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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (22 page)

BOOK: El rey de hierro
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—Ved, justamente es lo que yo pensaba —dijo Roberto con la boca llena—. ¡Mal os han agradecido vuestros afanes!…

—¡Debo ir a Pontoise al momento! —dijo Mahaut sin escucharlo. Tengo que verlas y decirles lo que deben responder.

—Dudo que lo logréis, tía. Están incomunicadas y nadie puede…

—Entonces hablaré con el rey. ¡Beatriz! ¡Beatriz! —llamó dando unas palmadas.

Se movió una colgadura y una soberbia joven de unos veinte años de edad, morena, alta, de pecho redondo y firme, entró sin prisa. En cuanto la vio Roberto, se sintió atraído por ella.

—Beatriz, lo has oído todo, ¿verdad? —preguntó Mahaut.

—Sí, señora —respondió la joven con voz un poco burlona, que arrastraba el final de las palabras—. Estaba detrás de la puerta, como de costumbre.

Esta curiosa lentitud que tenía en el hablar, la tenía también en la manera de andar y de mirar. Daba la sensación de una ondulante voluptuosidad. De una anormal placidez, pero la ironía le bailaba en los ojos, enmarcados por largas pestañas negras. La desdicha ajena, sus luchas y sus dramas seguramente le complacían.

—Es la sobrina de Thierry —dijo Mahaut a su sobrino, señalándola—. La he hecho primera doncella de compañía.

Beatriz de Hirson contemplaba a Roberto de Artois con disimulado pudor. Era obvio que sentía curiosidad por conocer a aquel gigante, de quien había oído hablar como de un malhechor.

—Beatriz —prosiguió Mahaut—, haz que preparen mi litera y que ensillen seis caballos. Salimos para Pontoise.

Beatriz seguía mirando a Roberto a los ojos, como si nada hubiera oído. Había en ella algo de irritante y turbio. Inspiraba a los hombres, desde el primer momento, un sentimiento de inmediata complicidad, como si estuviera dispuesta a no ofrecer ninguna resistencia. Pero a la vez, les obligaba a preguntarse si era completamente estúpida o si se burlaba socarronamente de ellos.

“¡Qué mujer! Sería buen pasatiempo para la noche”, pensaba Roberto mientras ella se alejaba sin prisa.

Del faisán sólo quedaba un hueso que arrojó al fuego. Ahora sentía sed. Tomó el jarro del que Mahaut se había servido y trasegó un buen trago.

La condesa se paseaba por el cuarto de lado a lado arremangándose.

—No os dejaré sola este día, tía —dijo de Artois—. Os acompañaré. Es un deber familiar.

Mahaut alzó hacia él los ojos. Todavía sospechaba. Por fin se decidió a tenderle ambas manos.

—Me has hecho mucho daño, Roberto y apuesto que me harás mucho más. Pero debo reconocer que hoy te has portado como un buen muchacho.

IX.- La sangre de reyes

Comenzaba a penetrar el día en los sótanos largos y bajos de techo del viejo castillo de Pontoise, donde Nogaret acababa de interrogar a los hermanos de Aunay. Se oyó cantar un gallo, luego dos, y una bandada de gorriones pasó junto a los tragaluces que habían abierto para renovar el aira. En la pared chisporroteaba una antorcha, agregando su acre olor al de los cuerpos torturados. Guillermo de Nogaret dijo con voz cansada:

—La antorcha.

Uno de los verdugos se apartó del muro contra el cual se apoyaba para descansar, y tomó de un rincón una antorcha nueva. Encendió su extremo pegándola a las brasas de un trébede, en que enrojecían los hierros, ahora ya innecesarios, de la tortura. Luego quitó de su soporte la antorcha gastada, que apagó y la sustituyó por la nueva. Luego volvió a su lugar, junto a su compañero. Los dos “atormentadores” como se les llamaba, mostraban los ojos cercados de rojo por la fatiga. Sus brazos, velludos y musculosos, manchados de sangre, pendían a lo largo de sus delantales de cuero. Olían mal.

Nogaret se levantó del taburete donde había estado sentado durante el interrogatorio y su delgada silueta dibujó una sombra temblorosa sobre las piedras grisáceas.

Del extremo del sótano llegó un jadeo entrecortado por sollozos; los hermanos Aunay parecían gemir con una sola voz.

Nogaret se inclinó sobre ellos. Los dos rostros tenían una extraña semejanza. La piel era del mismo gris, con regueros húmedos, y sus cabellos, pegados por el sudor y la sangre, revelaban la forme del cráneo. Un continuo temblor acompañaba a los gemidos, que brotaban de sus labios desgarrados.

Gualterio y Felipe de Aunay habían sido primero niños y luego jóvenes felices. Habían vivido para sus placeres y sus deseos, sus ambiciones y sus vanidades. Como todos los adolescentes de su rango siguieron la carrera de las armas; pero nunca habían sufrido sino pequeños males o aquellos que inventa la fantasía. Hasta ayer participaban en el cortejo de los poderosos, y cualquier esperanza les parecía legítima. Había transcurrido una sola noche, y ahora eran sólo dos animales despedazados, y si aún se sentían capaces de desear, no deseaban más que el aniquilamiento.

