Los ricos podían permitirse enterrar a sus muertos en tumbas más profundas, en mausoleos familiares y en capillas privadas o bajo lápidas pesadas e inamovibles y tumbas cubiertas de rejas de hierro; podían encerrar los restos en féretros sólidos, bien revestidos de plomo o hechos por completo de metal. Los pobres no podían hacer frente a tamaños lujos. Hacían lo que podían, mezclando palos y paja con la tierra de la tumba, por ejemplo, con la vana esperanza de que las fibras resultantes obstruyesen las palas de madera de los ladrones. Las fosas comunes eran un objetivo fácil.
—¿Puedo preguntarle algo, agente Hawkwood? —el sacristán parecía pensativo—. Cuando le pregunté antes quién haría algo tan terrible (asesinar a un hombre y después cortarle la lengua) usted dijo que estaba claro. No lo entiendo.
Hawkwood asintió con la cabeza.
—Por la misma razón por la que no se llevaron este cuerpo igual que el otro. Lo dejaron aquí con una intención.
—¿Una intención?
Hawkwood devolvió la mirada al sacristán.
—Es una advertencia.
—¿Cree que por eso dejaron el cuerpo? ¿A modo de advertencia?
James Read formuló la pregunta dándole la espalda a la habitación. Estaba mirando por la ventana, abajo, a Bow Street. Era temprano y la calle todavía estaba húmeda y salpicada de charcos. Las dependencias de las fuerzas del orden judicial ubicadas en la planta baja no abrían hasta dentro de una hora. Fuera, sin embargo, el tráfico de la mañana llenaba las calles. Se oía el chacoloteo de los cascos y el traqueteo de las ruedas de los carruajes, así como los pregones de los vendedores yendo y viniendo por Covent Garden, que se encontraba apenas a un tiro de piedra, volviendo la esquina al final de Russell Street.
El fuego, que seguía crepitando en la chimenea, había subido considerablemente la temperatura de la habitación desde la última visita de Hawkwood. A James Read no le gustaba el frío, se encontraba, pues, estudiando el cielo agobiante de finales de noviembre con no poca desesperación. Sospechaba que el tiempo iba a cambiar a peor. La atmósfera estaba cargada de un matiz plomizo que anunciaba aún más precipitaciones, posiblemente cellisca, lo que con toda probabilidad conllevaba la llegada temprana de nieve. Suspiró, tiritó con resignada aceptación, y se volvió hacia el abrazo cálido del fuego.
—Esa fue mi primera idea —dijo Hawkwood.
Conociendo la propensión de Read a un buen fuego en la chimenea abierta, Hawkwood había obrado con prudencia dejando su abrigo en la antesala bajo la atenta mirada de Ezra Twigg. Se alegró de haberlo hecho. De lo contrario se estaría asando.
—¿He de inferir que su idea se sustenta en la forma de la muerte y en la extracción de la lengua del muerto?
Hawkwood asintió con la cabeza.
—Los sepultureros y el sacristán pudieron echarle un buen vistazo. Para el mediodía ya se habrá corrido la voz por toda la parroquia. Eso si no lo ha hecho ya.
—Opino que con la crucifixión habría bastado —afirmó James Read—. Lo de la lengua me parece algo bastante excesivo. Por no mencionar lo de los dientes. ¿Tiene alguna idea acerca de los dientes?
—Quien no malgasta no pasa necesidades —proclamó sin apasionamientos—. El cuerpo y la lengua se dejaron a modo de aviso. Se llevaron los dientes para sacar beneficio.
Un buen beneficio, además, si uno tenía estómago para ello. Y la mayoría de los ladrones de tumbas lo tenían. Era una actividad suplementaria muy lucrativa. Muchos resucitadores arrancaban los dientes a los cadáveres antes de entregar su mercancía al anatomista. Un buen juego podía venderse por cinco guineas si uno conocía el mercado.
—Excesivo, como ya he dicho.
—No si de veras pretendes meterles el miedo en el cuerpo a tus rivales —comentó Hawkwood.
El magistrado frunció el ceño.
—Lo que apuntaría a una grave escalada de violencia.
—Están dejando su marca —añadió Hawkwood—. Marrando su territorio. La Cuadrilla de la Comuna no se dormirá en los laureles.
La Cuadrilla de la Comuna había sido por mucho tiempo el grupo más conocido de resucitadores de la capital. Ejercían su profesión mayormente en los alrededores de Bermondsey, aunque complementaban sus ingresos con incursiones regulares al norte del río. Hasta ahora habían llevado la batuta, pero habían comenzado a surgir rivalidades. Corrían rumores sobre una nueva banda situada en Ratcliffe Highway, cuyos miembros estaban empeñados en disuadir al resto de ladrones de cuerpos de entrar en sus dominios utilizando todos los medios que hiciesen falta. El miedo y la intimidación eran su lema. Sin que la mayoría de ciudadanos respetables lo supieran, en los lugares más sombríos de la ciudad y en los barrios bajos se libraba una guerra despiadada.
