El restaurador de arte (38 page)

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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

BOOK: El restaurador de arte
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—Son las cuatro. La gente de la limpieza viene a las seis, tenemos dos horas. ¿Aguantarás?

—Aguantaré. Vamos a ello. ¿Cómo debo proceder?

—Cuando estemos frente al lienzo hay que encender la lámpara ultravioleta y deslizarla frente a la pintura, a una distancia de unos veinte centímetros. Teniendo en cuenta que llevas el brazo izquierdo en cabestrillo, déjame utilizarla a mí; será más cómodo que tú lleves la linterna de luz normal, para encenderla según vayamos avanzando a lo largo de los lienzos. Se situaron frente al primero de los lienzos con el que comenzaran su trabajo seis horas antes,
Pueblo de libertad
.

—¿Preparado?

—Sí.

—Apaga la linterna.

Así lo hizo. Unos segundos después, Bety encendió la suya. Emitió un resplandor que oscilaba entre el rojizo y el violeta. A Enrique le recordó aquellas clásicas luces de discoteca que hacían brillar la ropa de color blanco. Bety levantó el brazo acercándolo al lienzo, y este se iluminó de repente.

—Pero ¡si no se parece en nada al original! ¿Lo habías visto alguna vez así?

—No. Sé cómo funciona esta técnica, pero me pasa como a ti; nunca había empleado los ultravioleta.

El lienzo, de unos tres metros de ancho y veinte de alto, estaba ocupado por una sucesión de formas de color parecidas al original, pero a la vez completamente diferentes. Las capas de pintura empleadas en su elaboración, sumadas a los barnices de las restauraciones, se mostraban superpuestas, creando una sucesión de formas repletas de matices que jamás podrían verse sin los ultravioletas.

—Es increíble.

—Céntrate en el dibujo. ¿Hay algo que pudiéramos considerar?

—No. Solo las formas básicas del dibujo original de Sert: fíjate, el libro que representa los fueros y el árbol mantienen su forma.

—Debemos continuar; si hubiera una alteración ya la habríamos visto. Solo se detectan la capa de barniz y las anteriores de la pintura.

Enrique encendió su linterna y caminaron hasta el siguiente lienzo. Repitieron el procedimiento y de nuevo volvió a sorprenderles el cambio experimentado por los dibujos. Tampoco hallaron nada, ni en el siguiente lienzo. Después se dirigieron al ábside. Enrique planteó una posibilidad.

—Oye, Bety, ¿desechamos los dos lienzos de transición bajo las tribunas y miramos directamente a los tres frontales? La escalera de bajada a la cripta hace que difícilmente pudiera Sert pintar nada sobre ellos.

—No, eso no es cierto; mirémoslos también. Desconocíamos la existencia de la cripta hasta la reforma de la iglesia del año pasado. Para nosotros fue una gran sorpresa encontrarla. Sert pudo, por tanto, acercarse a ellos. Y aunque sean lienzos secundarios no los dejemos de lado. No nos llevará más de quince minutos.

—Teniendo en cuenta que la escalera para descender a la cripta está justo bajo los lienzos, ¿cómo acercarás la lámpara?

—Desde el extremo del altar. Me acercaré lo máximo posible estirando el brazo.

Enrique y Bety subieron los escalones que separaban el altar de la nave de la iglesia, situándose frente al lienzo. Enrique apagó la linterna y Bety encendió la lámpara ultravioleta.

—¡Bety!

—¡Lo estoy viendo, Enrique!

—Mantén la linterna alzada. Voy a tomar nota.

El dibujo original de Sert incluía una serie de libros amontonados los unos sobre los otros, ofreciéndoles los lomos. Y allí, frente a ellos, donde no había inscripción alguna, se podían leer ahora unas anotaciones.

CI

TI

RE

AISE

MIN

NON

DUR

—¡Enrique, tenías razón! ¿Ya los tienes?

