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Authors: Julian Sanchez

Tags: #Intriga, #Aventuras

El restaurador de arte (31 page)

BOOK: El restaurador de arte
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La sensación de que estaba cerca de la verdad le carcomía por dentro, inquietándole; la duda puede ser una desazón que se torna insoportable. Saber puede ser doloroso, pero genera certidumbre, y de ahí se pasa con facilidad a la acción. Sin embargo, la duda te clava en una posición y te impide continuar, y para el carácter de Enrique no podía haber sentimiento peor. ¿Y la gran sorpresa de Bety? ¿A qué se referiría? ¿De qué podría tratarse?

Le iba a costar dormir. Decidió salir a dar un paseo, sin rumbo ninguno. París de noche es hermosa, tanto como lo es de día. Hubiera preferido estar acompañado, y la imagen de Bety volvió a confundirse con la de Helena. Esa era otra duda, y no menos importante que la anterior. Más profunda, sin duda, pero menos inmediata: ¡era Rilke quien le quitaba el sueño! ¡Rilke y los Trescientos!

¿O quizá solo se lo quitaban los Trescientos?

Había cenado ligero en el hotel, lo justo para matar el hambre. Cruzó a la
rive gauche
para gozar con la perspectiva de Notre Dame iluminada. Quiso disfrutar con la vista pero no pudo hacerlo, reconcomido por su inquietud interior.

Se acercó a la Caveau de la Huchette; el club comenzaba a llenarse con la heterogénea mezcla habitual: jóvenes en busca de diversión, músicos aficionados y bohemios de medio pelo se mezclaban con la clase pudiente de la ciudad, fácilmente reconocible por la ropa de calidad y a la moda que vestían. Se acercó a la barra y pidió un combinado: no acostumbraba a beber, excepto en situaciones similares, cuando hacerlo parecía un imperativo social.

En el escenario estaba tocando un cuarteto clásico: bajo, piano, saxo y batería. No reconoció la primera pieza, pero sí la segunda: se trataba de una versión estilizada pero reconocible del
Watermelon Man
, de Herbie Hancock, con el suficiente
swing
para que el público reaccionara de inmediato. Lo hacían bien, con aparente entrega, sin que su música sonara rutinaria, como suele ser lo habitual. Rara es la vez que los músicos trascienden del lugar y del público y sintonizan de verdad entre ellos, subiendo ese escalón que puede llevarlos al mismísimo cielo, y Enrique había tenido la suerte de vivir un par de ocasiones semejantes, de las que surgen de la nada y se quedan para siempre, poniendo el listón tan alto que incluso lo bueno acaba pareciendo escaso.

Una mujer, también apoyada en la barra, le sonrió. Enrique le guiñó el ojo, negando con el dedo, y ella respondió asintiendo. Llevaba ya un par de copas encima: en otra ocasión, en otro lugar, quizá le hubiera correspondido; ahora no se vio con el deseo suficiente para olvidar sus historias personales y abandonarse a un rollo de una noche.

De repente, se sintió mayor, como si le hubieran caído encima veinte años de golpe. Años atrás no lo hubiera pensado: habría hablado con ella incluso sin la intención de buscar una noche de sexo, solo por el placer de abrirse a los demás, de conversar, de sentirse vivo. Hoy, en cambio, todo aquello le resultó vacío, carente de entidad. Escuchó un par de piezas más,
Jumpin’ at the Woodside
y
Unsquare Dance
, y abandonó el local sintiéndose ligeramente ebrio: la escasa cena, unida a la falta de costumbre de beber, lo había dejado algo tocado.

Regresaba al hotel. No era más de la una, y las calles estaban casi desiertas. Con la inconsciencia propia del alcohol se sintió dueño de París, y caminó por las calles sin respetar los semáforos. En el Petit Pont cruzaba hacia la acera de la izquierda cuando un coche se le vino encima. No lo vio venir, con la mente perdida en los ritmos del
jazz
, la sonrisa de la desconocida, el
Major
Rilke y los Trescientos refulgiendo en su mente; quizá esto último lo salvó, porque sintió, más que ver, la luz de los faros precipitándose hacia él. Saltó hacia la acera, cayó rodando sobre ella y evitó el atropello por escasos centímetros. Se llevó la mano a la mejilla: le escocía con fuerza, y vio su mano manchada de sangre.

Cuando logró recuperar el equilibrio y levantarse, el coche desaparecía por la Rue de la Cité, sin detenerse a auxiliarlo, y, entre la niebla que se levantaba desde el Sena y la propia generada por el alcohol, Enrique tuvo la suficiente lucidez para detenerse a considerar en qué mierda de asunto se había metido.

OCTAVA PARTE

San Sebastián

57

B
ety aterrizó en el aeropuerto de Hondarribia a la una del mediodía. La conexión Nueva York-Madrid fue puntual. Tras toda la noche durmiendo mientras cruzaban el Atlántico se sentía extrañamente muy descansada, incluso relajada, como si toda la situación estuviera salpicada por un leve rocío de irrealidad. Sentía su participación a cierta distancia, como si estuviera contemplando la historia desde fuera y no tomara parte activa en la misma.

