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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

El restaurador de arte (24 page)

BOOK: El restaurador de arte
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*********

A la atención de Maurice Wendel

De José María Sert

12 de agosto de 1944

Maurice:

Tienes razón, el tiempo se nos echa encima. La inseguridad aumenta, dificultándolo todo. Y la desconfianza de ambos va a la par, complicándolo todo. Puedo ofreceros una solución, pero debemos reunirnos: estos acuerdos solo pueden hacerse cara a cara. Tenemos una semana, no más. Busca un lugar discreto y tenlo todo dispuesto. Te avisaré.

¡Sé prudente! ¡Mantén la calma!

Tu amigo,

JOSÉ MARÍA SERT

*********

A la atención de Misia Godebska

De José María Sert

18 de agosto de 1944

Misia:

Me veo en la obligación de emprender un viaje absolutamente imprescindible. Son momentos complicados; te ruego seas prudente y moderes tus inclinaciones patrióticas. La calle está revuelta e insegura, nadie sabe cómo reaccionarán los alemanes. ¡No salgas!

Dejo a Boulos a tu entera disposición. Te visitará, proporcionándote aquello que puedas necesitar. Volveré en unos días, una semana, diez a lo sumo.

Tu querido,

JO

44

—…
Y
¿ya no hay más, Enrique? ¿Crees que es esto?

—Sí. Esto es todo.

—Llevamos tres días de trabajo en el archivo y esto es más de lo mismo: muchas pistas y escasas certezas.

—¡No, Bety! ¡Está aquí, delante de nuestras mismas narices!

—¡No lo veo!

Enrique se frotó los ojos, esforzándose por controlar sus emociones. No era un gesto baladí, pues realmente los sentía cansados a causa del esfuerzo en la lectura de los centenares de cartas recibidas y enviadas por Sert. Se sentía sorprendido por la falta de perspectiva de Bety. ¿Cómo no veía la conexión? Para él resultaba tan evidente como la conversación que estaban manteniendo en la terraza de su casa de Vallvidrera.

—Intentaré explicártelo, ¡sígueme con atención! Sabíamos, como todo el mundo que ha estudiado su vida, que Sert ayudó a numerosos judíos durante la ocupación de París. Son bastantes las cartas que hemos leído al respecto, al margen de las que he seleccionado.

—Pero ¿por qué precisamente esas? ¿Es por las fechas?

—Sí, en parte. ¡Encajan sin la menor duda! Sale de viaje el 19, sin concretar el destino: pudo salir hacia San Sebastián y llegar el 20. No hay nada extraño en su viaje: fueron muchos los que abandonaron París ante la incertidumbre de su inmediato futuro. Y aunque no conste el destino, las facturas del museo lo evidencian.

—Pero ¿qué vino a hacer? ¿Por qué asumió el riesgo de atravesar toda Francia en un momento tan complicado, en plena invasión aliada?

—¡Eso aún no lo sé! Pero no te saltes la argumentación. Estas cartas, tal y como están, entre otras cien, hubieran pasado desapercibidas para cualquiera. No olvides que no son consecutivas, ¡carecen de todo sentido hasta que una correlación de acontecimientos las ha unido entre sí! Sin la muerte de Bruckner nadie las hubiera visto en su pleno sentido.

—¡Eso ya lo comprendo! Pero ¿por qué?

—Del motivo concreto no puedo hablarte. Solo puedo imaginarlo.

—Eso es lo tuyo, desde luego.

—Sin duda, lo es. Sert hizo de intermediario entre Wendel y algún miembro de la Wehrmacht o de las SS para obtener la liberación de la hija de Wendel, prisionera en el campo de concentración de Sarrebruck. ¡Y seguro que su viaje tuvo que ver con ello!

—No comprendo cómo has sido capaz de relacionarlas.

