—Jack —dijo a su consejero—, quiero hablar con Abe Stern.
—¡Abe! —gritó, una vez establecida la comunicación con el Puesto de Mando subterráneo en Nueva York—. Se está acabando la arena del reloj. Pronto tendremos que pasar a la acción. Y entonces no podremos volvernos atrás.
—Lo comprendo muy bien, señor presidente —respondió el alcalde de Nueva York—. Pero, ¿qué va a hacer usted?
—Los aviones que transportan los elementos de la fuerza de intervención rápida acaban de aterrizar en Alemania. Están repostando y preparándose para dirigirse al Próximo Oriente. Hace media hora, el presidente Assad, de Siria, ha asegurado que nos dejará aterrizar en Damasco. En el mismo momento, la fuerza anfibia de la VI Flota desembarcará en el Líbano y unidades transportadas en helicóptero pondrán pie en Jordania. Esos tres elementos rodearán Cisjordania y expulsarán a los colonos israelíes.
—¡Los israelíes van a reaccionar, señor presidente! Y no olvide que también ellos disponen de armamento nuclear.
—Lo sé, Abe —respondió el presidente con voz monótona—, pero antes de actuar tomaré la precaución de informarles, igual que a todo el mundo, del objetivo limitado de esta operación.
—Tal vez no será bastante, señor presidente.
—Si esto no basta, pediré al Kremlin que les haga saber claramente las eventuales consecuencias de una utilización de armas atómicas. Puede estar seguro de que si la amenaza procede de los rusos, la tomarán en serio.
Stern lanzó un gemido.
—¡Señor! ¿No se puede hacer nada más?
—Todavía podríamos jugar una carta, Abe. USTED.
—¿Yo?
—Sí, ¡usted! Telefonee a Begin, Abe. Trate de convencerle de que comete una locura al negarse a expulsar a todos los colonos de Cisjordania.
—¿Puedo decirle que estamos a punto de…?
—Abe —suspiró el presidente—, dígale todo lo que quiera. Intente sólo conseguir que anuncie inmediatamente por radio que ha empezado la evacuación total de Cisjordania.
Angelo había detenido su Chevrolet ante el ciento setenta y ocho de Christopher Street, cerca del lugar donde el representante de Colgate había aparcado su Pontiac el viernes anterior. Con un
walkie-talkie
en la mano y un plano detallado del barrio desplegado sobre las rodillas, vigilaba el trabajo de los policías que rastreaban el sector en busca del individuo que había colocado el mensaje en el parabrisas del representante. Iban de casa en casa, llamando a todas las puertas, entrando en todas las tiendas, interrogando a todos los transeúntes.
La mirada del policía se detuvo un instante en el reloj del tablero del coche. «¿Dentro de cuánto tiempo debe explotar esa maldita bomba?» se preguntó. De pronto, sintió el súbito y furioso deseo de abandonarlo todo y correr a abrazar a su hijita doliente, aquella hija a quien amaba y llevaba como una cruz.
La imagen de Maria cantando su villancico ocupaba aún su pensamiento, cuando oyó que llamaban a la portezuela. Era un policía de paisano, que traía a un muchacho de unos veinte años, de chaqueta negra tan ajustada, que parecía un bailarín de ballet, y cabellos rubios encrespados a la manera de Elvis Presley. Llevaba un bóxer color cobre, sujeto con una correa. Angelo bajó el cristal.
—¿Quiere repetir al inspector Rocchia lo que acaba de decirme? —le ordenó el policía.
—¡Oh, sí! Con mucho gusto —respondió el muchacho, oscilando sobre sus pies. —Estaba paseando a
Ashoka
…, bueno, el pobre necesita hacer ejercicio, ¿verdad, querido? —Acarició al animal—. Estaba, pues, allá abajo… —y señaló el otro lado de Christopher Street, un poco más arriba en dirección a la Quinta Avenida— y oí de pronto el ruido de una colisión. Volví la cabeza y vi aquel camión amarillo que rodaba calle arriba. Entonces crucé la calle, procurando no resbalar, pues la calzada era como una pista de patinaje y vi que había abollado el guardabarros del coche estacionado.
—Y dejó una nota en el parabrisas.
—Sí. Era lo menos que podía hacer.
—¿Era un camión de Hertz?
—Eso… —El muchacho pareció perplejo—. Yo no entiendo de estas cosas. Es posible. Pero iba a bastante velocidad y no pude verlo bien. Además, a mí, los camiones…
—¿Cree que pudo verlo alguna otra persona?
—¡Oh! Había un par de esos asquerosos maricas que hacen el plantón allí.
Señaló el escaparate de un
sex-shop
cerca del Chevrolet de Angelo.
—¿Les conoce?
—No frecuento a esa clase de individuos—. Levantó los brazos en dirección al terraplén que flanquea el West Side Drive—. Trabajan allá abajo, en los
docks
abandonados.
Angelo saltó del coche.
—Vamos, ¡tenemos que encontrarlos!