Media hora más tarde estaba en su piso del barrio de Gros. La mañana estaba revuelta, con el cielo preñado de espesas nubes y ocasionales rayos aislados de un débil sol de noviembre. Dejó la maleta, se dio una ducha, se cambió de ropa y salió a la calle, con una gabardina y un sombrero para el agua. Hacía fresco, pero este contribuyó a despejarle la mente.

El paseo de la Zurriola bordeaba la playa de Gros, uno de los paraísos para los surfistas europeos. Abajo, en la mar, habría quince o veinte cogiendo olas; la mar estaba algo picada y las olas tenían cuerpo, acaso un par de metros. Caminó hacia el Boulevard disfrutando de las gotas de lluvia que caían ocasionalmente, impulsadas por fuertes ráfagas de viento. A la altura del palacio de congresos del Kursaal se detuvo, bajo la estructura del vestíbulo. Caía un fuerte chaparrón, y aprovechó el momento para telefonear a Enrique: eran cerca de las dos y seguramente ya estaría en su piso de Igueldo.

—Hola, Bety.

—Hola, Enrique. ¿Ya has llegado?

—Sí, estoy en casa. ¿Y tú?

—Parada en el Kursaal, protegiéndome de la lluvia.

—¿Qué tal si te vienes a casa y charlamos?

—No. Mejor comemos fuera. Quedemos en La Perla. ¿En media hora?

—De acuerdo.

Bety avanzó hacia La Perla mientras los chaparrones de lluvia se sucedían. Atravesó el Boulevard hasta el ayuntamiento, y allí, pese a ser terreno descubierto, decidió ir por el paseo, junto a la barandilla, al lado de La Concha. No había sino algún que otro paseante ocasional, y estos iban con el paraguas abierto mientras que ella solo utilizaba el sombrero para protegerse de la lluvia.

La Concha lucía salvaje, como siempre lo hacía los días tormentosos. Bety contemplaba las olas pensando en cómo debió ser el paisaje doscientos años atrás, cuando los edificios que se alzaban tras el paseo no existían, y en su lugar se levantara la feraz arboleda propia del lluvioso mar Cantábrico. «Si aún hoy es hermosa, entonces debió de ser un paraíso». Este pensamiento le sorprendió, pues era propio de Enrique, y su sorpresa fue mayor al comprobar que no era la primera vez que le ocurría desde que habían iniciado esta aventura. «¿Tanto me influye? ¿Tendría razón Craig al decir que tenemos algo pendiente?»

Llegó a La Perla. El precioso edificio tenía historia: cuando la reina María Cristina eligió San Sebastián como ciudad de veraneo, al comienzo del siglo XX, se erigió un primer balneario de madera que en 1993 fue sustituido por el actual edificio. En la parte inferior estaban las instalaciones termales, mientras que en la terraza superior, a idéntica altura que el paseo, se encontraba un restaurante. Bety había llegado la primera; buscó una mesa aislada, junto a los ventanales, de tal manera que parecía estar flotando sobre la mar. Sentía curiosidad por saber qué había averiguado Enrique en París, pero lo que más deseaba era saber qué opinaba sobre su encuentro con Helena. Tenía una vaga impresión que esperaba poder confirmar en pocos minutos: que Helena no le había dicho nada de su fortuito encuentro a Enrique.

Enrique no tardó en aparecer. Había algo extraño en su apariencia que Bety tardó en procesar: se estaba dejando crecer la barba. No le sentaba mal, pero se le hacía extrañísimo verlo con ella. Eso sí, lo que la barba no podía disimular eran las ojeras, bien marcadas en su rostro. Se dieron dos besos; Enrique la saludó con su buen ánimo habitual, de manera que su voz desmintió el aspecto de cansancio.

—¡Hola, Bety!

—¿Y esa barba? Oye ¿y ese corte en la mejilla?

—Lo de la barba es cuestión de pura pereza. Tengo la cabeza en cien cosas y afeitarme es la última de ellas. Y lo del corte ya te lo explicaré más tarde.

Se sentaron en la mesa. Un camarero les trajo el menú; después de elegir Enrique inició la conversación.

—¿Quién comienza?

—Tú mismo.

—Bien. Iré al grano. ¡Sé qué son los Trescientos!

—Comienzas fuerte, pero seguro que también yo acabo por sorprenderte. ¡Continúa!

—Hablé con dos de los Wendel en París, los gemelos Marie y Richard. Averigüé que tienen intereses editoriales y logré que Bárbara Llopis me pusiera en contacto con ellos. ¿Recuerdas a Bárbara?

—Vagamente. Creo que era una editora de una empresa importante. ¿Cómo justificaste tu interés?

—La novela fue la excusa. Pero no podía imaginar lo que iban a contarme. Bety, los Trescientos son brillantes. ¡Trescientos brillantes de gran tamaño, piezas únicas de una enorme pureza! Especularon acerca de cuál podía ser hoy en día su valor, y hablaron de un mínimo de trescientos millones de euros, puede que mucho más. Los brillantes eran un fondo de reserva de la familia para situaciones excepcionales que utilizó Maurice Wendel para comprar la libertad de su hija Ségolène.

