En cambio en el puesto de mando de la comisaría 6.
a
se produjeron algunas reacciones de terror por parte de los magistrados movilizados para firmar los mandamientos de registro. En cuanto comprendieron el verdadero objeto de la operación en curso, algunos de ellos corrieron a la cabina telefónica más próxima para ordenar a sus familias que saliesen de Nueva York sin perder un momento.
Cuando se inició el rastreo Angelo Rocchia se tomó un minuto para hacer también una llamada personal.
—¿Eres tú, Grace? —dijo, haciendo pantalla con una mano para que no le oyesen—. Quería decirte algo a propósito de… a propósito de lo que me dijiste ayer. He reflexionado. Quisiera casarme contigo. ¡Quisiera que ese hijo fuese de los dos!
Kamal Dajani había apagado la televisión de un puñetazo. Asió a su hermano de los hombros, le hizo levantarse del canapé y le sacudió violentamente.
—¿Vas a decirme al fin qué has hecho para que no explote esa bomba?
Whalid quiso desprenderse, pero el puño de hierro de su hermano le inmovilizaba.
—Kamal, ¿por qué me miras con tanto rencor? —preguntó, tratando de disimular su miedo—. ¡Hoy es un gran día! Si la bomba no ha explotado, ¡es porque hemos triunfado! Seguro que los israelíes han empezado ya a evacuar nuestro suelo. ¡No tardaremos en enterarnos! ¡Bebamos por la victoria, hermanito!
Alargó la mano hacia la botella de whisky colocada sobre el televisor, pero Kamal se lo impidió con un golpe seco. Whalid se irguió. El horror que de pronto le inspiraba su hermano le dio valor para ser franco.
—¿Creías realmente que esa bomba iba a estallar? ¿Creías sinceramente que podríamos volver a Jerusalén caminando sobre millones de cadáveres? Di, ¿lo creías?
»Hermano mío, debe de haber otra manera. Yo no fabriqué esa bomba para sembrar el horror. La fabriqué para que se hiciese justicia a nuestro pueblo. Para que fuese igual que los demás. Los judíos tienen su bomba, y los norteamericanos, los franceses, los chinos, los indios, los ingleses, tienen las suyas. Ahora, los árabes también la tienen. Gracias a ella podremos negociar con nuestros enemigos y recobrar nuestra patria.
Hizo una pausa.
—Kamal —concluyó martillando sus palabras— ¡no se puede construir la justicia sobre millones de inocentes muertos!
Los ojos del más joven de los Dajani ardían de odio. «Unos ojos asesinos», pensó Leila horrorizada.
—¡Traidor! Ahora lo comprendo todo: si la bomba no ha explotado, es porque tú la desconectaste cuando nos enviaste, a Leila y a mí, a comprobar la antena del tejado. ¡Tu súbito dolor de estómago fue una comedia! Cuando bajamos, se te había pasado. ¡Y tu úlcera se curó también después! ¡Como por ensalmo! ¡Cerdo! ¡Vas a decirme enseguida lo que hiciste para desactivar la bomba!
Kamal descargó la mano como un hacha. La misma mano que había roto la tráquea del físico francés Alain Prévost en el Bosque de Bolonia cayó sobre la mejilla de Whalid. Este lanzó un grito rápidamente ahogado por otro golpe en mitad del pecho. Vaciló, tropezó con una silla y cayó sobre la mesa del fondo de la estancia. Platos, una segunda botella de whisky y varias chucherías se rompieron con estruendo de vidrios rotos. Kamal se arrojó sobre su hermano y le echó las manos al cuello.
—¿Sabes lo que pasa en este momento por tu culpa? A estas horas, ¡los norteamericanos deben de prepararse para liquidar a Gadafi! Van a destruirle porque ahora lo tienen a su merced. ¡Por tu culpa! ¡Debido a tu traición!
Whalid se asfixiaba. Abierta la boca, desorbitados los ojos, ¡trataba de aspirar un poco de aire!
—¿Qué hiciste para desactivar la bomba? —repitió Kamal, acompañando ahora su pregunta con un golpe de rodilla en el bajo vientre.
Whalid se retorció de dolor. Leila, enloquecida, corrió hacia ellos.
—¡Basta, Kamal! ¡Vas a matarle! ¡Es tu hermano!
—¡Es un traidor! ¡Por su culpa, no volveremos nunca a nuestro país!
Ebrio de furor, Kamal se encarnizaba con su hermano. No vio a Leila levantar la botella de whisky pero su instinto le hizo percibir el ataque. Se inclinó hacia delante, la botella no le dio en la cabeza, pero le golpeó en la espalda. El golpe le hizo perder el equilibrio y se derrumbó en el sofá. Whalid consiguió volverse y sacar el revólver del bolsillo de su chaqueta. Lo sostenía con mano temblorosa cuando su hermano se arrojó sobre él. La bala rozó la oreja de Kamal y se incrustó en el techo. Whalid no volvió a disparar. Los pulgares del palestino, se habían hundido ya en la tráquea de su hermano justo debajo de la nuez de Adán. Se oyó un chasquido. Un espasmo sacudió a Whalid y su boca se abrió para soltar un espumarajo.