—Sí, ya puedes apagar la linterna. —Bety se sentó en el suelo, junto a Enrique. Este dejó la libreta con las anotaciones frente a ellos, iluminada por la linterna.

—¡Carecen de sentido! ¿Qué quieren decir?

—Ni idea… Cuanto más las miro menos las entiendo. Pero ¡deben responder a una lógica!

69


N
o veo por dónde agarrarlas.

—¡Calma! Acabamos de descubrirlas y de inmediato queremos descifrarlas. Pensemos con un poco de paciencia. Fuera lo que fuese que Sert quiso escribir, no podía ser evidente.

—¿Una cifra?

—Parece razonable. Es una nota con un único destinatario. No podía ser directo.

—Entonces, debe haber una clave. ¿Era Sert aficionado a este tipo de juegos?

—No hasta donde he conocido de su vida. Utilizaba complejas simbologías en todas sus composiciones pictóricas, no hay más que ver los lienzos de esta iglesia para comprenderlo, pero no he sabido que fuera aficionado a ese tipo de entretenimientos.

—Quizás el cifrado estaba consensuado con su destinatario.

—Podría ser, y eso nos complicaría mucho la vida.

—Déjame ver la lista…

Bety la examinó sosteniéndola con ambas manos, leyendo en voz alta cada grupo de letras, esforzándose en encontrarle un sentido. Y su mirada se iluminó de repente cuando se dio cuenta de que, inconscientemente, estaba haciéndolo en su lengua materna.

—Oye, Enrique, ¿te has fijado en la presencia de esas letras e? ¿Y en ese «aise»?

—No te entiendo… ¿Qué quieres decir?

—¡Francés! No sé qué significa, pero es francés. Ningún idioma presenta una terminación en «aise» excepto el mío.

—Sert llevaba casi toda su vida viviendo en Francia… ¡es perfectamente posible! Pero ¿le ves algún sentido?

—Quizá. Son sílabas, Enrique.

—¿Estás segura?

—No solo soy francesa, Enrique; no olvides que también soy filóloga. ¡Es evidente que son sílabas! Dame un segundo, déjame pensar en ello. —Depositó la libreta en el suelo, apuntando la linterna hacia ella. Enrique casi pudo escuchar el chirrido de sus neuronas discurriendo—. Falta algo.

—No entiendo.

—Falta una parte, Enrique. Esas sílabas carecen de sentido combinadas entre sí. ¡Tiene que haber otra parte escrita en algún otro lugar!

—¿Seguro?

—Estamos jugando en mi terreno, Enrique. En lugar de preguntar, piensa dónde puede estar el resto.

Enrique meditó sobre ello y casi de inmediato sonrió. Allí, a oscuras, apenas iluminado un pequeño círculo de claridad por la linterna, sin poder ver los lienzos, supo de inmediato dónde se encontraba la segunda parte del mensaje.

—Lo hemos hablado varias ocasiones en los últimos días. La solución debe ser siempre la más sencilla.

—¿Y?

—Coge la linterna e ilumina mi camino, no vaya a darme otro castañazo. ¡Y pásame la luz ultravioleta!

Así lo hizo Bety; Enrique recogió la lámpara y caminó hasta el extremo opuesto del altar, hacia la tribuna opuesta. Se detuvo junto a la otra escalera que comunicaba con la cripta, alzó el brazo y encendió la ultravioleta mientras Bety apagaba su linterna. A medida que la deslizaba sobre el lienzo, con toda la piel erizada, se pudo leer una nueva serie de caracteres.

ME

E

LACH

CHE

DE

MM

ANT

—Pero ¿cómo lo has sabido?

—Me he estudiado el dosier sobre la restauración junto con las fotografías de los lienzos hasta sabérmelo de memoria. Los dos laterales del ábside son similares, ambos presentan idéntica estructura, con dos pilas de libros en la parte inferior. ¿Un mensaje en cifra, dijimos? ¡Pues aquí tenemos los elementos que nos permitirán descifrarlo! Apúntalos en la libreta, Bety.