—Trescientos millones… ¡Una verdadera fortuna!… Pero ¿te lo explicaron así, sin más?

—Es una historia conocida por pocas personas ajenas a la familia. A Ségolène la llamaban «la mujer más cara del mundo», en una suerte de broma privada. Para la familia Wendel se trata de una historia antigua, una especie de leyenda familiar. Fuera de ella apenas es conocida en el mundo de los diamantistas.

—Bien, por ese lado hemos avanzado. Está claro que Sert fue el intermediario en la entrega de los brillantes.

—No tan claro.

—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? ¡Si leímos las cartas!

—En la familia siempre han existido algunas dudas acerca de que Maurice entregara la totalidad de los Trescientos. Y todavía hay más.

—¿Qué más?

—Localicé la pista del
Major
Rilke en los Archives Historiques de France. Los nazis se vieron sorprendidos por la insurrección popular en París y la rápida entrada de las tropas aliadas, sin que tuvieran tiempo de destruir sus archivos. Encontré todas las fichas del personal alemán destinado en París, incluida la de Rilke. Y aquí viene lo importante: murió el día 25.

—Veamos, déjame pensar a ver si averiguo por dónde va tu retorcido pensamiento… Sert dijo que debían llegar a un acuerdo el ¿12 de agosto?

—Sí.

—Y lo siguiente que hizo fue mandarle una carta a Misia diciéndole que se iba de viaje el 18. Entonces tuviste razón, todo cuadraba. Y, a partir de ahí, me dices que Rilke muere el 25. ¿Crees que no llegó a hacerse con los brillantes?

—No puedo saberlo. ¿A qué acuerdo llegarían Maurice Wendel, Sert y Rilke en su reunión? Con la desconfianza que había entre ellos y la tensión que se vivía en París, se me escapa cuál pudo ser. Ahora bien, que el viaje de Sert tiene relación con el acuerdo es seguro.

—¿Piensas que pudo traer las joyas a España?

Enrique guardó unos instantes de silencio antes de contestar; también él había pensado en Sert atravesando la Francia ocupada hacia San Sebastián, convertido en el ocasional depositario de los brillantes. Pero había algo que no encajaba.

—No. Es improbable. Aunque su pasaporte diplomático lo protegiera, era demasiado expuesto. Un simple registro rutinario unido a un funcionario o a un soldado demasiado ambicioso podría provocar la pérdida de los brillantes. No creo que pudiera llevarlos encima. El riesgo era excesivo; Rilke no lo habría tolerado.

—¿Cómo lo sabes? Parece una explicación lógica que justifica sus movimientos.

—Lo sé porque lo que hice fue intentar pensar como pensaría Rilke.

—Has hecho con él lo mismo que me contaste que haces con tus personajes.

—Sí, eso es. Los principales problemas de comunicación que existen en el mundo ocurren porque intentamos interpretar los códigos de actuación del los demás desde nuestro punto de vista en lugar de hacerlo desde el suyo. Las relaciones diplomáticas, de pareja, laborales, todas ellas suelen fallar por este mismo problema.

»Pero los escritores, si queremos que los personajes sean verosímiles, intentamos que su personalidad sea verdaderamente suya para que sea real. Pensemos, por tanto, como lo haría Rilke. Un hombre pragmático, como el SS que diseñé para mi novela, un hábil trepa que en todo momento se las apañó para evitar el frente de combate, pero a la vez un hombre inteligente, capaz de desempeñar un puesto de responsabilidad con acierto y gozar de la protección de su general. Es evidente que desconfiaba de Maurice Wendel tanto como a la inversa. ¿Te imaginas a Sert alejando los brillantes ochocientos kilómetros? Sería intolerable para Rilke. Es, precisamente, lo opuesto a lo que deseaba.

—Puedo entender esto, pero, entonces, ¿qué demonios vino a hacer Sert a San Sebastián?

—Bety, aún no lo sé, ¡pero te juro que lo pienso averiguar!

58

L
a camarera les había servido la comida antes de comenzar a hablar sobre el viaje a París de Enrique, y justo cuando este hubo acabado de explicarle sus novedades a Bety trajeron el postre. Era el turno de Bety, y entre bocado y bocado le contó la historia de Craig Bruckner tal y como lo hiciera su hermana Mary Ann en Filadelfia. Enrique quiso interrumpirla al darse cuenta de que parecía tener que ver con cuestiones personales que no afectaban al caso, pero ella insistió lo suficiente para que le escuchara.

—Atiende, porque es una historia con sorpresa final.

—¿Es a la que te referiste en el SMS que me mandaste anoche?

—No. Esa es otra historia que, como la de tu corte en la mejilla, mejor dejamos para luego.

Enrique pudo captar una levísima sonrisa en el rostro de Bety, tan fugaz que solo quien hubiera gozado de ella en tiempos pasados hubiera sido capaz de captar.

Bety comenzó a contarle todo lo que había sucedido en su visita a Mary Ann en Camden. Llegado el momento oportuno extrajo su móvil, buscó la fotografía y se la pasó a Enrique, que al principio la observó sin excesivo interés.

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