Sinmuestra alguna de compasión ni siquiera de desagrado, Nogaret observó un momento a los jóvenes y se enderezó. El sufrimiento y la sangre de los demás, los insultos de sus víctimas, su odio y desesperación no lo inmutaban en absoluto. Tal tranquilidad, que era una disposición natural en él, le ayudaba a servir los superiores intereses del reino. Tenía la vocación del bien público, como otros la tienen para el amor.

Vocación, ése es el nombre noble de una pasión. Aquel espíritu de plomo y hierro no conocía dudas ni límites cuando se trataba de satisfacer a la razón de Estado. Para él nada contaban los individuos; él mismo, muy poco.

Hay en la Historia un linaje singular, siempre renovado, de fanáticos del orden. Consagrados a un ídolo absoluto y abstracto, las vidas humanas no sol para ellos de ningún valor, si obstaculizan el dogma de las instituciones, y se diría que han olvidado que la colectividad a la que sirven está compuesta de hombres.

Nogaret, al torturar a los hermanos de Aunay, no oía siquiera sus quejas; eliminaba, simplemente, causas de desorden.

“Los Templarios fueron más duros”, se dijo. No había tenido para ayudarles más que los torturadores locales, y no necesitó los de la Inquisición de París.

Sintió un pinchazo en los riñones y vago dolor le invadió la espalda. “Es el frío”, murmuró. Hizo cerrar el tragaluz y se aproximó al trébede donde aún había brasas. Extendió las manos y las frotó una contra otra; luego se friccionó los riñones gruñendo.

Los dos verdugos, apoyados aún contra la pared, parecían dormitar.

Sobre la estrecha mesa donde había escroto, él mismo, toda la noche —pues el rey ordenó que no usase secretario ni escribano— comprobó las hojas del interrogatorio, las arregló en una carpeta de vitela y luego suspiró, se dirigió a la puerta y salió.

Entonces los atormentadores acudieron junto a Gualterio y Felipe de Aunay, y trataron de hacerlos incorporar. Como no pudieron lograrlo, tomaron en sus brazos aquellos cuerpos que habían torturado y los llevaron, como si fueran dos niños enfermos, a un calabozo cercano.

Del viejo castillo de Pontoise, que sólo se utilizaba como capitanía y prisión, a la residencia real de Maubuisson, había una media legua. Nogaret la recorrió a pie, escoltado por guardias de la alcaldía. Marchaba con paso rápido, al aire frío de la mañana cargado de perfumes del bosque.

Sin responder al saludo de los arqueros, atravesó el patio de Maubuisson y entró en el edificio, ajeno a los cuchicheos y al aspecto de vela mortuoria de los chambelanes y gentiles hombres reunidos en la sala de guardia.

—¡El rey! —pidió.

Un escudero se precipitó para acompañarle a sus habitaciones, y el guardasellos se halló cara a cara con la familia real.

Felipe el Hermoso estaba sentado, apoyado el codo en el brazo de su sitial, y el mentón en la mano. Azulencas ojeras enmarcaban sus ojos. A su lado estaba Isabel; las dos trenzas doradas que encuadraban su rostro, acentuaban la dureza de sus rasgos. Ella era la artífice de la desgracia. Parecía compartir la responsabilidad del drama; y por ese extraño vínculo que une al delator con el culpable, se sentía como acusada.

Monseñor de Valois repiqueteaba nerviosamente sobre la mesa y movía la cabeza como si algo le oprimiera la garganta. También asistía a la reunión el segundo hermano del rey, o mejor, hermanastro, monseñor Luis de Francia, conde de Evereux, de aspecto tranquilo y ropas sin ostentación.

Estaban finalmente, unidos en su común infortunio, los tres principales interesados, los tres hijos del rey, los tres esposos sobre los cuales acababa de abatirse la catástrofe y el ridículo: Luis de Navarra, sacudido por accesos nerviosos; Felipe de Poitiers, rígido por el esfuerzo que hacía para mantener la calma; y Carlos, por último, con su hermoso semblante de adolescente, asolado por el primer pesar de su vida.

—¿Han confesado, Nogaret? —preguntó el rey.

—¡Ay, señor! Es algo vergonzoso, horroroso y han confesado.

—Léenoslo.

—“Nos, Guillermo de Nogaret, caballero, secretario general del reino y guardasellos de Francia, por la gracia de nuestro amado
Sire
, el rey Felipe IV, y por orden del mismo, hoy veinticuatro de abril de mil trescientos catorce, entre media noche y hora prima, en el castillo de Pontoise y con la ayuda de los atormentadores de dicha villa hemos oído, sobre un cuestionario previo, a los
sires
Gualterio de Aunay “bachiller” ante el monseñor Felipe, conde de Poitiers, y Felipe de Aunay escudero de monseñor Carlos, conde de Valois…”
(El aspirante (bachiller), en la antigua jerarquía feudal, estaba entre el caballero y el escudero. Este título se aplicaba ora a los gentiles —hombres que no tenían medios de hacer una leva, es decir, una tropa personal, ora a los jóvenes señores que aspiraban a ser armados caballeros. El escudero, literalmente, era el que llevaba el escudo al caballero; pero el hombre se usaba indistintamente como término genérico para designar a bachilleres y varlets. Estos eran jóvenes asentados con un señor para hacer el aprendizaje de caballeros.)