—¿Qué hay del fallecido? —preguntó Read—. ¿Conocemos su identidad?
—Es posible que su nombre sea Edward Doyle.
El magistrado jefe enarcó una ceja.
—Me lo contó Hicks, uno de los sepultureros. Al principio negó conocerlo, pero después cambió de idea tras mirar con detenimiento la cara del muerto una segunda vez, entonces me lo dijo.
James Read continuó con la ceja levantada.
—No quedé satisfecho con su primera respuesta, y le presioné un poco.
—Siempre me ha admirado su poder de persuasión, Hawkwood —declaró Read tajante—. Así que, ¿cree que está implicado?
Hawkwood movió la cabeza.
—¿En el asesinato? No, su conmoción era auténtica. En planear el desenterramiento del cuerpo de la mujer, puede. Aunque demostrarlo podría resultar difícil.
—Así que su idea es que le dio el soplo a Doyle de que había un cuerpo recién enterrado. Doyle llegó para cogerlo y se encontró con una banda rival, la cual robó el cuerpo, mató a Doyle y dejó
su
cadáver expuesto.
—Yo diría que sí —coincidió Hawkwood.
Que James Read no mostrase preocupación ante la supuesta participación del sepulturero no sorprendió a Hawkwood. Era sabido que la mayoría de los resucitadores ejercían su profesión con la connivencia de aquéllos relacionados con el oficio funerario, ya fuesen empleados de las funerarias o sepultureros. No era inaudito que quienes excavaban las tumbas se involucrasen en exhumaciones. Después de todo, sabían exactamente dónde se enterraban los cuerpos. Una estratagema común de los sepultureros era informar con disimulo a las partes interesadas de que ciertos cadáveres no estaban, en virtud de un acuerdo previo, en los féretros enterrados recientemente, sino que se habían dejado encima del ataúd, ocultos bajo una capa fina de tierra suelta a pocos centímetros de la superficie, listos para ser recogidos.
—¿Qué más sabemos de Doyle? —inquirió Read.
—Hicks piensa que podría tratarse de un porteador, uno de los de Smithfield.
—¿Y?
—Y nada. Eso es todo lo que sabía.
Read hundió los carrillos.
—¿Qué tenemos con eso?
—No mucho —admitió Hawkwood—, pero es todo lo que tengo. Si en efecto trabaja en Smithfield, lo más probable es que tuviera un abrevadero cercano, tal vez uno de esos antros de Bow Street. Y si además se sacaba algo de dinero como resucitador, es aún más probable. He oído que la mayoría de estos cabrones se gastan todo lo que recaudan en beber matarratas.
El magistrado jefe se mordió el labio.
—¿Entiendo que pretende hacer una visita a la zona?
—Creo que sí —afirmó Hawkwood—. Podría preguntar por ahí. Ver lo que puedo desenterrar. —Hawkwood mantuvo su expresión circunspecta.
—Gracias, Hawkwood. Ha sido de lo más entretenido —el magistrado jefe volvió a su mesa y se sentó—. Pero, antes de irse, tengo otra cuestión urgente que exige atención inmediata. Lamento comunicarle que esta mañana está resultando de lo más memorable. Mientras usted investigaba el incidente de Cripplegate, yo recibía noticias de otro asesinato. Un suceso de lo más curioso, por no decir una fascinante coincidencia, dado su reciente encuentro con la muerte y la divinidad.
Hawkwood no estaba seguro de si éste era otro ejemplo del ingenio mordaz del magistrado jefe, ni de cómo había de reaccionar, si es que debía hacerlo. Decidió esperar y ver.
—El portador de la información se encontraba en un estado de extrema alteración, lo cual era comprensible. Debido a ello, los detalles del asunto están un tanto incompletos. Sabemos que la víctima es un tal coronel Titus Hyde.
—¿Del ejército? —preguntó Hawkwood frunciendo el ceño.
James Read asintió con la cabeza.
—De hecho, por eso consideré adecuado que un agente con sus antecedentes iniciase la investigación. Extrañamente, también se nos facilitó la identidad del asesino, y su dirección. El perpetrador parece ser un clérigo; un tal reverendo Tombs.
—¿Un clérigo? —Hawkwood no pudo enmascarar su sorpresa.
—He enviado agentes a la casa del clérigo. Por supuesto, es improbable que esté allí. Lo más seguro es que se haya ocultado en algún lugar, pero es el sitio lógico por donde empezar a buscarle. Me gustaría que visitase la escena del crimen.
El rostro del magistrado jefe le indicaba a Hawkwood que aún había más.
—¿Y dónde es eso?
El magistrado frunció los labios.
—¡Ah!, de nuevo, otro dato desconcertante. El asesinato se produjo la noche pasada, o más bien a primera hora de esta mañana, en Moor Fields. El lugar exacto es… —El magistrado jefe hizo una pausa—…el hospital Bethlem.