—Y yo no comprendo como tú no lo has sido. ¡Es evidente! Tiras de la fecha hacia atrás y las piezas encajan las unas con las otras como si se tratara de un puzle. ¿Qué es lo que ofreció Wendel? ¿Qué son esos «Trescientos» de los que habla, escritos con mayúscula? ¿Por qué dice Sert que las manos han cambiado? Es seguro que hubo un primer pago que paralizó la deportación de la hija de Maurice Wendel. Y el segundo… probablemente el
Major
Rilke, ante la inminente caída del frente occidental y la liberación de París, metiera baza en el asunto.

—Y ¿cómo explicas que Sert guardara copia de esas cartas dirigidas por él a otros? ¿Por qué guardó copia de la carta que le remitió Rilke pese a las órdenes que tuvo de destruirla?

—Imagino que las guardó por seguridad, por si acaso las cosas se torcieran. Bety, ¡todo encaja! ¡Reconócelo!

Bety comprendía lo que Enrique quería decir, pero tenía dudas por dos motivos: el primero, que esas cartas, así expuestas, podían tener un sentido, pero quizá otras también, ordenadas o en relación con estas, también pudieran tenerlo; el segundo se correspondía más a una impresión personal más que a un hecho mensurable: le preocupaba la naturaleza novelesca de Enrique, su tendencia a fantasear, a percibir el mundo desde la perspectiva del escritor. En suma, le preocupaba su tremenda inventiva.

Todo parecía encajar demasiado convenientemente con el argumento de la novela y Bety creía que la interpretación que Enrique hacía de las cartas estaba sujeta a su deseo de que todo cuadrara; pensaba que su ego de autor podría verse herido, y sabía que las reacciones de un Enrique herido o cuando menos molesto por su crítica propenderían antes a lo emocional que a lo racional. A pesar de esta reflexión, se decidió, y expuso sus dudas de la forma más sintética e impersonal posible. Enrique la escuchó atentamente, sin interrumpirla.

Tras unos segundos de reflexión, su respuesta la dejó fuera de juego. Fue breve, y también directa:

—Es posible.

Enrique se concentró entonces, mirando hacia el lejano Mediterráneo. Bety no dijo una sola palabra; si no estuvieran investigando acontecimientos relacionados con la muerte de Craig Bruckner no se hubiera molestado en expresar su punto de vista. Estaba claro que los cambios en la personalidad de Enrique eran más profundos de lo que había imaginado. Cuatro años atrás, también en Barcelona, pudo apreciar algunas diferencias, pero las consideró muy leves. En cambio, ahora parecía capaz de encajar las críticas con mayor madurez, sin que le afectaran, de un modo objetivo. Y esto no pudo evitar decírselo.

—Has cambiado, Enrique. Y mucho. ¡De verdad!

—Todos cambiamos. El tiempo nos hace cambiar. La vida misma consiste en eso.

—No… En algunos aspectos, los más pequeños, todos cambiamos, y casi siempre para peor; pero en los básicos, en los que nos definen, rara vez lo hacemos. Tú sí, y eso me ha sorprendido.

—Entonces, ¿ha sido para mejor?

—No lo dudes.

Se dedicaron una sonrisa el uno al otro, pero en Enrique no había afectación alguna, solo una naturalidad desconocida para Bety. No había considerado sus palabras como un halago, sino como la confirmación de un hecho en el que no valía la pena detenerse.

Los dos fueron conscientes del momento.

Bastaba con un simple movimiento; un ademán, un temblor en los labios, un aleteo de las pestañas. Fuera el movimiento que fuera, cualquiera, lo tenían al alcance de la mano. Era su elección.

Y ambos la dejaron pasar.

—Dime, Enrique: y, ahora, ¿qué podemos hacer?

—Seguir la pista.

—¿Cuál?

—Wendel y el
Major
Rilke. Hay que averiguar qué son esos «Trescientos» y si la entrega se ejecutó.

—Piensas que quizá no se llevó a efecto…

—Es posible. Piensa en la situación: los aliados se les echaban encima a los alemanes a toda velocidad. ¿Sabes qué ocurrió en París días antes de la rendición de los alemanes?

—¡Recuerda que soy medio francesa! Sé que el jefe de las tropas alemanas tenía orden de arrasar la ciudad, y que solo una combinación de diversos factores y el hecho de que el jefe no quería hacerlo, pese a tratarse de una orden directa de Hitler, lo evitó.