A Nogaret le gustaba el trabajo bien hecho. Ciertamente los dos de Aunay habían empezado negando, pero el guardasellos tenía una manera de llevar los interrogatorios ante la cual no podían durar mucho tiempo los escrúpulos de la galantería. Obtuvo de los jóvenes confesión completa y circunstanciada. Tiempo en que empezaron las aventuras de las princesas, fechas de los encuentros, las noches en la torre de Nesle, nombres de los criados cómplices, todo, en fin, lo que para los culpables había representado pasión, fiebre y placer estaba expuesto, enumerado, consignado y detallado en la minuta del interrogatorio.

Isabel no se atrevía a mirar a sus hermanos, y ellos mismos dudaban de mirarse entre sí. Durante casi cuatro años habían sido engañados, envilecidos, vilipendiados, deshonrados. Cada palabra de Nogaret los agobiaba de desdicha y vergüenza.

Luis de Navarra estaba dándole vueltas a un pensamiento terrible, que le había nacido al oír las fechas. “Durante los seis primeros años de matrimonio no tuvimos hijos —se decía—. Y tuvimos uno cuando ese Felipe de Aunay se acostó con Margarita… En ese caso, ¡la pequeña Juana…!” y nada oyó ya, porque no cesaba de repetirse: “¡Mi hija no es mía…! ¡mi hija no es mía!” La sangre zumbaba en su cabeza.

El conde de Poitiers se esforzaba en no perder una palabra de la lectura. Nogaret no había podido arrancar de los hermanos Aunay la confesión de que la condesa Juana tuviera un amante, ni hacerles pronunciar un nombre. Ahora bien, después de todo lo que habían confesado, era de creer que si hubieran conocido tal hombre, su hubiera existido, ellos lo habrían denunciado. Lo cual no quitaba que hubiera representado un papel infame. Felipe de Poitiers reflexionaba.

—“Considerando haber aclarado suficientemente la causa, y hecha inaudible la voz de los prisioneros, hemos decidido cerrar el interrogatorio, para dar parte al rey nuestro Sire”

Nogaret había concluido. Recogió sus papeles y esperó.

Al cabo de unos instantes, Felipe el Hermoso levantó el mentón de la palma de la mano.

—Messire Guillermo —dijo—, nos habéis informado claramente sobre cosas dolorosas. Cuando hayamos juzgado, destruiréis eso —señalaba el pergamino—, a fin de que no quede rastro alguno fuera del secreto de nuestras memorias.

Nogaret se inclinó y salió.

Hubo un largo silencio, luego alguien de improviso gritó.

—¡No!

Era el príncipe Carlos que se había puesto en pie. Repitió: “¡No!”, como si la verdad le resultara imposible de admitir. Su barbilla temblaba, sus mejillas estaban teñidas de rojo y no lograba contener las lágrimas.

—Los Templarios… —dijo alucinado.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Felipe el Hermoso.

No le agradaba que le recordaran el episodio demasiado reciente.

Sonaba todavía en sus oídos, como en los de todos los presentes menos Isabel, la voz del gran maestre: “¡Malditos hasta la decimotercera generación de vuestro linaje…!”

Pero Carlos no pensaba en la maldición.

—Aquella noche —tartamudeaba—, aquella noche estaban juntos…

—Carlos —dijo el rey : Habéis sido un esposo débil, fingid al menos que sois un príncipe fuerte.

Fue la única palabra de aliento que el joven recibió de su padre.

Monseñor de Valois no había dicho nada aún. Para él representaba una penitencia permanecer callado tan largo rato. Aprovecho el momento para estallar.

—¡Por todos los santos! —gritó—. ¡Cosas extrañas acaecen en el reino y bajo el mismo techo del rey! La caballería se extingue, señor y hermano mío, y con ella todo honor.

Y a renglón seguido pronunció una larga diatriba, que bajo su apariencia de embrollada perorata, destilaba abundante perfidia. Para Valois todo guardaba relación: los consejeros del rey, Marigny a la cabeza, abatían las órdenes de caballería, pero la moral pública se derrumbaba con el mismo golpe. Los legistas, “nacidos de la nada”, intentaban no sé que nuevo derecho sacado de las instituciones romanas, para reemplazar al bueno y antiguo derecho feudal: el resultado no se había hecho esperar. En tiempos de las cruzadas se podía dejar solas a las mujeres durante largos años. Sabían guardar el honor y ningún vasallo se hubiera atrevido a arrebatarlas a sus señores. Ahora todo era escándalo y licencia. ¿Cómo? ¡Hasta dos simples escuderos…!

—Uno de ellos pertenece a vuestra casa, hermano —le interrumpió secamente el rey.

—¡De la misma manera que el otro pertenece a la de vuestro hijo! —repitió Valois, señalando al conde de Poitiers.

Este abrió sus largas manos.

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