Olivier lo hace todo con elegancia, es un hombre habituado desde hace mucho tiempo a su propia piel; acostumbrado, también, a salirse tranquilamente con la suya. Al observarlo, ella se da cuenta con una repentina sensación de vértigo de que, a menos que le diga que no de alguna manera, acabará yaciendo desnuda en sus brazos, aquí, en esta ciudad. Es una idea chocante, pero una vez que se le ocurre, no puede ignorarla. Tendrá que encontrar fuerzas para articular esa palabra, non. Non; entre ellos no existe esa palabra, tan sólo esta extraña sinceridad del alma. Él está más cerca de la muerte que ella; no tiene tiempo para esperar respuestas, y a ella le enternece en exceso su deseo. Lo ineluctable del destino le hace un nudo en el pecho.
—Estarás cansada, querida —le dice Olivier—. ¿Vamos directamente al hotel? Estoy seguro de que algo nos darán de cenar.
—¿Son bonitas nuestras habitaciones? —Lo pregunta con más brusquedad de la pretendida, porque se refiere a otra cosa.
Él la mira sorprendido, con amabilidad, divertido.
—Sí, las dos son muy bonitas y creo que tienes, además, un saloncito. —Una oleada de bochorno la recorre. Naturalmente; Yves los ha enviado juntos aquí. Olivier tiene la delicadeza de no sonreír.
—Espero que mañana querrás dormir hasta tarde y, si te apetece, podemos quedar a última hora de la mañana para pintar. Veremos qué tal tiempo hace… supongo que magnífico, a juzgar por el roce de esta brisa.
El mozo ya sube calle arriba con el equipaje de ambos en un carro con ruedas, con sus maletas y cajas, con el baúl de correas de cuero de Béatrice. Ella y el tío de su marido están a solas en los confines de otro mundo, delimitado únicamente por el agua oscura y salada, un lugar en el que ella no conoce a nadie más que a él. De repente, le entran ganas de reírse.
Por el contrario, deja en el suelo la maleta que contiene su preciado material artístico y se levanta el velo; se acerca a él y le pone las manos sobre los hombros. A la luz de la farola, los ojos de Olivier miran con atención. Si le sorprende el rostro levantado de Béatrice o su espontaneidad, lo disimula en el acto. A ella, a su vez, le sorprende aceptar su beso sin reservas, sentir en él sus cuarenta años de experiencia, ver el contorno de su pómulo. Su boca es cálida y conmovedora. Ella forma parte de una sucesión de amores, pero en este momento es su único amor y será el último. El inolvidable, el que él se llevará consigo hasta el final.
Mary
El tercer día fue el más sorprendente. Me sería imposible describir cada uno de los más o menos quinientos días que viví con Robert Oliver, pero los primeros días de un amor son intensos; los recuerdas con detalle, porque son una representación de todos los demás. Incluso explican por qué un determinado amor no ha funcionado.
La tercera mañana del seminario desayuné frente a la misma mesa que un par de profesoras que no parecieron reparar en mi presencia en el otro extremo de ésta; había sido un acierto llevarme el libro. Una de ellas era una mujer de unos sesenta años, a la que reconocí vagamente como profesora de artes gráficas del retiro, y la otra tendría unos cuarenta y cinco, una profesora de pintura, de pelo corto y teñido de rubio, que empezó comentando que no consideraba que el nivel de los alumnos fuera tan alto como el del año anterior. «Bien, pues entonces me dedicaré a leer mi libro, señora», pensé. Los huevos estaban demasiado crudos, no como a mí me gustaban.
—No sé cuál es el motivo. —La profesora tomó un gran sorbo de café, y la otra mujer asintió—. Espero que el gran Robert Oliver no se lleve un chasco, eso es todo.
—Estoy convencida de que sobrevivirá. Ahora da clases en una universidad pequeña, ¿verdad?
—Sí, creo que Greenhill, en Carolina del Norte. En honor a la verdad, tiene un departamento muy bueno, pero dista mucho de parecerse a lo que habría en una facultad como Dios manda. Me refiero al contenido artístico.
—Por lo visto a los alumnos les cae bien —comentó con suavidad la profesora de Artes Gráficas; era evidente que no había relacionado a la lectora que comía unos huevos con desgana frente a su misma mesa con el grupo de alumnos de Robert. Mantuve la cabeza agachada. No es que la estupidez ajena me dé vergüenza, es que sencillamente hace que me entren ganas de largarme.
—Naturalmente que sí. —La mujer teñida de rubio apartó su taza de café—. Oliver hizo la portada de la revista ARTnews, lo llaman de todas partes para exponer y tiene las espaldas muy anchas como para darle importancia a eso y dejar de dar clases en medio de la nada. Tampoco le perjudica medir dos metros y parecerse a Júpiter.
«Más bien a Poseidón», corregí para mis adentros mientras cortaba mi beicon. «O a Neptuno. No tenéis ni idea.»
—Estoy segura de que sus alumnas lo persiguen a todas horas —dijo la profesora de Artes Gráficas.
