Hawkwood cogió una rama suelta y se la arrojó al pájaro más cercano. Aunque su objetivo se escapó, se acercó lo bastante como que la bandada se lanzara a los aires entre un clamor de indignación.
Hawkwood se aproximó al árbol. Su primer pensamiento fue que debió haber supuesto cierto esfuerzo transportar al muerto hasta donde estaba, lo que indicaba que más de una persona había participado en el asesinato. Bien eso, bien se trataba de un individuo dotado de una fuerza considerable. Hawkwood se acercó y estudió el terreno en derredor de la base del tronco, con cuidado de donde ponía los pies. La lluvia de la noche anterior había transformado el suelo en barro. Sin embargo, la tierra pastosa no se debía únicamente a la lluvia. Hawkwood sabía que habían de considerarse otros factores.
Había marcas borrosas; hendiduras demasiado uniformes para haber sido causadas por la naturaleza. Echó un vistazo más de cerca. La depresión tomaba forma: el contorno de un tacón. Giró alrededor de la base del roble, investigando con la vista. Había más señales: hojas y ramitas, rotas y prensadas en el suelo a causa de un peso, las cuales le indicaban que definitivamente había habido más de un hombre. De repente, se detuvo y se puso en cuclillas, evitando pisar el dobladillo de su abrigo de montar.
Se trataba de una huella completa, suela y talón, otra señal de que al menos una de las sospechas de Hawkwood había quedado demostrada. Hawkwood medía un metro ochenta. Colocó la base de su propia bota junto al rastro y comprobó con cierta satisfacción que su pie era más pequeño. La profundidad de la hendidura era igualmente impresionante.
Hawkwood levantó la cabeza. Se encontró de pie en el lado del árbol opuesto al cuerpo. La primera cosa que le llamó la atención fue la cuerda. Pendía de la horcadura del tronco, rozando su extremo las hojas caídas. El nudo seguía bien sujeto al cuello del difunto, Hawkwood reconstruyó la escena en su mente y volvió a mirar al suelo, echando una mirada atrás y al lado. Había otra huella, apreció, ligeramente apartada de la primera. La había dejado alguien que había apoyado con firmeza los pies y que, aguantando el peso sobre una sola pierna, había hundido un y tirado de la cuerda. La marca indicaba que era un hombre grande y fuerte. No había más huellas cercanas. Los compañeros del verdugo debían de haber estado al otro lado del árbol, hincando a martillazos los clavos.
Hawkwood se levantó y desando lo andado.
Miró a la víctima y después se volvió hacia los sepultureros.
—Bien, bájenlo.
Lo miraron, después ojearon al sacristán, quien, tras dirigir una mirada rápida a Hawkwood, asintió levemente con la cabeza.
—Háganlo —dijo Hawkwood chasqueando los dedos—. Ya.
La tarea llevó un rato y no fue agradable de presenciar. Los sepultureros no venían preparados y tuvieron que improvisar con las herramientas que tenían a mano. Lo que supuso golpear los clavos de lado a lado con el canto de las palas para soltarlos lo suficiente como para extraerlos del tronco del roble. Las muñecas de la víctima no salieron totalmente ilesas de la terrible experiencia. Tampoco es que el pobre desgraciado estuviese en condiciones de protestar, reflexionó Hawkwood impasible, mientras bajaban el cuerpo al suelo.
Hawkwood miró de soslayo a Lucius Symes. El rostro del sacristán estaba pálido; los sepultureros no tenían mejor aspecto. Era más que probable que su primer destino al salir del cementerio fuese la licorería más cercana.
Hawkwood examinó el cadáver. La ropa todavía estaba húmeda, presumiblemente por la lluvia de la noche anterior, así que habría estado allí arriba un tiempo. Era un varón, aunque eso fue obvio desde el comienzo; ni joven ni mayor, probablemente tenía unos veintitantos años; un trabajador manual. Hawkwood lo dedujo por sus manos, en las cuales a pesar del reciente vapuleo recibido con las palas, podían apreciarse los callos alrededor de las yemas de los dedos, así como las cicatrices de los nudillos; alguien que se había dedicado a las peleas, tal vez. Era sólo una conjetura.
—¿Alguien le reconoce? —inquirió Hawkwood.
No hubo respuesta. Hawkwood alzó la vista, observó sus expresiones. Ni asentimientos ni movimientos de cabeza. Miro a uno, luego a otro. El sacristán no reaccionó, tan sólo lanzó una mirada aturdida. Sin embargo, se percató de lo que podría haber sido una sombra de movimiento en los ojos del sepulturero Hick. Un destello, casi imperceptible, una ilusión óptica, ¿quizás?
Hawkwood consideró la relevancia de aquello, lo dejó aparcado en un rincón de su mente, y reanudó su investigación.
Al menos la forma de la muerte estaba fuera de duda: el cuello roto.