Bety encendió la linterna y pasó página tomando nota de las nuevas combinaciones. Después volvió a dejarla en el suelo y Enrique tomó asiento a su lado.

—¿Alguna idea?

—Si se trata de sílabas, son menos claras que las anteriores. Pero estoy segura de que deben combinarse las unas con las otras.

—Entonces coloca juntas ambas hojas. Sabes que mi francés es regular, pero quizá pueda ayudarte.

Bety arrancó las dos hojas colocándolas la una junto a la otra. Estudiaron su contenido en silencio con atención durante unos minutos.

CI ME

TI E

RE LACH

AISE CHE

MIN DE

NON MM

DUR ANT

—¿Estás viendo lo que yo estoy viendo, Bety?

—Creo que sí.

—Maldita sea, ¡si no podía ser más sencillo!

70

E
nrique comenzó a reírse, poco a poco, en un
crescendo
al que no pudo evitar sumarse Bety. Rieron hasta que se les saltaron las lágrimas, hasta perder el control, durante larguísimo rato, embargados de felicidad.

—Cimetière Lachaise-Chemin Denon-Mm. Durant. Bety, lo hemos conseguido: el cementerio de Père-Lachaise, en pleno centro de París, un lugar perfecto para ocultar los brillantes.

—¿Crees que Massot supo lo que hacía al barnizar los lienzos? ¿Podía conocer esta historia?

—¿Quién puede saberlo? En cualquier caso, al barnizarlos quedaron ocultos durante sesenta años hasta que nuestra luz ultravioleta los descubrió.

—¿Y los brillantes? ¿Crees que todavía estarán allí?

Enrique suspiró profundamente, pasándose la mano libre por los cabellos.

—Podría ser… Rilke fue dado por muerto en la liberación de París. Quizá no se tratara más que de una añagaza para hacerse con las joyas y desaparecer rumbo a Suiza. Pero ¿y si realmente murió? ¡En ese caso las joyas podrían seguir ahí!

—Y ¿qué haríamos si las encontráramos?

—Devolverlas, por supuesto. Pero te diré una cosa: creo que existe una ley por la que tendrían que abonarnos un diez por ciento del valor del producto recuperado.

—¡Estás de broma!

—¡En absoluto!

De nuevo rieron juntos, con desenfado, hasta tal punto que Bety acabó apoyando su cabeza sobre el regazo de Enrique.

—Me parece que estamos un poco histéricos.

—No es para menos. ¿Un diez por ciento, has dicho? ¡Eso son treinta millones de euros!

—No lances las campanas al vuelo, Bety. Quizá Rilke no murió y se llevó consigo los brillantes.

—¡No importa! ¡No deja de ser un hermoso sueño, y ya sabemos que los sueños tienen la triste tendencia a no convertirse en realidad!

—Tan pragmática como siempre… Oye, Bety, es tardísimo; son las cinco y media. La verdad es que no tengo ni pizca de sueño, pero ¿qué te parece si nos vamos a desayunar? Mañana ya pensaremos en nuestros siguientes pasos.

—De acuerdo. Quédate la linterna y vamos hacia la entrada, tendré que subir un momento al coro para encender las luces de la iglesia.

—Bien. —Iluminados por la linterna que sostenía Enrique caminaron hacia el claustro. Antes de cruzar la puerta él se detuvo—. Toma la linterna y ve tú. Digamos que me hace ilusión quedarme aquí, en la oscuridad, ver cómo se ilumina la iglesia y contemplar los lienzos con una nueva perspectiva. Me apetece disfrutar del momento.

—¡Tú y tus caprichos! Pero no negaré que te lo hayas ganado. Dos minutos, Enrique; ese será todo tu tiempo.