—Así ocurrió, es cierto. Hitler quería un segundo Stalingrado para detener a las tropas aliadas. Por necesidades de documentación he estudiado a fondo la Segunda Guerra Mundial y ese episodio es uno de los que más me llamó la atención: recuerda que los primeros en entrar en París fueron unidades de soldados de la República española. ¿Te imaginas la situación? Medio país huyendo, los alemanes retrocediendo luchando cada uno por libre y con órdenes contradictorias, los partisanos actuando a pleno rendimiento, y las tropas aliadas debatiendo si liberar la ciudad o rodearla para embolsar a las fuerzas alemanas en retirada… ¡París debió ser un verdadero caos!

—Cierto… Y las fechas coinciden.

—¡Eso es!

—Bien, de acuerdo. Hay que seguir la pista Wendel. ¡Pero eso no basta!

—¿Qué quieres decir?

—Lo que has oído. No dudo que esa pista es clave. Pero hay mucho más que hacer.

—Explícate.

—No olvides que, después de venir a Barcelona, Craig regresó a San Sebastián e investigó en los archivos provinciales, y después se marchó a Nueva York para consultar con otro especialista en la obra de Sert.

—No lo olvidaba, pero me parecía prioritario seguir la pista Wendel.

—Jugamos con ventaja, Enrique. Craig sabía dónde acudir, pero él era solo uno, y nosotros somos dos. Podemos dividirnos el trabajo. ¡Ganemos tiempo!

—Sí… No es mala idea. Pero ¿puedes disponer de los días suficientes? Y ¿quién irá a qué lugar?

—Tú seguirás la pista Wendel; yo iré a Nueva York. Para mí será más fácil como relaciones públicas del museo averiguar qué otro especialista en Sert hay en la ciudad. Y, además, quiero aprovechar la visita para acercarme a Filadelfia: tengo la intención de visitar a los hermanos de Craig. Dejaremos San Sebastián para el final, cuando tengamos los datos.

—De acuerdo.

—Mañana por la mañana viajaré a Nueva York y tú comenzarás a investigar sobre los Wendel. ¿Sabes algo sobre ellos?

—Apenas nada. Son una estirpe de industriales de la Lorena. Minas, metalurgia, ferrocarriles, negocios editoriales… Realicé una rápida búsqueda por la Red y encontré algunos datos en la memoria de una exposición en el museo d’Orsay. La familia se rehízo tras la Segunda Guerra y continúa hoy en el mundo industrial. Eso es todo.

—Suficiente para tirar del hilo. Es tarde, Enrique: cenemos algo y vayámonos a dormir. Tenemos mucho trabajo por delante.

—Bien.

Bety comenzó a preparar su equipaje mientras Enrique improvisaba una cena ligera con las escasas vituallas compradas para su estancia en Barcelona. ¿Decía Bety que él había cambiado? Sí, claro; lo había hecho, era cierto, y estaba de acuerdo con ella, sin duda para mejor. Ahora era más flexible y menos irritable, y sentía que su inteligencia brillaba en mayor medida y evitaba quedar a expensas de sus reacciones viscerales. ¡Pero también Bety era diferente! Era toda ella iniciativa y empuje, y tomaba decisiones directas: la Bety con la que vivió años atrás no era así. Parecía como si ambos hubieran asimilado parte del carácter del otro justo después de separarse, como si la semilla de estos cambios hubiera germinado demasiado tarde.

Enrique recordó el momento en que la sintió tan próxima a sí mismo que todo hubiera sido posible y, aunque se sentía orgulloso de haber controlado su impulso, no pudo por menos de pensar en qué hubiera ocurrido si él… «No. Esas cosas no pueden pensarse. O se consuman o se esfuman como el agua entre los dedos, no ofrecen una segunda oportunidad».

Siguió preparando la ensalada y ocupó sus rebeldes pensamientos con los Wendel.

