“El amor no está hecho para mí, se decía ella, me tengo que resignar.” Pero le faltaba confesarse a sí misma que se resignaba mal.
En el momento en que, entre servicio y servicio, los escuderos cambiaban las rebanadas de pan, entró lady Mortimer trayendo en brazos al pequeño príncipe Eduardo, para que éste diera a su madre el beso de las buenas noches.
—Señora de Joinville —dijo el rey llamando a lady Mortimer por su nombre de soltera—: traedme a mi único nieto.
Los asistentes notaron la manera como pronunció la palabra “único”.
Tomó al niño en sus brazos y lo contempló durante largo rato, estudiando la carita inocente, sonrosada y redonda de graciosos hoyuelos.
¿De quién se mostraría hijo en los rasgos y en el carácter? ¿De su tornadizo padre, sugestionable y depravado, o de su madre, Isabel? “Por el honor de mi sangre, pensaba el rey, desearía que fueses semejante a ella; pero para dicha de Francia, ¡haga el cielo que seas solamente hijo de tu débil padre!” Porque la cuestión sucesoria se le presentaba perentoriamente. ¿Qué pasaría si un príncipe de Inglaterra tenía un día oportunidad de reclamar el trono de Francia?
—Eduardo, sonreíd a vuestro señor abuelo —dijo Isabel.
El bebé no parecía sentir miedo alguno de la mirada real. De pronto, alargando su manita, la hundió en los cabellos dorados del monarca y tiró de un mechón rizado.
Felipe el Hermoso sonrió. Los comensales lanzaron un suspiro de alivio; todos se apresuraron a soltar la risa, u por fin osaron hablar.
Concluida la comida, el rey despidió a todo el mundo con excepción de Marigny y de Nogaret fue a sentase junto a la chimenea, y permaneció callado largo rato. Sus consejeros respetaron su silencio.
—Los perros son criaturas de Dios; pero ¿tienen conocimiento de Dios? —preguntó súbitamente.
—
Sire
—respondió Nogaret—, sabemos mucho acerca de los hombres, puesto que también nosotros lo somos; pero muy poco, del resto de la naturaleza.
Felipe el Hermoso calló de nuevo, procurando arrancar el secreto de los ojos leonados cercados de rojo del gran lebrel echado delante de él con el hocico entre las patas. El perro movía a veces los párpados; el rey, no.
Como acaece con frecuencia e los hombres poderosos, después que han tomado trágicas responsabilidades, el rey Felipe meditaba acerca de los problemas misteriosos y vagos, buscando la certeza de un orden donde se inscribieran si error su vida y sus actos.
Por fin se volvió y dijo:
—Enguerrando, creo que hemos obrado bien. Mas, ¿adónde va el reino? Mis hijos no tienen herederos.
Marigny respondió:
—Los tendrán si vuelven a tomar mujer,
Sire…
Ante Dios ya la tienen.
—Dios puede borrar… —dijo Marigny.
—Dios no obedece a los señores de la tierra.
—El Papa puede liberarlos —dijo Marigny.
La mirada del rey se volvió entonces hacia Nogaret.
—El adulterio no es motivo de anulación de matrimonio —dijo en seguida el guardasellos.
—No obstante no nos queda otro recurso —dijo Felipe el Hermoso—. Y no debo tener en cuenta la ley común, así esté ella en manos del Papa. Un rey puede morir en el momento menos pensado. No puedo esperar posibles viudedades para asegurar la sucesión real.
Nogaret alzó su mano grande, delgada y chata.
—Entonces,
Sire
—dijo—, ¿por qué no habéis hecho ejecutar a vuestras nueras, dos al menos?
—LO hubiera hecho, desde luego —respondió fríamente el rey— si con ellos no me hubiera enajenado, evidentemente, la voluntad de las dos Borgoñas. La sucesión del trono es, ciertamente importante, pero la unidad del reino no lo es menos.
Marigny manifestó su aprobación con la cabeza, silenciosamente.
—Messire Guillermo —prosiguió el rey—, iréis, pues, al Papa Clemente, y deberéis convencerle de que el matrimonio de un rey no es lo mismo que el de un hombre ordinario. Mi hijo Luis es mi sucesor; él debe ser el primer desligado.