Bety cerró la puerta tras de sí, dejando a Enrique cálidamente envuelto por la oscuridad. Se sintió relajado y, aunque el cansancio acumulado comenzaba a hacerse notable, aguardó un momento de emoción. Ya nunca podría entrar en la iglesia de San Telmo y verla como en el pasado. Habían transcurrido muchos años desde su primera visita, cuando apenas era más que un joven veinteañero, y siempre se sintió especialmente vinculado con aquel espacio tan particular. ¡Jamás hubiera creído a quién le dijera que iba a formar parte de su vida en tal medida! Y, sin embargo, pensó que precisamente fuera ese su destino, que quizá por ello la sintiera parte de su vida desde sus inicios.

Respiró hondo, dejándose llevar por el ritmo de sus emociones. A sus espaldas oyó un sonido, y pensó que se trataba de Bety; ¿de quién podía tratarse si no? La iglesia seguía a oscuras y era imposible ver nada. Un levísimo resplandor, el típico de un móvil, emitió esa típica apagada luz tan característica a su izquierda.

—¿Qué haces aquí, Bety? ¿Y la luz?

No hubo respuesta, a excepción de un jadeo seguido por un fuerte golpe en la nuca. Y mientras su cuerpo se desplomaba convertido en un amasijo de músculos inertes su mente se perdió en un último lúcido pensamiento: «Bety, tenías razón, y ahora estás tú sola y yo no podré ayudarte…»

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N
ada más salir de la iglesia, a la izquierda del claustro, una escalera llevaba directamente al piso superior. Bety la subió con tranquilidad: la adrenalina se iba esfumando de su organismo. Estaba contenta, pero ahora que su mente volvía a procesar la información con claridad una vez liberada de la ofuscación de las emociones un nuevo pensamiento se hizo fuerte en su interior. «Craig». De repente entendió que por eso lo habían matado. No pudo ser un accidente, no con un hombre como él, un nadador de larga distancia acostumbrado a esfuerzos cien veces superiores al realizado el día de su muerte. Si para Enrique esto parecía el final de la historia, para ella era un nuevo comienzo: alguien supo lo que Craig había descubierto y decidió intervenir para hacerlo suyo. Una cosa era evidente: a partir de aquí, le tocaba a la policía. Que Enrique no quisiera explicárselo todo al inspector Cea hasta saciar su sed de aventura podía comprenderlo, pero si él no lo hacía sería ella la que inmediatamente acudiera a la comisaría de Ondarreta. Enrique tenía virtudes, sin duda. La pasión, la entrega, la capacidad de imaginar, de vivir la aventura, de dejarse atrapar por ella y hacer partícipes de la misma a quienes cayeran bajo su embrujo estaban en él desarrolladas como en nadie a quien en su vida hubiera conocido. En el mundo de hoy, tan desprovisto de emociones semejantes, ¿quién habría podido tener la suerte de vivir una experiencia como esta? Pero eso no bastaba para vivir en armonía.

Bety llegó al piso superior y entró en el coro, que ahora pertenecía a la exposición permanente del museo. Allí, junto a la balaustrada, en un pequeño departamento, estaban los controles eléctricos. Pulsó la pantalla táctil de control activando la iluminación básica, aquella que les acompañó durante la larga noche de trabajo que acababan de vivir. Después, salió del cuarto de control, asomándose por el coro, apoyando ambos codos sobre él. La iglesia ofrecía una perspectiva muy diferente desde allá arriba, pudiéndose contemplar con mayor claridad los lienzos de Sert situados sobre las capillas laterales, justo a la altura del coro. Allá abajo estaría Enrique, gozando de su triunfo. Todo lo que su fértil imaginación creara para la novela se combinaría a la perfección con la realidad que acababan de vivir. Tendría un nuevo éxito, sin duda, y su trayectoria en Estados Unidos continuaría su camino, alejándolo de ella. Y aunque Bety pudiera llegar a desear su permanencia en San Sebastián, ya era tarde: Helena estaría en la ciudad en unas horas.

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