Hawkwood aflojó el nudo y quitó la cuerda de alrededor de la garganta del muerto. Fijó la mirada en el collar de magulladuras que ensuciaba el cuello de la víctima antes de centrar su atención en el nudo de la cuerda. Muy bien hecho, el trabajo de un profesional. Quienquiera que hubiese colgado al pobre desgraciado había demostrado que sabía manejar la herramienta de un verdugo. En un movimiento que pasó desapercibido para el sacristán y los sepultureros, Hawkwood se pasó una mano por su propia garganta. El anillo de oscuras magulladuras de debajo de la mandíbula quedaba oculto tras el cuello de las ropas. Le asaltó el súbito y familiar eco de un aciago a recuerdo, aunque lo dominó instante. «El devenir de las cosas es algo extraño», pensó.
Apartando la cuerda a un lado y aún sabiendo que sería en vano, Hawkwood registró los bolsillos del cadáver. Tal y como esperaba, estaban vacíos. Observó más de cerca las manchas que había en la chaqueta del muerto. La ropa del cadáver conservaba indicios tanto de la tormenta de la noche anterior como de la forma brutal de morir. La espalda de la chaqueta y el calzón habían sufrido los peores daños, causados, supuso Hawkwood, por el roce con el tronco del árbol al ser alzada la víctima. Ya había visto las marcas que los tacones de las botas del hombre muerto habían dejado en la corteza mientras pataleaba y luchaba por el aire.
Advirtió, además, otras manchas en la parte delantera de la chaqueta y en la camisa. Recorrió las manchas con el dedo y frotó el residuo con la yema del pulgar.
Hawkwood examinó la cara. Había sangre coagulada alrededor de los labios. ¿Se habían dado los grajos un festín ahí también?
Hawkwood alargó la mano hasta la parte superior de su bota derecha y sacó su cuchillo. A su espalda, respiraba el sacristán. Uno de los sepultureros blasfemó cuando Hawkwood insertó el filo del cuchillo entre los labios del cadáver. Agarrando la barbilla del hombre muerto con la mano izquierda, Hawkwood utilizó el cuchillo para abrirle la boca haciendo palanca. Se puso de rodillas y escudriñó la boca de la víctima.
Los dientes y la lengua habían sido extraídos.
La extracción se había realizado imprimiendo gran fuerza. Las encías desfiguradas y la sangre incrustada lo decían todo. Hawkwood pudo apreciar que también faltaba una sección de la mandíbula inferior, lo suficientemente larga como para contener al menos media docena de clientes. Sospechaba que habían utilizado una lezna para los dientes sueltos, y puede que un martillo y un cincel pequeño para el resto. Era difícil determinar la herramienta utilizada para cortar la lengua; tal vez, una navaja.
El sacristán se echo la mano a la boca, como queriendo asegurarse de que su propia lengua seguía in situ. Miró fijamente a Hawkwood horrorizado.
—¿Qué significa todo esto? ¿Por qué harían algo así?
Hawkwood limpió la hoja en su manga y la devolvió a la bota. Bajó la vista hacia el cadáver.
—Pienso que está claro.
Los tres hombres lo observaron sin pestañear y lo miraron fijamente.
Hawkwood se puso en pie y se dirigió al sacristán.
—¿Cuál ha sido el entierro más reciente?, ¿dónde lo tienen?
El sacristán Symes pareció quedarse confuso un momento ante el repentino cambio de rumbo. Incluso se puso blanco como la cera.
—¿Entierro? Bueno, sería… Mary Walker. Murió de tisis. La enterramos ayer.
El sacristán miró a los dos sepultureros, en busca de confirmación.
Fue el hombre de más edad, Hicks, quien asintió con la cabeza.
—La enterramos a las cuatro en punto, justo antes de que empezara a llover.
—¿Dónde? —preguntó Hawkwood.
Hicks señaló sacudiendo un dedo.
—Allí, en la parte alta del montículo.
Una sensación de vacío comenzó a revolverle a Hawkwood el estómago.
—Enséñemelo.
El enterrador lo guió a través del cementerio hasta una extensa y sombría parcela cerca de los límites del mismo; le señaló un rectángulo de tierra recién revuelta.
—¿A qué profundidad estaba la mujer? —preguntó Hawkwood.
Los sepultureros intercambiaron miradas elocuentes.
«No la suficiente», pensó Hawkwood.
—Bien, echemos un vistazo.
El sepulturero contempló a Hawkwood fijamente con incredulidad y horror.
—Si yo fuese usted, sacristán Symes, me apartaría —espetó Hawkwood—. No querrá mancharse los zapatos.
El sacristán palideció.
—¡No puede hacerlo! ¡No lo permitiré!
—Tomo debida nota de su protesta, sacristán —Hawkwood le hizo un gesto de asentimiento a Hicks—. Procedan a cavar.
Hicks miró a su compañero, el cual le devolvió la mirada y se encogió de hombros.
Las palas se clavaron en la tierra al unísono.
En aquel momento, Hawkwood sabía lo que encontrarían y por la expresión en las caras de los sepultureros, adivinaba que ellos también lo sabrían. Tenía la sensación de que incluso el sacristán Symes, a pesar de su queja, tampoco se iba a sorprender.
El caso es que sólo bastaron un palmo de tierra y una docena de paladas para confirmarlo.
