El rey de hierro (24 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

BOOK: El rey de hierro
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Isabel miró a Margarita con fría cólera.

—Que Dios perdone vuestros crímenes —dijo.

—¡Antes perdonará mis crímenes que hará de ti una mujer dichosa! Le lanzó Margarita.

—Soy reina —repitió Isabel—. Si no conozco la felicidad, tengo por lo menos un cetro y un reino que respeto.

—¡Y yo, si no he conocido la felicidad, he conocido el placer, que vale por todas las coronas del mundo! Por eso, nada lamento…

erguida frente a su cuñada, que llevaba diadema, Margarita, con la cabeza rapada, rostro demacrado por la fatiga y las lágrimas, conservaba aún fuerzas suficientes para insultar, para herir, para abogar por su cuerpo.

—Hubo para mí una primavera —dijo con voz oprimida y jadeante—, hubo para mí el amor de un hombre, su calor y su fuerza, el gozo de poseer y se poseída… ¡Todo eso que tú no conoces, que te mueres por conocer y que jamás conocerás! ¡Ah! ¡No debes resultar muy agradable en la cama para que tu marido prefiera buscar el placer en mozalbetes…!

lívida, aunque incapaz de responder, Isabel hizo una señal a Alán de Pareilles.

—¡No! —exclamó Margarita—. Nada tienes que decir a
messire
de Pareilles. Ha obedecido mis órdenes otras veces y quizá tenga que volverlo a hacer algún día. Marchará cuando yo se lo ordene.

Volvió la espalda e hizo señal al jefe de los arqueros de que estaba dispuesta. Las tres condenadas salieron de la sala, atravesaron, bajo escolta, el patio, y regresaron a la estancia que les servía de cárcel.

Cuando Alán de Pareilles cerró la puerta tras ellas, Margarita se arrojó a la cama e hincó los dientes en las sábanas.

—¡Mis cabellos, mis hermosos cabellos! —sollozaba Blanca.

Juana de Poitiers se esforzaba por recordar cómo era el torreón de Dourdan.

XI.- El Suplicio

El alba tardó en llegar para aquellos que debieron pasar la noche sin reposo, sin olvido y sin esperanza.

En la celda de la alcaldía de Pontoise, los hermanos de Aunay, tendidos uno junto al otro sobre un jergón de paja, aguardaban la muerte. Por orden del guardasellos les habían prodigado cuidados. Por ello sus llagas no sangraban ya, su corazón latía con más fuerza y había retornado un poco de vigor a su carne destrozada. Así sufrirían más y mejor el terror de los suplicios a que estaban condenados.

En Maubuisson, ni las princesas condenadas, ni sus tres esposos, ni Mahaut, ni el propio rey durmieron aquella noche. Tampoco durmió Isabel, obsesionada por las palabras de Margarita.

Por lo contrario, Roberto de Artois, tras veinte largas leguas de cabalgar, se dejó caer, sin ni siquiera sacarse las botas, sobre la primera cama que encontró en las habitaciones de los huéspedes. Lormet, poco antes de prima, tuvo que sacudirlo para que no le faltara el placer de ver la salida de sus víctimas.

En el patio de la abadía, esperaban tres grandes carretas con colgaduras negras, y messire Alán de Pareilles hacía alinear, a la rosácea claridad del alba, a los sesenta caballeros, con perniles de cuero, cotas de malla y cascos de hierro, que formarían la escolta del convoy, primero hacia Dourdan y luego a Normandía.

Tras una ventana del castillo miraba la condesa Mahaut de Artois, con la frente apoyada contra el vidrio y los amplios hombros sacudidos con un repentino estremecimiento.

—¿Lloráis, señora? —le preguntó Beatriz de Hirson, con su hablar arrastrado.

—Eso también puede llegarme a mí —respondió Mahaut, con voz ronca.

Después, como vio a Beatriz vestida, arreglada, peinada y con capa, Mahaut agregó:

—¿Sales, pues?

—Sí señora; iré a ver el suplicio… si lo permitís.

La plaza de Martroy, en Pontoise, donde iba a realizarse la ejecución de los Aunay, hervía ya de público cuando llegó Beatriz. Burgueses, campesinos y soldados habían fluido desde el amanecer. Los propietarios de las casas cuyas fachadas daban a la plaza habían alquilado a buen precio sus ventanas, donde de veían cabezas apretadas en varias filas.

Los pregoneros habían gritado, la noche anterior, en todos los rincones de la villa… “enrodados, despellejados vivos, castrados, decapitados…” El hecho de que los condenados fueran jóvenes, nobles y ricos, y sobre todo, que su crimen hubiera sido un gran escándalo de amor desarrollado dentro de la familia real, excitaba la curiosidad y la imaginación del pueblo.

Durante la noche habían elevado el entablado; se alzaba a dos metros sobre el suelo y aguantaba dos ruedas colocadas horizontalmente y un tajo de encina. Detrás se levantaban las horcas.

