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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

El restaurador de arte (35 page)

BOOK: El restaurador de arte
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Y así fue como lo encontró.

Las juntas de gobierno del museo municipal, que posteriormente se llamaría de San Telmo, siempre estaban firmadas por dos personas: el alcalde y el director-conservador del museo. Enrique había leído todas las relacionadas con la inauguración del museo y las correspondientes al año 1944, cuando se produjo el segundo viaje de Sert a San Sebastián. Como era lógico, había volcado toda su atención en el segundo caso, porque era el que parecía guardar relación directa con el asunto, y allí no aparecía ningún J.A. Pero, si retrocedía hasta las actas correspondientes a 1932, cuando se reinauguró el museo en las instalaciones del antiguo convento de San Telmo… Allí estaban las actas firmadas por el alcalde Torrijos y por José Aguirre. J.A. solo podía ser el director-conservador del museo.

Eso lo explicaba todo: si Sert no se alojó en ningún hotel de la ciudad fue porque podía hacerlo en la casa de un particular con el que mantenía amistad desde la inauguración de 1932. Y ese particular era un hombre que, pese a no estar ya en activo como director del museo, mantenía la suficiente influencia como para poder cargar todos los gastos derivados de la presencia de Sert en las cuentas del mismo.

Haber localizado a J.A. era un buen punto de partida, pero no acababa de explicar nada. ¿Podría saber Aguirre cuál era el verdadero propósito de Sert en esta segunda visita? Enrique lo dudó: había demasiado en juego y la cifra de la que se hablaba era demasiado grande. Era seguro que Sert habría empleado un subterfugio para camuflar sus verdaderas intenciones. Pero ¿cómo lo habría hecho? Y ¿por qué había incluido Aguirre las facturas de los restaurantes? Enrique estaba inclinado a pensar que debieron haber cenado juntos. Cuatro facturas equivalían a cuatro noches.

¿Qué podría haber hecho Sert durante esos cuatro días?

Tiró de la Web para recabar más información. Si algo no le faltaba a la ciudad de San Sebastián eran cronistas sobre su historia. Gracias a ello pudo averiguar que los restaurantes ya no existían: se trataba de locales de prestigio, propios de la buena sociedad y con un precio en consonancia, tal y como indicaban las facturas. Por ese camino no podría averiguar nada más.

Suministros Arregui parecía difícil de descifrar, por otro lado. Tuvo la sensación de que podía resultar vital para su investigación, pero, por más que buscó, no encontró la más mínima referencia en la Web.

Hizo una pausa para comer algo mientras meditaba cómo continuar. San Sebastián era una ciudad de pequeño tamaño y, en efecto, guardaba en su más íntimo ser un legítimo orgullo de permanencia en el tiempo, de amor a sus tradiciones y a su pasado. Por todo ello, las diferentes instituciones de la ciudad databan de tiempos lejanos, incluida la federación mercantil de Guipúzcoa, a la que pertenecían la mayoría de comercios de la ciudad. No pudo llamarles, ya que en su piso de Igueldo no tenía línea telefónica fija desde su mudanza a Nueva York. La sede de la federación mercantil estaba en pleno centro de San Sebastián, en la calle Garibay. Decidió ir en persona: aprovecharía el viaje para visitarles y de paso hacerse con un móvil. Tuvo que pedirle ayuda a un vecino para que telefoneara a radio taxi y se vio obligado a charlar con él acerca del accidente aunque no le apetecía lo más mínimo.

Ya en el centro de la ciudad acudió en primer lugar a una tienda de telefonía. Allí se hizo con un nuevo aparato tras comprobar que su tarjeta SIM no se había visto afectada por el accidente. Ya en línea comprobó que el buzón de voz estaba lleno, con más de treinta mensajes de conocidos y medios de comunicación, pero hizo caso omiso a todos ellos. No tenía humor y aún menos ganas; su objetivo era otro muy diferente.

Acudió a la federación mercantil de Guipúzcoa, que se había constituido en 1932, con la esperanza de encontrar en sus fondos históricos alguna referencia, pero en aquella época la federación estaba en sus inicios y no eran muchos los comerciantes asociados. Enrique les enseñó la fotografía de la factura que guardaba en su lápiz de memoria. Un amable administrativo consideró muy improbable que pudiera encontrar información oficial sobre Suministros Arregui, pero a cambio tuvo una idea que Enrique consideró brillante.

—La fotografía de la factura no deja lugar a dudas: está realizada por una imprenta de cierto nivel. El tipo de letra y el diseño son buenos. Sé de lo que hablo porque he trabajado en una imprenta y, aunque ahora todo lo hacemos digitalmente, algunos artesanos siguen guardando maquinaria antigua, linotipias, esas cosas de entonces. ¿Qué tal era el papel? ¿Tuvo ocasión de tocarlo? ¿Era grueso? ¿Entiende usted de gramajes?