El presidente de Estados Unidos no se había equivocado. Los servicios de información israelíes habían tenido conocimiento de los preparativos norteamericanos con vistas a una intervención de Cisjordania, casi en el mismo momento en que esta operación se había puesto en marcha. Un agente situado en la base aérea U.S. de Wiesbaden (Alemania), había advertido a la Embajada israelí en Bonn del aterrizaje de los C-5 Galaxy de la fuerza de intervención rápida. Detectado por los radares judíos, la aproximación de la fuerza anfibia de los Mmrines de la VI Flota era ya objeto de una atenta vigilancia por parte de la aviación israelí. Sin embargo, el informe mas completo sobre las intenciones norteamericanas procedía de un corresponsal del Mossad introducido en el palacio del rey Hussein en Amman, un teniente coronel de la aviación jordana, miembro del Estado Mayor personal del soberano.
Tras exponer la situación ante el Gobierno israelí, Yuri Avidar, jefe del Servicio de Información Militar y el mismo que la víspera había impedido el bombardeo atómico de Libia avisando a la Embajada americana, concluyó:
—No existe la menor duda: Estados Unidos se dispone a echársenos encima.
—Hay que poner inmediatamente sobre aviso a la prensa mundial —rugió el ministro de la Construcción, Benny Ranan—. ¡Esto dejará clavados a los norteamericanos! ¡La opinión pública les obligará a atacar a Gadafi!
El viceprimer ministro, Jacob Shamir, miró a su colega con estupor.
—¿Te has vuelto loco, Benny? Si los norteamericanos se enteran de que Nueva York puede ser arrasada por una bomba H, a causa de nuestras colonias, ni uno solo de ellos se opondrá a una acción militar contra nosotros.
Yuri Avidar se había levantado. Su rostro expresaba una ironía desesperada.
—¿No sería posible que, por una vez, nuestro país reconociese sus errores? ¿Por qué no hemos de desalojar nosotros mismos TODAS esas colonias, de una vez para siempre? ¡Les garantizo que el Ejército acabará por obedecer!
—Nuestro error ha sido no lanzar ayer nuestro ataque contra Libia —dijo Ranan, con voz grave.
Siempre dueño de sí, Menachem Begin se volvió a Avidar.
—Lo malo es que nuestros Servicios de Información no fueron capaces de descubrir lo que hacía Gadafi. Si hubiésemos estado mejor informados sobre su programa nuclear, habríamos podido tomar las medidas necesarias antes de que él tuviese su bomba.
Avidar inició una protesta, pero Begin le interrumpió con un movimiento de la mano.
—He leído todos sus informes. Usted nunca le tomó en serio. ¡Ni siquiera después del descubrimiento del caso pakistaní! Usted insistió en afirmar que no poseía los recursos tecnológicos, la infraestructura. Que no era más que un baladrón, un…
Un secretario entró en la estancia.
—Discúlpeme —dijo al primer ministro—, pero el alcalde de Nueva York desea hablarle urgentemente.
El espectáculo era tan repugnante, que Angelo sintió náuseas: el viejo muelle abandonado, lleno de desperdicios y de suciedad; el siniestro barracón, con su rótulo desvaído de «Aduana U.S.»; el desgraciado medio desnudo sobre el suelo, en el fondo del local con el torso lacerado y cubierto de moretones, y con aire de animal acorralado; los dos gamberros con chaqueta de cuero, uno de ellos haciendo girar todavía una cadena de bicicleta en la mano. El inspector iba a entrar en aquella cueva de placer sadomasoquista, pero se detuvo asqueado.
—¡Eh, tú! —gritó, señalando al tipo de la cadena—. ¡Sal de ahí! ¡Tengo que hablarte!
El muchacho avanzó, arrastrando las botas.
—¿Qué es lo que quiere? —gruñó, con aire de pocos amigos—. ¡El cliente es mayor de edad y está vacunado! Ahora, ¡también nosotros tenemos derechos civiles!
—¡Cierra el pico, cerdo! —gritó Angelo—. Me importa un bledo lo que hagáis ahí dentro. El viernes este amigo —y señaló al chico del perro—, vio un camión amarillo que abollaba un automóvil en Christopher. Dice que tú también lo viste.
Sí —respondió el gamberro, agitando la cadena con orgullo, mientras su cliente, con la cabeza entre las manos, gemía en la penumbra.
—¿Te acuerdas del camión?
—Un camión Hertz, sí; una de sus furgonetas habituales.
—¿Estás seguro de que era un camión Hertz?
—Seguro y cierto. ¿Por qué?
Angelo sacó del bolsillo un catálogo de todos los vehículos utilitarios que alquilaba Hertz en la región de Nueva York.
—¿Puedes decirme de qué modelo era?
—De éste.
Había puesto sin vacilar el dedo índice sobre la imagen de una furgoneta Volkswagen. Angelo guiñó un ojo a Rand, y después, a aquel tipo.
—Gracias, pequeño. ¡Algún día te darán una medalla de buena conducta!
Mientras Rocchia y Rand volvían apresuradamente a su Chevrolet, un hombre, a doce manzanas de allí, subía tranquilamente a un Ford detenido ante una quincallería de la calle 12 Oeste. Kamal Dajani admiró la peluca rubia que llevaba Leila. Transformaba de tal manera su fisonomía, que ningún policía, ni siquiera con su foto en la mano, habría podido reconocerla. El coche arrancó suavemente y se mezcló con el tráfico que subía por la Sexta Avenida.
