Read El regreso de Sherlock Holmes Online
Authors: Arthur Conan Doyle
—Siempre has sido noble, Anna —dijo el anciano sin dejar de chupar su cigarrillo.
La mujer se había puesto en pie, pero se dejó caer de nuevo con un gemido de dolor.
—Tengo que terminar —dijo—. Cuando cumplí mi condena, me propuse recuperar el diario y las cartas para hacerlos llegar al gobierno ruso y conseguir la puesta en libertad de mi amigo. Sabía que mi esposo había venido a Inglaterra. Me pasé meses haciendo averiguaciones y al fin descubrí su paradero. Me constaba que aún tenía el diario, porque estando en Siberia recibí una carta suya haciéndome reproches y citando algunos párrafos de sus páginas. Sin embargo, conociendo su carácter vengativo, estaba segura de que jamás me lo devolvería de buen grado. Tenía que apoderarme de él por mis propios medios. Con este objeto, acudí a una agencia de detectives privados y contraté a un agente, que se introdujo en la casa de mi marido como secretario... Fue tu segundo secretario, Sergius, el que te dejó de manera tan precipitada. Este hombre descubrió que los documentos se guardaban en el escritorio y sacó un molde de la llave. No quiso pasar de ahí. Me proporcionó un plano de la casa y me dijo que por la mañana el despacho estaba siempre vacío, porque el secretario trabajaba aquí arriba. Así pues, hice acopio de valor y vine a recuperar los papeles con mis propias manos. Lo conseguí, pero ¡a qué precio! Acababa de apoderarme de los papeles y estaba cerrando el armario cuando aquel joven me agarró. Ya nos habíamos visto aquella misma mañana. Nos encontramos en la carretera y yo le pregunté dónde vivía el profesor Coram, sin saber que era empleado suyo.
—¡Exacto! ¡Eso es! —exclamó Holmes—. El secretario volvió a casa y le habló a su jefe de la mujer que había visto. Y luego, con su último aliento, intentó transmitir el mensaje de que había sido ella..., la «ella» de la que acababa de hablar con el profesor.
—Tiene que dejarme hablar —dijo la mujer en tono imperativo, mientras su rostro se contraía como por efecto del dolor—. Cuando él cayó al suelo, yo salí corriendo, pero me equivoqué de puerta y fui a parar a la habitación de mi marido. Él amenazó con entregarme. Yo le dije que si lo hacía, su vida estaba en mis manos: si él me delataba a la policía, yo le delataría a la Hermandad. Si yo quería vivir no era pensando en mí misma, sino porque deseaba cumplir mi propósito. Él sabía que yo cumpliría mi amenaza, que su propio destino estaba ligado al mío. Por esta razón, y no por otra, me encubrió. Me metió en ese oscuro escondite, una reliquia de otros tiempos que sólo él conocía. Pidió que le sirvieran las comidas en su habitación y así pudo darme parte de las mismas. Quedamos de acuerdo en que en cuanto la policía dejase la casa, yo me escabulliría por la noche y me marcharía para no volver más. Pero, no sé cómo, parece que usted ha adivinado nuestros planes —sacó un paquetito de la pechera de su vestido y continuó—: Estas son mis últimas palabras. Aquí está el paquete que salvará a Alexis. Lo confío a su honor y su sentido de la justicia. Tómenlo y entréguenlo en la embajada rusa. Y ahora que ya he cumplido con mi deber, yo...
—¡Quieta! —gritó Holmes, atravesando la habitación de un salto y arrebatándole de la mano un frasquito.
—Demasiado tarde —dijo ella derrumbándose en la cama—. Demasiado tarde. Tomé el veneno antes de salir de mi escondite. Me da vueltas la cabeza..., me voy... Confío en usted, señor, acuérdese del paquete.
—Un caso sencillo, pero muy instructivo en ciertos aspectos —comentó Holmes durante el viaje de regreso a Londres—. Desde un principio, todo giraba en torno a las gafas. De no haberse dado la afortunada circunstancia de que el moribundo se quedara con ellas, no sé si habríamos conseguido hallar la solución. Al ver la potencia que tenían las lentes, comprendí en seguida que su propietaria tenía que haber quedado ciega e indefensa al verse privada de ellas. Cuando usted pretendió hacerme creer que una persona así pudo recorrer una estrecha franja de césped sin dar ni un solo paso en falso, le comenté, como recordará, que me parecía una verdadera hazaña. Por mi parte, decidí que se trataba de una hazaña imposible, a menos que dispusiera de un segundo par de gafas, lo cual parecía muy improbable. En consecuencia, me vi obligado a considerar seriamente la hipótesis de que se hubiera quedado dentro de la casa. Al observar la semejanza entre los dos corredores comprendí que era muy probable que la mujer se hubiera equivocado, en cuyo caso era evidente que habría ido a parar a la habitación del profesor. De manera que me puse ojo avizor ante cualquier cosa que pudiera apoyar esta suposición, y examiné cuidadosamente la habitación en busca de algún posible escondite. La alfombra parecía de una sola pieza y bien clavada, así que descarté la idea de una trampilla en el suelo. Pero podía existir un hueco detrás de los libros. Como saben, estos dispositivos eran frecuentes en las antiguas bibliotecas. Me fijé en que había libros amontonados en el suelo por todas partes, y sin embargo quedaba una estantería vacía. Allí podía estar la puerta. No encontré ninguna huella que me orientara, pero la alfombra tenía un color pardusco que se presta muy bien al examen. Así que me fumé un montón de esos excelentes cigarrillos y dejé caer la ceniza por todo el espacio que quedaba delante de la librería sospechosa. Un truco muy sencillo, pero la mar de efectivo. Luego bajamos al jardín y, delante de usted, Watson, aunque usted no se dio cuenta de la intención de mis preguntas, me cercioré de que el consumo de alimentos del profesor Coram había aumentado..., como cabría esperar de quien tiene que alimentar a una segunda persona. Volvimos a subir a la habitación y me las arreglé para tirar la caja de cigarrillos, con lo que tuve ocasión de examinar el suelo de cerca y pude ver con toda claridad, por las huellas dejadas sobre la ceniza del cigarrillo, que durante nuestra ausencia la prisionera había salido de su agujero. Bien, Hopkins, hemos llegado a Charing Cross y le felicito por haber llevado el caso a tan feliz conclusión. Supongo que irá usted a Jefatura. Watson, creo que usted y yo nos daremos un paseo hasta la embajada rusa.