—No mucho, la verdad. Pero creo que el papel no era de esos finos, sino que tenía cierto cuerpo. ¿Tiene importancia?

—La tiene. Mientras más fino es el papel, menor es su coste. Los comercios tendían a utilizar papeles con menor gramaje en las facturas para ahorrar gastos. Si el papel era grueso, eso quiere decir…

—… que en Suministros Arregui no les preocupaba gastar un poquito más en el papel de las facturas.

—Eso es. Verá, los comercios pequeños, exclusivamente de barrio, intentaban ahorrar al máximo. Si el papel era de cierta calidad, es posible que eso nos indique un nivel comercial medio o alto. Se me ocurre que quizá podría encontrar publicidad de Suministros Arregui en la prensa de la época.

Esa buena idea llevó a Enrique a la cercana hemeroteca municipal, donde ya sabía que guardaban tanto los originales como copias digitalizadas de buena parte de sus fondos tras sus anteriores búsquedas de información. Esa era otra ventaja de San Sebastián, la cercanía. La hemeroteca está situada en los bajos del ayuntamiento, apenas a cinco minutos andando desde la calle Garibay. Bastaba con acercarse a La Concha y pasear tranquilamente hasta llegar al ayuntamiento. Este fue, tiempo atrás, el antiguo casino de la ciudad; mantenía la estructura original y esa belleza propia de los edificios de época que otorgaban un señorial aire afrancesado a la estructura urbana de la ciudad. Enrique le tenía especial aprecio por haber presentado en su salón de plenos, antaño pista de baile del casino, alguna de sus novelas, cuando residía en la ciudad.

Descendió al piso inferior, donde estaba la biblioteca municipal. Allí fue atendido por una bibliotecaria que, después de escuchar su petición, lo acomodó frente a un ordenador. La gran mayoría de la prensa de la época estaba digitalizada, por lo que la búsqueda no requeriría el menor esfuerzo físico.

Pasó buena parte de la tarde ojeando los diferentes periódicos de 1944 con la esperanza de encontrar la buscada publicidad de Suministros Arregui en alguno de ellos.

Hasta que lo encontró.

Allí estaba, ante sus ojos, claro y cristalino. ¿Desconocían qué había venido a hacer Sert en San Sebastián? Ya no había dudas: Suministros Arregui vendía justo aquello que podía necesitar un pintor como él: pinturas de primerísima calidad.

«Dos más dos, cuatro», pensó Enrique. Y ¿en qué lugar de la ciudad pudo haber trabajado Sert durante su segunda visita? La respuesta era evidente: allá donde J.A. había guardado las facturas ocasionadas por sus gastos.

La iglesia de San Telmo.

NOVENA PARTE

San Telmo

65

E
nrique no le comunicó su descubrimiento a Bety hasta el día siguiente, después de haber pasado la noche meditando sobre él. Durmió mal, como era de esperar; los calmantes no eran suficientes para eliminar el constante dolor de todo su cuerpo, y cada cambio de postura en la cama le hacía ver las estrellas. Harto de intentar descansar sin poder conseguirlo se levantó con el amanecer. Para cuando el sol se alzó, ya había comprendido la mayoría de los detalles de la historia que tenía entre manos. Solo quedaba convencer a Bety.

La citó en su casa. El esfuerzo de caminar por la ciudad la tarde anterior, pese a lo escaso del recorrido, le había dejado agotado, y no le apetecía salir. Además, quería guardar fuerzas, porque imaginaba que en breve tendría que corroborar su teoría, y no estaba dispuesto a dejar sola a Bety por dos razones: la primera, que, aunque su estado físico fuese lamentable, se sentiría más tranquilo estando a su lado; la segunda, que no quería perderse el momento clave por nada del mundo.

Dejó pasar la mañana sumido en una suave modorra, tumbado en el sofá del salón, donde le acariciaran los rayos del sol, envuelto en mantas. La llamó al mediodía y quedaron para comer. Bety se presentó a la hora acordada; comieron tranquilamente mientras conversaban sobre lo sucedido. Así fue como Enrique le explicó sus conclusiones.

—Bruckner tenía razón: Sert regresó a la ciudad y estuvo en San Telmo.

—Pero ¿para qué? ¿Qué demonios hizo allí?

—¿Qué es lo que hace un pintor, Bety, sino pintar? La factura de Suministros Arregui lo deja bien claro. Sert estuvo en la iglesia pintando.

—Pero ¡eso no es posible!

—¿Por qué no?

—Hasta donde yo sé, no consta ninguna intervención. ¿Piensas que Sert modificó sus lienzos? ¿Por qué habría de hacerlo?