SEXTA PARTE

Nueva York

45

E
l Boeing 747 de la compañía Iberia estaba acercándose al aeropuerto JFK. A lo lejos, a unos cinco kilómetros en dirección oeste, se adivinaban entre la niebla los rascacielos de Nueva York. Mientras el tren de aterrizaje se abría con su sonido característico, Bety desempolvó sus recuerdos sobre la ciudad.

Hacía casi diez años que no viajaba a la Gran Manzana. Fue con Enrique, en tiempos más felices, poco tiempo después de su boda. En aquellos tiempos estaban deslumbrados el uno con el otro; y la pasión, las ganas de vivir, la excitación de la novedad conspiraron para que Nueva York brillara con tanta fuerza en su recuerdo.

Fue tan agradable su visita a la Costa Este de Estados Unidos que en todos esos años no repitió destino. Como suele ocurrirles a muchas personas, temía que regresar al lugar donde se fue feliz contribuyera a diluir el brillo de los recuerdos.

Además, Bety se sentía más a gusto en lugares como San Sebastián, que con su pequeño tamaño le permitía una vida relajada, en la que poder cruzar la ciudad entera caminando era lo habitual. Y amaba la naturaleza, esos parques y bosques que se extendían entre su trama urbana y en todo su territorio. San Sebastián era una ciudad verde, atrapada entre las colinas y el mar Cantábrico; Nueva York, pese a erigirse entre el mar y el río Hudson, era todo lo contrario, una jungla de cemento y alquitrán. Sin embargo, la ciudad la atraía con fuerza. No como a Enrique, que parecía haberse adaptado con su característica rapidez debido a la energía que irradiaba; ella más bien admiraba el desafío que suponía su estructura, una escala inhumana creada por las personas hasta convertirla en un lugar donde vivir. No era su lugar, lo tenía claro, pero eso no le impedía reconocer su valía. Como lugar de paso no habría otro mejor. Pero vivir allí… ¡Imposible!

Tras el aterrizaje recogió su maleta y tomó un taxi hacia Nueva York. Aunque no era su intención inicial, Enrique había insistido lo suficiente para que se alojara en su apartamento; estaba cerca de Penn Station, desde donde podría tomar un tren hacia Filadelfia con facilidad: viajando en Amtrack no había más que una hora entre ambas ciudades. Estuvo tentada de irse directa a Filadelfia, pero, aunque había descansado durante el vuelo y no iba a acusar el
jet lag
, consideró arriesgado visitar a Mary Ann, la hermana de Craig Bruckner, sin un contacto telefónico previo.

Sabía dónde localizarla: Craig le había contado que residía en la casa familiar, al otro lado del río Delaware, en Camden. No conocía el lugar, aunque sí había visitado Filadelfia; pero recordaba haber leído que la ciudad de Camden, hoy en día, no gozaba de buena reputación. La tasa de paro era elevada, tanto como el índice de criminalidad, y se consideraba una de las ciudades más inseguras de Estados Unidos.

Prefirió darse un día de margen, tanto par tener tiempo de contactar con Mary Ann Bruckner como para practicar su inglés, muy correcto pero excesivamente académico.

El taxi atravesó Queens y entraron por la ciudad por el Midtown Tunnel. No tardaron en llegar al edificio de la calle Cuarenta y Ocho donde estaba el apartamento de Enrique. El lugar le resultó carente de personalidad: nada que ver con la casa de Vallvidrera o con el piso de San Sebastián. Si Enrique soñaba con lograr algo semejante en Nueva York, le esperaba un duro trabajo teniendo en cuenta los precios de la Gran Manzana. El portal estaba bien cuidado, pero el edificio debía ser de los años sesenta y su decoración estaba pasada de moda. Subió hasta el sexto piso y abrió la puerta. No pudo evitar sentir curiosidad: Enrique no le había hablado de esa mujer con la que mantenía una relación, ni una sola palabra había salido de su boca al respecto, del mismo modo en que ella tampoco le había explicado nada sobre aquel que fuera su pareja en San Sebastián… No era este un comportamiento natural, más bien rozaba lo absurdo; pero sabía que, si hubieran entrado en el terreno de lo personal, las cosas habrían sido diferentes entre los dos.

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