En Baker Street estábamos bastante acostumbrados a recibir telegramas extraños, pero recuerdo uno en particular que nos llegó una sombría mañana de febrero hace ocho años y que tuvo bastante desconcertado a Sherlock Holmes durante un buen cuarto de hora. Venía dirigido a él y decía lo siguiente:
«Por favor, espéreme. Terrible desgracia. Desaparecido tres cuartos ala derecha. Indispensable mañana. - OVERTON.»
—Sellado en el Strand y despachado a las diez treinta y seis —dijo Holmes, releyéndolo una y otra vez—. Evidentemente, el señor Overton se encontraba considerablemente excitado cuando lo envió y, en consecuencia, algo incoherente. En fin, me atrevería a decir que lo tendremos aquí antes de que termine de echarle un vistazo al Times, y entonces nos enteraremos de todo. En tiempos de estancamiento como éstos, hasta el más insignificante problema es bien venido.
Era cierto que últimamente no habíamos estado muy activos y yo había aprendido a temer aquellos períodos de inactividad porque sabía por experiencia que la mente de mi amigo era tan anormalmente inquieta que resultaba peligroso dejarle privado de material con el que trabajar. Con los años, yo había conseguido irle apartando poco a poco de aquella afición a las drogas que en un cierto momento había amenazado con poner en jaque su brillante carrera. Ahora me constaba que, en condiciones normales, Holmes ya no tenía necesidad de estímulos artificiales; pero yo sabía que el demonio no estaba muerto, sino sólo dormido, y había tenido ocasión de comprobar que su sueño era muy ligero y su despertar inminente cuando, en períodos de inacción, el rostro ascético de Holmes se contraía y sus ojos hundidos e inescrutables adoptaban una expresión melancólica. Así pues, bendije a este señor Overton, quienquiera que fuese, que con su enigmático mensaje venía a romper la peligrosa calma, que para mi amigo encerraba más peligro que todas las tempestades de su turbulenta vida.
Tal como esperábamos, tras el telegrama no tardó en llegar su remitente: la tarjeta del señor Cyril Overton, del Trinity College de Cambridge, anunció la entrada de un mocetón gigantesco, más de cien kilos de hueso y músculo macizo, que obstruía todo el hueco de la puerta con sus anchos hombros mientras nos miraba a Holmes y a mí con un rostro simpático pero contraído por la ansiedad.
—¿El señor Holmes?
Mi compañero hizo una inclinación de cabeza.
—He estado en Scotland Yard, señor Holmes. He visto al inspector Stanley Hopkins, y él me ha recomendado que acudiese a usted. Dice que el caso, por lo que él ha podido entender, está más dentro de su campo que del de la policía.
—Siéntese, por favor, y explíqueme de qué se trata.
—¡Es espantoso, señor Holmes, sencillamente espantoso! No sé cómo no se me ha vuelto el pelo blanco. Godfrey Staunton..., sabrá usted quién es, naturalmente... Ni más ni menos que el eje sobre el que gira todo el equipo. No me importaría prescindir de dos hombres del montón con tal de tener a Godfrey en la línea de tres cuartos. No hay quien pueda hacerle sombra, ni pasando, ni recibiendo, ni regateando, y encima tiene cabeza y sabe mantenernos conjuntados. ¿Qué puedo hacer? Eso es lo que le pregunto, señor Holmes. Está Moorhouse, el primer reserva, pero está entrenado como medio y siempre se empeña en meterse de lleno en el barullo, en lugar de ceñirse a la banda. Tiene buen pie para los saques, de acuerdo, pero no se entera y le falta punta de velocidad. Seguro que Morton o Johnson, los puntas de Oxford, lo dejan tirado. Stevenson corre bastante, pero no podría tirar desde la línea de veinticinco, y no voy a meter un tres cuartos que ni centra ni empalma sólo porque corra mucho. No, señor Holmes, estamos perdidos a menos que usted me ayude a encontrar a Godfrey Staunton.