—Pondré en ello todo mi celo,
Sire
—respondió Nogaret— pero no dudéis de que la duquesa de Borgoña hará todo lo posible para obstaculizar ante el Santo Padre.
Se oyó galopar en las cercanías del castillo, después el rechinar de las barras y los herrajes de la puerta principal. Marigny, acercándose a la ventana, dijo:
—El Santo Padre nos debe demasiado, y ante todo la tiara, para no escuchar nuestras razones. El derecho canónico ofrece bastantes motivos…
Los cascos del caballo sonaron sobre los adoquines del patio.
—Un mensajero,
Sire
—dijo Marigny—. Parece haber recorrido un largo camino.
—¿De quién es? —dijo el rey.
—No lo sé, no distingo sus armas…
(Los correos encargados de los mensajes oficiales se llamaban
‘chevaucheurs’
. Los príncipes soberanos, los papas, los grandes señores y los principales dignatarios civiles o eclesiásticos, todos tenían sus propios correos que llevaban el traje con sus armas. Los correos reales tenían el derecho de prioridad de requisición para procurarse caballos de refresco en el curso de su misión. Estos mensajeros podían hacer, relevándose, jornadas de cien kilómetros.)
Convendría también —continuó Marigny— amonestar a monseñor Luis, no vaya a estropear su propio asunto, por cualquier rareza de carácter.
—Yo me ocuparé de eso, Enguerrando —dijo el rey.
En este momento entró Hugo de Bouville.
—
Sire
, un mensajero de Carpentras, y pide ser recibido por vos mismo.
—Que pase.
—Correo del Papa —dijo Nogaret.
La coincidencia no tenía que sorprenderlos. Entre la Santa Sede y la corte la correspondencia era frecuente, casi diaria.
El mensajero, mozo alto, fornido y ancho de espaldas, de unos veinticinco años, venía cubierto de polvo y barro. La cruz y la llave, primorosamente bordadas sobre la cota de amarillo y negro, indicaban un servidor del papado. Sostenía en la mano izquierda su chapeo y el bastón insignia de su cargo. Avanzó hacia el rey, hincó la rodilla en tierra, y desató de su cintura la caja de ébano y plata que contenía el mensaje.
—
Sire
—dijo—, el Papa Clemente ha muerto.
Los asistentes se sobresaltaron por igual. El rey y Nogaret principalmente. Se miraron y palidecieron. El rey abrió la caja de ébano, sacó la carta y rompió el sello que era del cardenal Arnaldo de Auch. Leyó atentamente, como para asegurarse de la veracidad de la noticia.
—El Papa hechura nuestra pertenece ya a Dios —murmuró tendiendo el pergamino a Marigny.
—¿Cuándo sucedió? —preguntó Nogaret.
—Hace seis días —respondió Marigní—. la noche del 19 al 20.
—Un mes después —dijo el rey.
—Sí,
Sire
, un mes después… —recalcó Nogaret.
Habían hecho a la vez el mismo cálculo. El 18 de marzo, el gran maestre de los Templarios le había gritado, entre las llamas: “Papa Clemente, caballero Guillermo, rey Felipe, antes de un año os emplazo ante el tribunal de Dios…” Y he aquí que el primero ya estaba muerto.
—Dime —prosiguió el rey dirigiéndose al mensajero e indicándole que se levantara—, ¿cómo murió nuestro Santo Padre?
—
Sire
, el Papa Clemente estaba con su sobrino,
messire
de Got, en Carpentras, cuando fue acometido por fiebres y angustias. Entonces dijo que quería volver a Guyena, para morir donde había nacido, en Villandraut; pero no pudo hacer más que la primera jornada y se tuvo que quedar en Roquemaure, cerca de Chäteauneuf. Los físicos lo probaron todo para curarlo, hasta le hicieron comer esmeraldas trituradas, que, al parecer, es el mejor remedio para el mal que padecía. Pero de nada sirvió. Le sobrevino un ahogo. Los cardenales estaban a su alrededor. No sé más. —Y se cayó.
—Vete —le dijo el rey.
Salió el mensajero. En la sala no se oía más que el susurro de la respiración del gran lebrel que dormía ante el fuego.
El rey y Nogaret no osaban mirarse.