Se oyó un ruido sordo cuando una de las pala golpeó madera, tras lo cual, utilizaron los bordes de las mismas para raspar la tierra de la superficie del ataúd. Enseguida saltó a la vista la grieta dentada en la madera hacia la mitad de la tapa del féretro.
—Dios bendito, ¿es qué no tienen compasión?
El sacristán intentó colocarse entre Hawkwood y la tumba abierta.
—Si me equivoco, sacristán Symes —afirmó Hawkwood—, le pagaré un tejado nuevo para la iglesia. Ahora, échese a un lado —asintió con la cabeza a Hicks—. Ábranlo.
Hicks ojeó a su compañero, que parecía sentirse tan incómodo como él.
—Déme la maldita pala —ordenó Hawkwood extendiendo la mano.
Hicks vaciló, pasándosela a continuación.
Los tres hombres observaban mientras Hawkwood introducía el filo de la pala por debajo del extremo más ancho de la tapa y ejercía fuertemente presión hacia abajo. Su esfuerzo no encontró una gran resistencia. Ya otras manos habían causado antes el daño. La endeble tapa se rajó a lo largo de la grieta existente emitiendo un prolongado crujido. Hawkwood devolvió la pala a su propietario, agarró los bordes de la tapa destrozada y la levantó.
El sacristán tragó con nerviosismo.
Hawkwood se puso de rodillas, estiró la mano hacia el interior del ataúd y sacó el trozo de tela arrugado: el sudario.
Las parcelas para sepultura estaban harto solicitadas en Londres y las fosas comunes eran habituales en muchas parroquias. A menudo, era imposible cavar una tumba nueva sin que se vieran afectados los cadáveres enterrados con anterioridad. La fosa de Giles in the Fields lo ilustraba perfectamente. Allí, durante años, se habían ido apilando filas de ataúdes baratos uno sobre otro, todos expuestos a la vista y al olfato, esperando a que más ataúdes se amontonasen encima de ellos. Las profundidades de las fosas podían variar y no siempre se utilizaban los ataúdes. Hacia uno o dos años, en la iglesia de Saint Botolph, dos sepultureros habían tallecido como resultado de los gases nocivos que emanaban de los cadáveres en descomposición. Era habitual que las tumbas se mantuviesen abiertas durante semanas hasta que los cadáveres las llenaran casi hasta el borde. En muchos casos, la capa superior de tierra no estaba a más de unos pocos centímetros de profundidad, de tal modo que las extremidades del cuerpo llegaban a veces a asomar por la tierra.
Lo que se lo ponía fácil a los ladrones de cuerpos.
Hawkwood dejó a los sepultureros rellenar el hoyo y volvió sobre sus pasos hasta la escena del crimen. Miró abajo hacia el cadáver y después hacia el mugriento sudario que llevaba en la mano.
En sentido estricto, los cuerpos no se consideraban una propiedad. Las prendas para el funeral, sin embargo, eran otro cantar. Si robabas un cuerpo, podías escaparte; en cambio, el robo de prendas, un sudario o un anillo de boda era diferente. Te castigaban con la deportación. Quien hubiese saqueado aquella tumba había sido precavido.
Lo que planteaba una pregunta obvia.
¿Por qué dejar el cadáver del hombre? ¿Por qué el destino de éste no había sido la mesa del anatomista? El muerto era relativamente joven y, aparte del hecho evidente de que estaba sin vida, parecía estar en buena forma física. Debería de haber sido un candidato perfecto para cualquier clase de anatomía de un cirujano. Los cuerpos de hombres fornidos estaban siempre muy demandados, ya que, una vez retirada la piel, los podían utilizar para mostrar los músculos en sus mejores condiciones. Para cualquier ladrón de tumbas que se preciase a sí mismo, éste no era un simple cadáver, sino un buen dinero en efectivo.
Hawkwood escuchó el amortiguado sonido de unas pisadas a su espalda. Era el sacristán.
—¿Cuántos? —inquirió Hawkwood.
El sacristán se mordió el labio.
—Cuatro en las últimas dos semanas, incluyendo a la señora Walter. Los otros tres eran todos hombres.
Hawkwood no dijo palabra y pensó en el célere cambio de tratamiento para con el cadáver de Mary Walker a
la señora Walker.
—¿No han pensado en un vigilante nocturno?
El sacristán Symes se encogió de hombros.
—Es cierto que antes los contratábamos, y durante algún tiempo se notó. Los ladrones se van a otros lugares: a las iglesias de Saint Luke o Saint Helen. Pero después el vigilante se duerme en los laureles y relaja la vigilancia, normalmente con la ayuda de una botella, y los robos comienzan de nuevo. No somos una parroquia acaudalada, agente Hawkwood.
Era una historia habitual.
El número de cementerios de la capital que habían escapado a los saqueadores podían contarse con los dedos de una mano. Se habían puesto en práctica métodos disuasorios —vigilantes nocturnos, farolas, perros, incluso trampas ocultas con resortes que accionaban pistolas— aunque habían resultado de poco provecho.