Y ahí lo tenía. Hawkwood miró fijamente al magistrado jefe. Aparte del tictac del reloj de la esquina y del chisporroteo de la madera quemándose en la chimenea, la habitación se había sumido en un sepulcral silencio.
Porque no mucha gente lo llamaba así.
Del mismo modo que las dependencias de las fuerzas del orden judicial eran conocidas, al menos para el personal que trabajaba allí, por un apodo: la Covachuela; lo mismo ocurría con el hospital Bethlem; y no simplemente para sus empleados, sino para la ciudad entera, e incluso para toda la nación. Bethlem había sido su nombre de fundación, pero tenía otro: una única palabra sinónimo de encarcelamiento, sufrimiento y demencia.
Bedlam.
[1]
Hawkwood contempló con mirada pétrea a través de las barandillas el estado del edificio en el que se disponía a entrar. Aún habiendo dominado el área desde su altura durante siglos y arraigarse en la conciencia pública, el lugar seguía produciendo una fascinación morbosa, incluso pese a estar cayéndose a pedazos.
La fachada original, que había llegado a tener más de quince metros de largo, estaba inspirada, o eso se decía, en el Palacio de las Tullerías de París. En su apogeo, el edificio debió haber sido una vista imponente.
Ya no lo era. El lugar, años desmoronándose; el mal estado y la podredumbre se habían cebado con él. El ala este, por recomendación del irrefutable informe de un perito, ya había sido demolida. Tan sólo quedaba la mitad del edificio original, lo que constituía poco más que un esqueleto. Ya no parecía un palacio sino una chabola, tan endeble y ruinosa como las tiendas de muebles de segunda mano que ocupaban las angostas calles de los alrededores.
Hawkwood no había visitado el hospital con anterioridad, si bien había perdido la cuenta dé las veces que había pasado por allí, y no lograba recordar ni una sola ocasión en la que no le hubiese invadido un siniestro presentimiento. Bethlem producía ese efecto.
Miro hacia arriba. Por encima de él, coronando los postes a ambos lados de la cancela de entrada, había dos estatuas yacentes de piedra. Las dos eran de hombres, desnudas y muy erosionadas, víctimas de más de un siglo de exposición al viento, la lluvia y el aire inmundo de la capital. Las muñecas de la figura de la derecha estaban unidas por una gruesa cadena y pesados grillos. La cabeza de la estatua estaba ladeada, mientras que la boca esculpida se abría en un grito silencioso de desesperación, como si advirtiese a los transeúntes de la cruel realidad que se escondía tras la cancela.
Escuchó risas, feliz sonido que de inmediato se reveló en desacuerdo con el luctuoso entorno. Miró por encima de su hombro derecho. Hubo un tiempo en que Moor Fields se contaba entre las mayores atracciones turísticas de la capital, sus paisajes de pastos y senderos amplios bordeados por verjas primorosas y altos y elegantes olmos, fuente de inspiración de artistas y poetas.
La mayor parte de eso había desaparecido hacía mucho. Lo que un día fuera una pradera llana, verde y muy cuidada era ahora un exiguo desierto cubierto de arena y hierbajos. Las verjas que quedaban estaban dobladas y rotas. Los árboles que flanqueaban los senderos parecían apáticos y descuidados bajo la luz apagada de la mañana. Partes del césped cercado presentaban hoyos permanentes que hacían que, tras noches de tormenta, éste se llenara de charcos de agua. Del borde de una de estas charcas poco profundas habían emanado las risas. Dos niños pequeños estaban jugando con un galeón de juguete, reconstruyendo alguna batalla naval, totalmente inmersos en su guerra imaginaria, inconscientes de la incongruencia de la escena.
Hawkwood se alejó. Subiendo unos peldaños, entró en el patio y se dirigió a la entrada principal del hospital. Había nichos a ambos lados de la puerta. Cada uno tenía un cepillo de madera pintado para las limosnas. Uno tenía la forma de un hombre joven; el otro representaba la figura de una mujer con el busto desnudo. Por encima de ellos había una inscripción que animaba al visitante a hacer una contribución a los fondos del hospital. Haciendo caso omiso del incentivo tallado, Hawkwood tiró de la campanilla, y aguardó.
En la puerta había una pequeña ventana a modo de mirilla. El batiente de la ventanilla se abrió hacia adentro y quedaron a la vista un par de ojos semicerrados.
—Agente Hawkwood. Bow Street. He venido para ver al boticario Locke.
La cara desapareció y la ventanilla se cerró de golpe. Se escuchó el sonido de un cerrojo descorriéndose; la puerta se abrió.
El interior del edificio estaba impregnado del olor acre a meado, mierda y paja húmeda. De camino al hospital, Hawkwood había rodeado la zona de Smithfield, donde aún flotaba en el aire el hedor a excrementos de caballo, ganado y ovejas del mercado del día anterior, la hediondez era tan penetrante que hacía llorar los ojos. Por un momento pensó que podía llevar algo pegado en la suela de las botas y levantó los pies para comprobarlo. Nada; el fétido olor debía ser algo intrínseco al edificio.