—Paso a paso: estoy seguro de que lo hizo. No cabe otra explicación. En cuanto a lo segundo, tengo mi propia teoría; te parecerá muy literaria, pero responde a lo único que pudo suceder…

—¿Y qué fue?

—¡No, querida mía, todavía no ha llegado el momento de explicarlo! Concédeme un margen y déjame que lo escriba. Un poco de intriga siempre viene bien.

—De acuerdo, la intriga siempre es buena… excepto cuando intentan matarnos. Enrique, tengo la sensación de que estamos jugando con fuego. Pienso que lo mejor sería explicárselo todo al inspector Cea. Lo de tu atropello en París pudo ser una casualidad, pero lo de Igueldo, no. Tengo todo el cuerpo dolorido y no me llevé ni una quinta parte de los golpes que te llevaste tú.

—Un día, Bety, eso es todo lo que pido. El tiempo justo para averiguarlo todo.

—¿Quién te dice que los Wendel nos lo concederán? Porque estarás de acuerdo conmigo en que solo puede tratarse de ellos.

—Nos lo darán porque tuvieron su oportunidad y ya la han perdido. Si concedemos que alguien saboteó el coche en Igueldo hay que concluir que nos estaban vigilando. Y, si eso es cierto, sabrán que recibimos la visita del inspector Cea. No, un nuevo atentado podría ponerlos en el disparadero. Bastaría para ello que le hubiéramos contado a Germán todo lo que sabemos. La violencia ya está descartada.

—Jugamos con fuego.

—Les llevamos ventaja.

—Sería mejor que Cea lo supiera cuanto antes.

—Puede. Pero no tenemos la menor prueba que los incrimine…

En realidad, Enrique mantenía una mínima reserva sobre la culpabilidad de los Wendel. Los consideraba culpables por descarte; aunque, por mucho que fueran los principales afectados por la desaparición de los brillantes y sus legítimos propietarios, le costaba verlos como inductores de un asesinato. Sin embargo, no se le ocurría quién más podría estar tras los ataques.

—Y ¿qué haremos ahora?

—Necesitamos a un experto en Sert. Alguien que conozca la historia de los lienzos y pueda ayudarnos a buscar en ellos lo que fuera que Sert dibujó en su segundo viaje.

—¿Piensas en Mr. Lawrence? ¿El posible experto al que consultó Craig?

—Sería una buena opción, sí, pero dudo que debamos ir tan lejos. El restaurador del museo debe conocer los lienzos al detalle. Pero ¿por qué sonríes?

—He localizado a Mr. Lawrence. Llegará pasado mañana a San Sebastián. La directora lo ha invitado a colaborar en el proyecto de restauración en sustitución de Craig, y él ha aceptado.

—Pasado mañana… Demasiado tiempo. No quiero esperar. ¿Podríamos hablar mañana con vuestro restaurador? ¿Cuál era su nombre?

—Jon Lopetegi. No habrá ningún problema. Recuerda que la restauración de los lienzos será abierta al público. Es una forma de atraer visitantes, poder comprobar cómo se trabaja en vivo.

—¿Abierta al público?

—Las obras de restauración de la catedral de Vitoria han supuesto un rotundo éxito de público, y aquí, salvando las distancias, se espera un fenómeno similar. Ya han instalado los andamios móviles necesarios para poder acceder a los lienzos.

—¿Andamios móviles?

—Son tres, y se desplazan sobre raíles. Así, según la necesidad del momento, pueden moverse para atender los diversos lienzos. Ten en cuenta que su tamaño es enorme; de esta manera ahorran muchísimo tiempo en el montaje y desmontaje de la estructura.

—¿Por qué tres?

—Uno para el ábside y los otros dos para las paredes laterales. ¿Por qué tienes tanto interés en ellos?

—Sert modificó alguno de los lienzos, pero no sabemos cuál de ellos. Y, como bien has dicho, son muy grandes, más de ochocientos metros cuadrados. Tenemos una gran suerte de que los andamios estén montados porque así podremos utilizarlos para examinar los lienzos a nuestro gusto.

—Pero no podemos acceder a ellos en el horario de trabajo.

—Cierto… pero tú eres la relaciones públicas del museo y tienes libre acceso al mismo, y yo soy un conocido incluso para el personal. Podemos trabajar en ello fuera de las horas de apertura.

—Parece que has pensado en todo. Pero ¿y el personal de seguridad?

—Lo dejo de tu cuenta, seguro que todos ellos te conocen. No puede extrañarles verte allí subida en los andamios, si les informas de antemano. Otra cosa, Bety: necesito más datos. Es preciso que conozcamos cuál ha sido la historia de los lienzos después de su instalación en 1932, en especial las restauraciones totales o parciales. Necesitamos saber si existen diferencias en algunos de los lienzos respecto a los originales. ¿Puedes conseguir esta información?

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