perros, gatos y canarios, caídos en la trampa de esta ciudad. Son hombres. No superhombres como sus
Feds
. Tendrá que inventar una historia para ocultarles la verdad. Y le diré otra cosa, Mr. Dewing: la historia tendrá que ser muy buena, si no queremos que se produzca en la ciudad un pánico mayor de lo que usted o cualquier otro pueda imaginarse.

La periodista Grace Knowland se levantó el cuello de piel para protegerse del viento que la atacó a la salida de la estación del metro de Chambers Street, en el bajo Manhattan. Al cruzar a toda prisa el parque del Ayuntamiento, plantado de sicómoros —donde George Washington había hecho leer la Declaración de Independencia a los habitantes de Nueva York—, resbaló sobre la nieve helada y a punto estuvo de caerse. «¡Decir que el alcalde no es siquiera capaz de hacer limpiar sus propias aceras!», pensó, indignada. Ante ella se alzaba la imponente fachada del Ayuntamiento, extraña mezcla de arquitecturas Luis
XV
y clásica americana. Grace subió con precaución los escalones helados que habían pisado tantos soberanos, príncipes, presidentes, militares astronautas y sabios, para recibir el homenaje de la ciudad. Sonrió al policía de guardia y penetró en la sala de prensa al mismo tiempo que Víctor Ferrari, portavoz del alcalde.

—Señoras y caballeros —anunció enseguida aquél, frotándose las manos—, tengo que darles una mala noticia. Lamentándolo mucho, Su Excelencia no podrá celebrar su conferencia de prensa con ustedes esta mañana…

Ferrari esperó a que se calmase el alud de imprecaciones y silbidos provocados por sus palabras.

Soportar el mal humor de la prensa neoyorquina era una de las pruebas más leves que le imponía su función de portavoz del alcalde de Nueva York.

—El alcalde ha sido llamado a Washington por el presidente, para discutir ciertas cuestiones presupuestarias de interés común.

La sala pareció estallar. La enfermedad crónica de la hacienda neoyorquina llenaba muchas columnas de los periódicos desde hacía años. «¿Aumento de la ayuda federal?» «¿Reducción de la contribución gubernamental?» «¿Préstamo presupuestario?» Las preguntas silbaron como una nube de flechas.

—Lo lamento —se excusó Ferrari— levantando los brazos, pero me es imposible concretar exactamente el tema de esta súbita entrevista.

Víctor —preguntó Grace—, ¿cuándo cree que regresará el alcalde?

—Hoy mismo. Les tendrá al corriente.

—¿Por el puente aéreo, como de costumbre?

—Supongo que sí.

—¡Eh, Vic! —gritó un reportero de televisión—. ¿Podría tener esto algo que ver con la reconstrucción del South Bronx?

El rostro de Ferrari dejó filtrar una expresión casi imperceptible de aprobación, un pestañeo muy breve, como el del jugador de póquer que se encuentra con que ha ligado color. Sólo un periodista lo advirtió: Grace Knowland.

Other books

The Makeover by Vacirca Vaughn
Seducing His Opposition by Katherine Garbera
Dirty Trouble by J.M. Griffin
Imposter by Antony John
The Left Hand Of God by Hoffman, Paul