—¿Qué has hecho? —aulló Leila horrorizada.
—Le he matado.
Durante un largo momento, Kamal contempló a su hermano muerto sobre la alfombra. Después, se arrodilló junto al cadáver y levantó la manga para poner al descubierto el tatuaje de la muñeca, como si quisiera hacer un nuevo juramento con su hermano.
—¡Tu bomba explotará a pesar de todo, Whalid! Te lo juro: explotará. ¡Has perdido, traidor!
Registró la chaqueta de Whalid, buscando la lista de las diversas operaciones indispensables para proceder a la ignición manual de la bomba, y encontró una casete. Reconoció enseguida la casete grabada en Trípoli.
—¡Aquí está la explicación! Es muy sencilla: sustituyó la casete de Trípoli por otra, mientras nosotros estábamos en el tejado.
Salvo en los folletines de la televisión, a los que dedicaba sus veladas de viuda solitaria era la primera vez que Mrs. Dorothy Burns había oído un disparo de arma de fuego. Corrió hacia sus cortinas de cretona, para tratar de averiguar de dónde había podido venir la detonación. Entonces oyó el ruido de una violenta discusión en la casa de enfrente. Momentos después, vio que un desconocido empujaba a una joven hacia el coche aparcado delante de la puerta. El automóvil arrancó en tromba y desapareció en dirección a la autopista. Mrs. Burns, sin vacilar, descolgó el teléfono rosa de la mesita de noche.
—Señorita, póngame con la comisaría de policía, por favor.
El teléfono de Myron Pick, jefe de redacción de
The New York Times
, sonó casi en el mismo momento. Su corresponsal en Las Vegas le llamaba para hablarle del tal John McClintock que había alquilado una de las misteriosas furgonetas Avis descubiertas por Grace Knowland en el cuartel de Park Avenue.
—Este caballero pertenece a una organización gubernamental instalada en una zona prohibida de la base aérea de McCarran —dijo el periodista—. La organización se llama Nest, que quiere decir Nuclear Explosive Search Teams. La misión de estas brigadas es detectar cualquier materia radiactiva desaparecida durante un transporte, robada de una instalación nuclear o caída del cielo, como en España hace varios años; ya se trate de uranio, de plutonio e incluso de una bomba atómica. Su material…
El corresponsal seguía explicando, pero Pick ya no le escuchaba. Súbitamente incapaz de reaccionar, le parecía que le habían dado un golpe en la cabeza.
¡Al fin había sucedido!
Tres minutos después de su llegada, dos policías de la comisaría de Dobbs Ferry llamaban a la puerta de la señora Burns.
Ésta, presa de gran excitación, les contó lo que había visto y oído.
—Debe de ver demasiadas películas policíacas en la televisión —confió uno de los policías a su compañero, mientras cruzaban la calle para ir a inspeccionar la casa de enfrente.
Como nadie respondió a su llamada, dieron la vuelta a la casa, por si había señales de irrupción con violencia. Después, volvieron a la puerta de entrada.
Ésta no estaba cerrada. El primer policía asomó la cabeza al interior.
—¿Hay alguien ahí? —gritó.
Como no les respondiesen, avanzó hasta el salón.
—¡Santo Dios! —exclamó—. ¡Llama a la policía del Estado! ¡Esa mujer no soñaba!
John Robinson, el austero director de
The New York Times
, miraba sorprendido a su jefe de redacción. El rostro del animoso Myron Pick estaba tan lúgubre como una mascarilla mortuoria. Había venido a ponerle al corriente de los extraños acontecimientos que agitaban Nueva York y le reveló lo que había descubierto con respecto al misterioso John McClintock, de Las Vegas.
Sin decir palabra, Robinson cogió el teléfono y llamó a la jefatura de policía.
—Señorita, me importa un bledo saber dónde está y lo que hace —dijo a la secretaria del jefe Bannion—. Quiero hablar inmediatamente con él. No me retiraré del aparato hasta que usted lo encuentre.
Tardaron varios minutos en localizar a Michael Bannion en el tumulto de la comisaría 6.
a
. Robinson no estaba de humor para perder el tiempo en cumplidos.
—Señor jefe de policía, sé que ha dicho usted a mi jefe de redacción que están buscando un barril de gas clorhídrico que se supone oculto en esta ciudad.
—Exacto, señor director, y nunca le agradeceré bastante la ayuda que nos prestará el
Times
al mantener secreta esta información hasta que hayamos inutilizado ese barril.
—Ha sido colocado por terroristas palestinos, ¿eh?
—Si, señor.
A pesar de la insoportable tensión de las últimas horas, la voz de Bannion era tan imperiosa como de costumbre.
—Señor jefe de policía, lamento tener que decir que nos ha mentido usted. Lo que buscan es una bomba atómica. Millares, tal vez cientos de millares de neoyorquinos están en peligro de muerte y usted se niega a avisarles, a salvarles diciéndoles que huyan. ¿Y quiere que el
Times
haga lo mismo? ¿Qué guarde silencio, siendo así que su razón de ser es precisamente servir a esa población?