—¿Va todo bien? —preguntó Leila, sin perder de vista el espejo retrovisor, para asegurarse de que no les seguía ningún automóvil sospechoso.
—Todo está perfectamente en orden.
—La radio no ha anunciado todavía nada.
—Lo sé, tengo un transistor.
—¿Crees que es posible que los norteamericanos se nieguen?
Kamal se encogió de hombros, vacío el semblante de toda expresión. Guardó silencio, contemplando la gente que se empujaba en las aceras, con paquetes de Navidad. Leila estaba nerviosa: encendió un cigarrillo.
—Deberías concentrar la atención en la calle —dijo Kamal, secamente—. No es el momento más adecuado para atropellar a alguien.
Hubo un largo silencio.
—¿Qué sientes? —preguntó ella, al fin.
—¿Con referencia a qué?
—A esa bomba, ¡por el amor de Dios! A lo que pasará si los norteamericanos se niegan. ¿No experimentas nunca un sentimiento, Kamal? De triunfo, de venganza, de remordimiento, de cualquier cosa.
—No, Leila. Hace tiempo que aprendí a no sentir nada.
Se abroqueló de nuevo en el silencio, contemplando la perspectiva de los rascacielos que lanzaban destellos bajo el pálido sol.
El coche rodaba ahora entre el tráfico que salía de Nueva York. Con vivo movimiento Kamal agarró el mapa de carreteras que estaba sobre el asiento.
—No sigas el camino de la última vez —ordenó.
—¿Por qué?
—No quiero pasar por el puesto de peaje. Si nos buscan, nos esperarán allí.
De todas las exhortaciones, amenazas y promesas que había oído Menachem Begin desde la primera llamada telefónica del presidente, hacía treinta horas, nada le conmovió tanto como el llamamiento del alcalde de Nueva York. Begin había visto a Abe Stern en dos ocasiones: una vez, en Nueva York, a raíz de una colecta de fondos para Israel; otra, en Jerusalén, con un grupo de sionistas neoyorquinos.
—Señor primer ministro —dijo el alcalde, con voz vibrante de emoción—, permita a un viejo que celebra hoy su setenta y dos aniversario y que dedicó toda su vida al bienestar de sus conciudadanos, dirigirle una súplica. Seis millones de hombres, mujeres y niños, inocentes de los dramas, injusticias y desdichas soportadas por el pueblo de Israel en su lucha por la supervivencia, van quizás a perecer porque usted se niega a expulsar a un puñado de colonos de un territorio que, quiérase o no, dejó de pertenecer a los judíos hace dos mil años. Pero no le llamó solamente en nombre de estos millones de humildes blancos, negros, chicanos y chinos que componen una ciudad, sino también en el de los tres millones de judíos, como usted y como yo, que habitan en Nueva York. Sabe usted que hay más judíos aquí que en su país, y sabe lo que tenemos que luchar diariamente para ayudarle a defender su derecho a la existencia.
»¿Por qué cree usted que ese árabe sanguinario ha escogido Nueva York para su horrible chantaje? ¿Por qué no ha tomado como rehén a Washington, Chicago o Los Ángeles? Ha sido por nosotros, señor Primer Ministro. Somos nosotros, los judíos de Nueva York, no ustedes, quienes están hoy en la línea de fuego.
El alcalde hizo una pausa, se enjugó los ojos llenos de lágrimas y recobró el aliento. Su voz llegaba hasta Begin ligeramente deformada por el eco.
—Usted es un hombre religioso, señor primer ministro —siguió diciendo Abe Stern—. Conoce usted las enseñanzas de nuestra Torá, los preceptos sagrados que ésta nos manda observar. Cuando la vida de un solo hombre está en peligro, la comunidad entera debe volar en su ayuda. Hoy está amenazada la vida de tres millones de judíos, Mr. Begin. Pero se encuentran aquí, en Nueva York, ¡no en Israel!
—¡Caramba, hijito, esto parece Cabo Kennedy, la noche del lanzamiento de Armstrong a la Luna!
Angelo y Rand no habían bajado nunca al Puesto de Mando subterráneo de Foley Square, donde reinaba ahora un verdadero histerismo. Todos los teléfonos sonaban al mismo tiempo, batían las puertas, entraban y salían hombres en ciega carrera, parloteaban los aparatos de radio, repicaban los teletipos, pestañeaban los ordenadores.
Apremiado sin cesar por Washington, consciente de la inutilidad de sus esfuerzos, el capitán de este barco enloquecido trataba de conservar la sangre fría. A falta de algo mejor, Quentin Dewing, director del FBI, había reunido a su Estado Mayor, a instancia de Al Feldman, para oír a Angelo Rocchia y a Jack Rand.
—Siéntese, inspector —dijo secamente el
Fed
, señalando una silla en el extremo de la mesa—, y relate brevemente esa investigación tan astuta de que nos ha hablado su jefe.