Dos verdugos. Los mismos del interrogatorio de los hermanos de Aunay, pero vestidos ahora con sobrevesta y capuchones rojos, subieron por la pequeña escala a la plataforma. Detrás de ellos dos ayudantes traían unos cofres negros que contenían los instrumentos de la tortura. Uno de los verdugos hizo girar las ruedas que chirriaron. La gente se echó a reír como si aquello fuera una gracia de titiritero. Se decían bromas, se repartían codazos y comenzó a circular de mano en mano una bota de vino de la que bebieron los verdugos entre aplausos de todos.

Cuando, rodeada por arqueros, apareció la carreta que conducía a los hermanos de Aunay, el clamor fue elevándose a media que se distinguía mejor a los condenados. Ni Gualterio ni Felipe se movían. Unas cuerdas los sujetaban a los postes de la carreta, sin las cuales no hubieran podido tenerse en pie. Las limosneras brillaban en su cintura sobre las calzas desgarradas.

Les acompañaba un sacerdote que había acudido para recibir sus tartamudeantes confesiones y sus últimas voluntades. Agotados, palpitantes, atontados, parecían no tener conciencia de lo que sucedía. Los ayudantes de los verdugos los subieron al entablado y los despojaron de sus ropas.

Al verlos desnudos, entre las manos de los verdugos, la multitud presa de histerismo, prorrumpió en alaridos. Un torrente de frases groseras y de obscenos comentarios se desató sobre la plaza, mientras ambos gentiles-hombres eran echados y atados a las ruedas, cara al cielo. Luego todos aguardaron.

Así transcurrieron varios minutos. Uno de los verdugos se sentó sobre el tajo y el otro probó el filo del hacha. La multitud comenzaba a impacientarse, a hacer preguntas, a armar bullicio.

Pronto comprendieron el motivo de la espera. Tres carretas a las que habían quitado a medias las colgaduras negras hicieron su entrada en la plaza. Por supremo refinamiento en el castigo, Nogaret, de acuerdo con el rey, había dado orden de que las princesas asistieran al suplicio.

El interés de los espectadores se vio repartido entre los dos condenados desnudos y las princesas reales prisioneras y rapadas. Hubo un movimiento de la masa que los arqueros tuvieron que contener.

Cuando divisó el entablado, Blanca se desvaneció.

Juana, aferrada a los barrotes de la carreta, gritaba a la multitud:

—¡Decidle a mi esposo, decidle a monseñor Felipe que soy inocente!

Hasta ese momento se había mantenido firme, pero sus nervios terminaron por quebrarse. Los mirones se la mostraban unos a otros riendo, como a fiera de circo en su jaula. Las arpías la insultaban.

Sólo Margarita de Borgoña tenía el valor de mirar, y los que la observaban de cerca pudieron preguntarse, si no experimentaba un atroz y espantoso placer al ver expuesto ante los ojos de todos al hombre que iba a morir por haberla poseído.

Cuando los verdugos alzaron sus mazas para romper los huesos de los condenados Margarita gritó: “Felipe!”, con voz que no era de dolor.

Las mazas se abatieron, se oyeron crujir los huesos, y el cielo se apagó para los hermanos de Aunay. Primero rompieron sus piernas y muslos, después los verdugos hicieron dar media vuelta a las ruedas y las mazas cayeron sobre el antebrazo y brazo de los condenados. Los golpes repercutían en los radios y los cubos; las maderas crujían tanto como los huesos.

Después los verdugos, aplicando las torturas según el orden prescrito, empuñaron los instrumentos férreos de múltiples garfios y arrancaron a grandes jirones la piel de los dos cuerpos.

Salpicaba la sangre y chorreaba sobre la plataforma y uno de los verdugos tuvo que secarse los ojos. Este suplicio probaba abundantemente que el color rojo, reglamentario para los verdugos, era completamente necesario.

“…enrodados, despellejados vivos, castrados, decapitados…” Aunque les quedara un soplo de vida a los hermanos de Aunay, toda la sensibilidad y toda conciencia había huido de ellos.

Una ola de histeria agitó a la concurrencia cuando los verdugos de largos cuchillos de carnicero, mutilaron a los dos amantes culpables. La gente se empujaba para ver mejor. Las mujeres gritaban a sus maridos:

—¡Eso para que tomes ejemplo, calavera!

—¡Merecerías otro tanto!

—¡Ya ves lo que te espera!

Raramente tenían los verdugos ocasión de hacer una tan completa demostración de sus talentos delante de un público tan entusiasta. Cambiaron entre sí una mirada y, con movimiento ajustado de malabaristas, lanzaron al aire los objetos de la culpa.

Un gracioso gritó, señalando a las princesas con el dedo:

—¡A ellas deberíais dárselos!

Y el público se echó a reír.

Los ajusticiados fueron bajados de las ruedas y arrastrados al tajo. Dos veces brilló la hoja del hacha. Después los ayudantes llevaron hasta las horcas lo que quedaba de Gualterio y de Felipe de Aunay, de aquellos dos bellos escuderos que, dos días antes, caracoleaban por el camino de Clermont; dos cuerpos rotos, sanguinolentos, sin cabeza y sin sexo, que atados por debajo de las axilas, fueron izados al palo de la horca.