Bannion estaba aterrado. Llamó a un
Fed
y le tendió un mensaje garrapateado a toda prisa:
«¡Llamen a Washington! ¡Pregunten por el presidente! ¡El secreto ha sido descubierto!»
Tres coches de la policía del Estado de Nueva York, con un faro giratorio encendido sobre el techo, acababan de detenerse ante la casa donde había sido asesinado Whalid Dajani. Una ambulancia, con las puertas abiertas, esperaba a un lado. Vecinos y niños que volvían de la escuela se habían agrupado allí, con aire de espanto. Un asesinato no era cosa corriente en las tranquilas calles de Dobbs Ferry.
En el salón, los policías trajinaban alrededor del cadáver. Habían trazado un círculo rojo alrededor del impacto de la bala en el techo. Un equipo de identificación judicial tomaba las huellas, mientras un policía marcaba con tiza la posición del cuerpo de Whalid sobre la alfombra y un fotógrafo registraba el escenario desde todos los ángulos.
—Llévenlo al depósito y que hagan la autopsia —ordenó el capitán encargado de las primeras averiguaciones.
Echó una mirada a los pedazos de las dos botellas de whisky desparramados por el suelo y observó el cadáver con ojos despectivos.
—¡Apuesto a que encontrarán en su barriga alcohol suficiente para abrir un bar!
Un policía había encontrado el pasaporte de Whalid en la chaqueta de éste. Lo entregó a su jefe.
—¡Vaya, Charlie, es un árabe!
El capitán examinó la foto, le costó un poco encontrar un parecido con el rostro desfigurado por la asfixia, y hojeó las páginas hasta descubrir el sello del oficial de inmigración del aeropuerto Kennedy.
—¡Pobre infeliz! ¡Poco tiempo ha tenido para hacer sus compras de Navidad! —dijo, observando la fecha del 10 de diciembre—. Voy a mi coche, a informar de esto a jefatura.
La policía del Estado de Nueva York no había sido oficialmente informada de la búsqueda emprendida en Nueva York y el capitán nada sabía del drama que se desarrollaba en Manhattan. Encendió un cigarrillo, dio varias chupadas y cogió, sin ninguna prisa, el micro, para comunicar a la jefatura de su brigada el primer informe sobre el crimen de Dobbs Ferry.
Tras la frenética iniciación de la gigantesca búsqueda, una atmósfera de cansancio había invadido el puesto de mando avanzado de la comisaría
a
. A medida que avanzaba la investigación, el jefe de inspectores Al Feldman señalaba en negro sobre el plano las porciones registradas del sector. Pero no se hacía muchas ilusiones: de no producirse un inesperado golpe de suerte, estarían todos desintegrados antes de que los primeros sabuesos tuviesen tiempo de llegar a la orilla del Hudson.
Feldman consideraba esta desalentadora perspectiva cuando un inspector le pasó el teléfono.
—Le llaman desde el puesto de mando subterráneo de Foley Square.
El puesto de mando de Foley Square estaba también en contacto por teletipo con la jefatura de policía del Estado de Nueva York. El inspector de guardia se había sentido intrigado por el último despacho llegado al aparato.
—Jefe —dijo a Feldman—, se ha encontrado un muerto en Dobbs Ferry. Sin duda es un asesinato. La víctima es un árabe que se parece mucho a uno de los tipos que buscamos. Voy a leerle su descripción:
«Sexo: masculino. Talla: 1,60 m. Peso: 50 kg. Datos consignados en pasaporte libanés nº 234.651, expedido en Beirut el 22 de noviembre de 1979, a nombre de Ibrahim Khalid, ingeniero electrónico, nacido en Beirut el 12 de septiembre de 1942. Entrado en Estados Unidos por el aeropuerto internacional Kennedy el 10 de diciembre del 79. Cabellos castaños, ralos. Ojos castaños. Señas particulares: bigote fino y un tatuaje sobre la muñeca izquierda representando un corazón, un puñal y una serpiente».
—¡Un tatuaje! ¡Dios mío! ¿Has dicho un tatuaje?
Feldman estaba ahora excitadísimo.
—Páseme el legajo que nos enviaron anoche los franceses —gritó a Dewing.
Lo hojeó febrilmente.
—¡Es él! gritó. ¡Sin duda alguna es él! ¡Es uno de los tres palestinos que ocultaron la bomba!
Richard Synder, presidente de
The New York Times
se había detenido ante la ventana de su despacho en el piso catorce del venerable edificio y meditaba —abrumado— las palabras del jefe del Estado. Desde el fondo del estrecho cañón de la calle 43, subía hasta él el rumor de la intensa circulación, la vibrante cacofonía de Nueva York, su ciudad, la ciudad a quien el periódico de su familia servía desde hacía tres generaciones.
La presidencia de este diario, que se consideraba como la conciencia de América, hacía pesar sobre los hombros de este quincuagenario puritano una aplastante responsabilidad moral. «¿Cuál es hoy nuestro deber? —se preguntaba—. ¿Qué debe hacer el
Times
por la ciudad, por el país?»