—Lógico. —Su colega parecía encantada de que hubiera salido este tema—. Y se rumorean cosas, pero quién sabe qué hay de cierto. A mí me parece que es un tanto olvidadizo, lo cual es reconfortante. O puede que sea uno de esos hombres que, al final, realmente no se fija en nadie más que en sí mismo. Creo que además tiene mujer e hijos. Pero nunca se sabe. Cuanto mayor me hago más pienso que los cuarentones son un misterio total, en general decepcionante.
Me pregunté de qué edad prefería ella a los hombres. Sin ir más lejos, podría presentarle al huracán Frank.
La profesora de Artes Gráficas suspiró.
—Lo sé. Yo estuve casada durante veintiún años, ¡veintiún años! y sigo pensando que no llegué a conocer a mi ex marido.
—¿Quieres llevarte otro café? —inquirió la mujer del pelo erizado, y se fueron juntas sin mirar en mi dirección. Mientras se alejaban me fijé en lo grácil que era la mujer más joven; de hecho, era guapísima, iba vestida de negro, que estiliza, con un cinturón rojo, a sus cuarenta y cinco años era más esbelta que la mayoría de las mujeres de veinte. Tal vez ella misma aceptaría el reto que suponía la persona de Robert Oliver y podrían comparar sus portadas de ARTnews. Sólo que Robert jamás estaría interesado en esa clase de competencia; se rascaría la cabeza y cruzaría los brazos, y se pondría a pensar en otra cosa. Me pregunté si la imagen de incorruptible que tenía de él era correcta; ¿era simplemente olvidadizo, como había dicho la mujer? A mí no me había parecido que estuviera muy ausente dos noches antes y, sin embargo, no había pasado gran cosa entre nosotros. Apuré mi té deprisa y volví a los establos para coger mis cosas. Si no era un despistado, significaba que probablemente yo fuese insignificante.
Robert nos reunió de nuevo junto a los vehículos, pero en esta ocasión dijo que iríamos andando en lugar de ir en furgoneta. Para mi sorpresa, nos llevó a través del bosque por el sendero que yo había recorrido el primer día para ir hasta el agua, y montamos nuestros caballetes en la playa rocosa en la que primero lo había visto zambullirse en la fría marea para luego salir de ésta. Dedicó una sonrisa al grupo, sin excluirme, y nos dio varias pautas sobre el ángulo de la luz y el modo en que podíamos esperar que ésta cambiase. Haríamos un lienzo de la mañana, aquí mismo, pararíamos para comer en las instalaciones del centro, y después un segundo lienzo de la tarde. Para mí eso zanjó el asunto: si Robert era capaz de volver a este lugar y dar aquí una clase de paisajismo, es que era verdaderamente olvidadizo, sobre todo con respecto a mí. Sentí una especie de triste alivio; no sólo me había equivocado, comportándome con poca ética, sino que además había sido una estúpida por creer que él había sentido lo mismo que yo. Podría haberme puesto a llorar al ver a Robert moviéndose entre sus alumnos, indicándonos que colocáramos nuestros caballetes así o asá; al mismo tiempo, sentí que reconquistaba mi libertad, el romance conmigo misma, la soledad. Había hecho bien en valorar eso, y también en tomarme lo de Frank en broma y echarlo de la habitación.
Me recogí el pelo y me situé de cara al promontorio más largo que avanzaba en el océano, desde donde podía captar una espesura de abetos enraizados en la roca del Atlántico. Supe al instante que éste iba a ser un buen lienzo, que la mañana sería estupenda.Mi mano bosquejó con facilidad las siluetas y mis ojos se llenaron inmediatamente de los grises y marrones subyacentes, del verde de los abetos que de lejos parecía negro. Ni tan siquiera la presencia de Robert, que se alejó para montar su propio caballete delante de todos, que se inclinó y agachó con su camisa amarilla de algodón… nada de eso logró distraerme mucho rato. Pinté con afán hasta que paramos para picar algo y cuando levanté la vista después de limpiar mis cepillos, Robert me estaba sonriendo en medio del grupo con una naturalidad que confirmó mis conclusiones. Empecé a hablarle, a decirle algo sobre el paisaje y los desafíos que planteaba, pero él ya se había girado para hablar con alguien más.
Estuvimos pintando hasta la hora de comer y volvimos a empezar a la una con lienzos en blanco. Mi cuadro de la mañana, apoyado en un árbol para que se secara, me había gustado más que ninguno de los que había hecho en meses; me prometí a mí misma volver otro día a la hora adecuada para acabarlo, quizá la mañana en que todo el mundo terminase el seminario, para lo cual faltaban únicamente dos días más. Me hubiera hecho ilusión que Robert se acercase a verlo, pero hoy no había examinado el cuadro de nadie. Por la tarde trabajamos en nuestra silenciosa extensión de tierra, colocando los caballetes aquí y allí; Robert se fue hasta el margen del bosque con el suyo, pero volvió cuando al atardecer la luz empezó a apagarse, habló un poco con nosotros del paisaje y nos condujo de vuelta al centro. Estaba menos satisfecha con mi segundo lienzo, pero él pasó por delante y lo elogió levemente, nos hizo comentarios a todos por igual y luego nos reunió para una observación final. Habían sido dos sesiones estupendas, una jornada agradable y productiva, pensé, y deseé que llegara la noche para tomarme una cerveza con uno o dos pintores colegas y luego irme a la cama a dormir a pierna suelta.