Inmediatamente, a una orden de Alán de Pareilles, reanudaron la marcha las tres carretas negras rodeadas por los caballeros de casco de hierro; y los soldados de la alcaldía empezaron a hacer desalojar la plaza.

La multitud se dispersaba lentamente, todos querían pasar cerca del entablado para echar la última mirada. Luego, en pequeños grupos, haciendo comentarios, se volvían quién a su herrería, quién a su establo, éste a su tenducho, aquél a su jardín, para reemprender tranquilamente su vida de cada día.

Pues en aquellos siglos, en que dos tercios de los niños morían en la cuna y la mitad de las mujeres, de parto; cuando las epidemias hacían estragos entre la población, cuando la enseñanza de la Iglesia preparaba principalmente para la muerte, cuando las obras de arte: crucifixiones, martirios, enterramientos, juicios finales, ofrecían constantemente la representación de la partida, la idea de la muerte era familiar a los espíritus, y sólo la muerte de una forma excepcional podía conmoverlos un momento.

Ante un puñado de obstinados mirones y mientras los ayudantes lavaban los instrumentos, los dos verdugos se repartían los despojos de sus víctimas. En efecto, por costumbre, tenían derecho a todo lo que encontraban sobre los ajusticiados de la cintura a los pies. Esto era aparte de la ganancia de su cargo.

Así, las limosneras enviadas por la reina de Inglaterra fueron a parar, ganga inesperada, a las manos de los verdugos de Pontoise.

Una hermosa muchacha morena, vestida como hija de nobles más que como burguesa, se aproximó a ellos y, en voz baja con acento un tanto lánguido, les pidió que le dieran la lengua de uno de los ajusticiados.

—Dicen que es bueno para los males de mujer —dijo—. La de cualquiera de ellos, lo mismo me da.

Los verdugos la miraron con suspicacia, preguntándose si no habría brujería en ello. Puesto que era cosa sabida que la lengua de un ahorcado sobre todo si lo había sido en viernes, servía para evocar al diablo. ¿Tendría igual utilidad la lengua de un decapitado?

Pero como Beatriz mostraba una reluciente moneda de oro en la mano, aceptaron, fingiendo sujetar mejor una de las cabezas, le quitaron lo que se les pedía.

—¿No queréis más que lengua? —dijo, guasón, el más grueso de los verdugos—. Porque por otro tanto podríamos daros también el resto.

Decididamente, no había habido nada normal en aquella ejecución.

Tres carretas avanzaban lentamente por el camino de Poissy. En la última, una mujer con cabeza rapada, en cada pueblo que pasaban, se obstinaba en gritar a los campesinos que salían a su puerta:

—¡Decid a monseñor Felipe que soy inocente! ¡Decidle que no lo he avergonzado!

XII.- El mensajero del crepúsculo

Mientras la sangre de los Aunay se secaba sobre la amarilla tierra de la plaza de Martroy, donde durante varios días acudieron los perros a husmear, Maubuisson se recobraba lentamente de la pesadilla.

Los tres hijos del rey no se dejaron ver en todo el día. Nadie fue a visitarlos, aparte de los gentiles-hombres destinados a su servicio.

Mahaut había intentado, en vano, que la recibiera Felipe el Hermoso. Nogaret le declaró que el rey trabajaba y que deseaba no ser molestado. “Es él, ese dogo, pensaba Mahaut, quien lo ha tramado todo y ahora me impide poder llegar hasta su amo.”

Todo confirmaba a la condesa en la idea de que el guardasellos era el principal artífice de la pérdida de sus hijas y de su desgracia personal.

—Quedaos con Dios,
messire
de Nogaret. Que él se apiade de vos —le dijo en son de amenaza, antes de subir a la litera para marchar a París.

Otras pasiones e intereses agitaban a Maubuisson. Los familiares de las princesas confinadas trataban de anudar otra vez los hilos invisibles del poder y de la intriga, aunque fuese renegado de las amistades que la víspera les enorgullecían. Las agujas del miedo, de la vanidad y de la ambición se ponían en movimiento para tejer, sobre nuevo cañamazo, la tela brutalmente desgarrada.

Roberto de Artois tuvo la habilidad de no airear su triunfo; esperaba recoger los frutos. Pero ya se desplazaban hacia él los miramientos que antes se dirigían al clan de Borgoña.

Por la noche fue invitado a la cena del rey, y en eso se vio que volvía a gozar del favor real.

Cena frugal, de duelo casi, a la que asistieron solamente los hermanos del rey, su hija, Marigny, Nogaret y Bouville. Era agobiador el silencio en la sala larga y estrecha donde fue servida. Incluso Carlos de Valois callaba; y el lebrel Lombardo, como si intuyera la pesadumbre d los comensales, se había alejado de los pies de su amo para ir a tenderse delante de la chimenea.

Roberto de Artois procuraba insistentemente encontrar los ojos de Isabel; pero Isabel demostraba la misma insistencia en rehuirlo. Habiendo fustigado, juntos, pasiones culpables, no quería dar a su gigante primo, muestra alguna de ser accesible a las mismas tentaciones. No aceptaba más complicidad que la de la justicia.

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