Mi amigo había escuchado con divertido asombro este largo parlamento, que fue pronunciado con una fuerza y una seriedad extraordinarias, remachando cada declaración con una vigorosa palmada en la rodilla del orador. Cuando nuestro visitante acabó de hablar, Holmes estiró la mano y tomó la letra «S» de su archivo de datos. Pero, por una vez, no le sirvió de nada excavar en aquella mina de información variada.
—Aquí tengo a Arthur H. Staunton, el joven y prometedor falsificador —dijo—. Y estaba también Henry Staunton, a quien ayudé a colgar; pero este Godfrey Staunton es un nombre nuevo para mí.
Ahora era nuestro visitante el que se sorprendía:
—¡Pero cómo, señor Holmes! ¡Le suponía un hombre bien informado! —exclamó—. Y ahora que lo pienso, si no le suena el nombre de Godfrey Staunton, puede que tampoco haya oído hablar de Cyril Overton.
Holmes, con expresión divertida, negó con la cabeza.
—¡Válgame Dios! —exclamó el deportista—. ¡Pero si fui primer reserva de Inglaterra contra Gales y llevo todo el año de capitán de la «Uni»! Claro que eso no es nada. Jamás imaginé que hubiera una sola persona en Inglaterra que no conociera a Godfrey Staunton, el tres cuartos rompedor del Cambridge, del Blackheath, y cinco veces internacional. ¡Santo Dios, señor Holmes! ¿En qué mundo vive usted?
Holmes se echó a reír ante el ingenuo asombro del joven gigante.
—Señor Overton, usted vive en un mundo diferente al mío, más agradable y más sano. Las ramificaciones de mi mundo se extienden por muchos sectores de la sociedad, pero me alegra decir que jamás habían penetrado en el campo del deporte aficionado, que es lo mejor y más sólido que hay en Inglaterra. Sin embargo, su inesperada visita me demuestra que incluso en ese mundo de aire puro y juego limpio puede haber trabajo para mí; así pues, señor mío, le ruego que se siente y me explique despacio, con tranquilidad y con detalle, lo que ha ocurrido y qué clase de ayuda espera usted de mí.
El rostro del joven Overton había adoptado la expresión incómoda de quien está más acostumbrado a usar los músculos que el ingenio; pero poco a poco, con numerosas repeticiones y pasajes oscuros que más vale omitir en este relato, fue exponiéndonos su extraña historia.
—La situación es la siguiente, señor Holmes. Como ya le he dicho, soy el capitán del equipo de rugby de la Universidad de Cambridge, y Godfrey Staunton es mi mejor jugador. Mañana jugamos contra Oxford. Ayer llegamos a Londres y nos instalamos en el hotel de Bentley. A las diez hice la ronda para asegurarme de que todos estaban recogidos, porque creo que el entrenamiento riguroso y el sueño abundante son fundamentales para mantener el equipo en forma. Cambié unas palabras con Godfrey antes de que se retirara a dormir. Me pareció pálido y preocupado, y le pregunté si le ocurría algo. Me dijo que todo iba bien, que era sólo un pequeño dolor de cabeza. Le deseé buenas noches y lo dejé. Media hora después, según dice el portero, llegó un tipo barbudo y de aspecto patibulario, con una carta para Godfrey. Éste todavía no se había acostado, así que le subieron la carta a su habitación. Nada más leerla, cayó desplomado en un sillón, como si le hubieran pegado un hachazo. El portero se asustó tanto que hizo intención de salir a buscarme, pero Godfrey lo detuvo, bebió un trago de agua y se recompuso. Luego bajó al vestíbulo, habló unas palabras con el hombre que aguardaba allí y los dos se marcharon juntos. Cuando el portero los vio por última vez, iban casi corriendo calle abajo, en dirección al Strand. Esta mañana, la habitación de Godfrey estaba vacía, su cama estaba sin deshacer y todas sus cosas estaban tal como yo las había visto la noche antes. Se largó con aquel desconocido a la primera de cambio y desde entonces no hemos tenido noticias de él. Yo no creo que vuelva. Este Godfrey era un deportista hasta la médula, y no habría abandonado sus entrenamientos y dejado plantado a su capitán de no ser por un motivo irresistible. No, me da la sensación de que se ha ido para siempre y no lo volveremos a ver.
Sherlock Holmes escuchaba con la máxima atención este curioso relato.
—¿Qué hizo usted entonces? —preguntó.
—Telegrafié a Cambridge, por si allí habían sabido algo de él. Ya me han contestado, y nadie lo ha visto.
—¿Pudo haber regresado a Cambridge?
—Sí, hay un tren nocturno a las once y cuarto.
—Pero, hasta donde usted sabe, no lo tomó.
—No, nadie lo ha visto.
—¿Qué hizo usted a continuación?
—Envié un telegrama a lord Mount-James.
—¿Por qué a lord Mount-James?
—Godfrey es huérfano, y lord Mount-James es su pariente más próximo. Su tío, creo.