Mary
Durante la cena, me hice rápidamente con una cerveza, y después me senté un rato cerca del fuego con dos hombres inscritos en la clase de acuarelas. Su diálogo acerca de las relativas ventajas de los óleos y las acuarelas para pintar paisajes era interesante y me retuvo allí más tiempo del que pretendía. Por fin, me excusé y me sacudí la parte trasera de mis tejanos antes de disponerme a ir hacia mi cama cuidadosamente hecha. Frank estaba hablando con otra persona junto al fuego, una chica joven y guapa, así que no tenía que preocuparme por encontrármelo sentado de nuevo delante de mi espejo. De todas maneras, di un gran rodeo para esquivarlo y eso fue lo que me llevó hasta el borde del jardín, hasta la profunda oscuridad donde la luz de la hoguera no alcanzaba.
Allí había un hombre, en los linderos del bosque, un hombre alto que se estaba frotando los ojos con las manos, a continuación se frotó la cabeza, como cansado y distraído, y en lugar de mirar hacia atrás, a la hoguera, con su multitud de siluetas festivas, miraba hacia los árboles. Al cabo de unos cuantos minutos empezó a adentrarse en el bosque, recorriendo el sendero en el que yo ya pensaba como nuestro, y lo seguí, consciente de que no debería. Había justo la luz crepuscular necesaria para iluminar sus grandes zancadas delante de mí y para que me asegurara de que no se había enterado de que lo seguían. Dije un par de veces para mis adentros que debería dar media vuelta, darle intimidad. Se dirigía hacia la orilla en la que habíamos pintado aquel día; a lo mejor quería ver algunas de las formas que habíamos pintado allí, aun cuando ahora se viesen a medias, y si se había alejado solo de las instalaciones del centro lo más probable era que no quisiera compañía.
Me detuve en el margen del bosque y observé cómo continuaba bajando por las piedras de la playa, que tintineaban unas contra otras bajo sus pies. Las embestidas del océano eran audibles; el brillo del agua se prolongaba oscuro hacia un horizonte todavía más oscuro. Empezaban a aparecer las estrellas, pero el cielo seguía siendo más azul que negro, de color zafiro. Era robert. Su camisa era clara y su silueta se movía ahora a lo largo de la orilla del agua. Se quedó inmóvil, entonces se agachó para coger algo, llevó el brazo hacia atrás con el gesto de un niño que tiene una pelota de béisbol en la mano, y lo arrojó con fuerza lejos de la arena; era una piedra. Fue un gesto rápido y furioso: de rabia, de desesperación quizá, de liberación. Lo observé sin moverme, medio atemorizada por sus emociones. Acto seguido se acuclilló, un movimiento curioso para una persona tan corpulenta, de nuevo un gesto infantil, y me pareció que hundía la cabeza en las manos.
Por un momento me pregunté si estaría cansado, irritado (como lo estaba yo) por la falta de sueño y la continua imposición de estar rodeado de gente en el seminario, o si quizás estaría incluso llorando, aunque no lograba imaginarme por qué podía llorar alguien como Robert Oliver. Ahora se sentó en la arena (pensé que debía de estar húmeda y dura) y se quedó ahí un buen rato con la cabeza entre las manos. Las olas avanzaron con suavidad, rompiendo blancas y apenas visibles en la oscuridad. Me quedé observando y él se limitó a permanecer ahí sentado, sus hombros y espalda brillaban baja la luz trémula. Al final, siempre me dejo llevar por el corazón, aunque la razón y la tradición también tienen su importancia. Ojalá pudiera explicar el porqué, pero no lo sé. Eché a andar hacia la playa mientras oía el repiqueteo de las piedras bajo mis pies, y en un momento dado casi tropecé.
Robert no se volvió hasta que estuve muy cerca, e incluso entonces no pude ver la expresión de su rostro. Pero me reconociera o no desde el primer momento, me vio y se levantó; se levantó de un salto. En ese instante, sentí finalmente vergüenza y verdadero temor por haber invadido su soledad. Nos quedamos mirando el uno al otro. Y ahora pude ver su cara; sombría, angustiada, y mi presencia no la había despejado.
—¿Qué haces aquí? —preguntó tajantemente.
Moví los labios, pero no me salió la voz. En lugar de eso, alargué el brazo y cogí su mano, que era muy grande, muy cálida, y que automáticamente se cerró sobre la mía.
—Deberías volver, Mary —dijo él con un temblor en la voz (eso me pareció). Me satisfizo que hubiera usado mi nombre con tanta naturalidad.
—Lo sé —repuse—. Pero te he visto y me he preocupado.
—No te preocupes por mí —me dijo, y su mano envolvió con más fuerza la mía, como dándome a entender que eso a su vez le hacía preocuparse por mí.