“¡Será posible, verdaderamente —pensaban—, que estemos maldecidos…?
Y ahora la palidez del rey era impresionante, y bajo su amplia veste real, su cuerpo tenía la helada rigidez de los yacentes.
No tardó más de ocho días el pueblo de París para tejer en torno a la condena de las tres princesas adúlteras una leyenda de lasciva y crueldad. Con imaginación callejera u jactancia de tendero, éste afirmaba saber la verdad de primera mano por un compadre suyo que llevaba los comestibles a la torre de Nesle, aquél tenía un primo en Pontoise… La imaginación popular se apoyaba sobre todo en Margarita y le asignaba un papel extravagante. Ya no se le atribuía un amante a la reina de Navarra, sino diez, cincuenta, uno por noche… Todos miraban, con multitud de historias una especie de temerosa fascinación, la torre de Nesle ante la cual velaba la guardia día y noche para ahuyentar a los curiosos. Porque el asunto no había terminado. Se encontraron varios cadáveres en aquellos parajes, y se decía que el heredero del trono atormentaba a los criados para hacerles confesar lo que supieran de la desvergüenza de su mujer, y más tarde tiraba sus cuerpos al Sena.
Una mañana, hacia tercia, la bella Beatriz de Hirson salió del palacio de Artois. Era a principios de mayo y el sol jugueteaba en los vidrios de las ventanas. Sin apresurarse, Beatriz recorría su camino satisfecha de sentir la caricia del viento tibio en la frente. Saboreaba el olor de la naciente primavera y sentía placer en provocar las miradas de los hombres, sobre todo si éstos eran de humilde condición.
Entró en el barrio de san Eustaquio y llegó a la calle de los Borboneses. Allí tenían su despacho los escribanos públicos así como también los comerciantes en cera, que fabricaban tablas de escribir al mismo tiempo que cirios, candelas y encáusticos. Pero en algunas trastiendas, a precio de oro y con infinitas precauciones, se vendían los ingredientes necesarios para la brujería: polvo de serpiente, sapos machacados, cerebros de gato, lenguas de ahorcados, pelos de rameras, así como también toda clase de plantas, cogidas en el momento preciso de la luna, para fabricar filtros de amor o venenos con que “fulminar” al enemigo. La llamaban también “calle de las brujas” a aquella estrecha vía donde el diablo, en derredor de la cera, ejercía su comercio de materia prima de los sortilegios.
Con aire desenvuelto y mirada huidiza, Beatriz de Hirson penetró en una tienda cuya muestra era un gran cirio de palastro pintado.
La tienda era estrecha de fachada, larga, baja y sombría. Del techo pendían cirios de todos los tamaños, y sobre anchas tablas clavadas en los muros, haces de candelas se alineaban junto a los panes pardos, rojos o verdes que se utilizaban para los sellos. El aire olía fuertemente a cera y cualquier objeto resbalaba un poco en las manos.
El mercader, un viejecillo tocado con un bonete de lana cruda, hacía sus cuentas con ayuda de un ábaco. Al entrar Beatriz, una amplia sonrisa desdentada hendió su rostro.
—Maese Engelberto —dijo Beatriz—, vengo a pagaros el gasto de la casa de Artois.
—Buena idea, mi hermosa doncella, buena idea. Porque el dinero, estos días, corre más aprisa hacia fuera que hacia adentro. Mis proveedores quieren cobrar al momento. Y luego viene la “maltöte” que nos estrangula. Cuando vendo por una libra, tengo que pagar un denario. El rey gana más que yo sobre mi trabajo.
(El término
‘maltöte’
—del bajo latín
mala tolta
, mal quitado o mal tomado —fue adoptado por el pueblo para designar un impuesto sobre las transacciones, instituido por Felipe el Hermoso. Consistía en una tasa de un denario por libra sobre el precio de las mercancías vendidas. Dicha tasa de 0.50 por ciento sobre la libra de Tours y de 0.33 sobre la parisis, desencadenó graves motines y dejó el recuerdo de una medida financiera abrumadora.)
Buscó entre las tablillas de cuentas la correspondiente a la casa de Artois, y se la acercó a sus ojillos de ratón.
—Aquí veo cuatro libras y ocho sueldos, si no me he equivocado, y cuatro denarios —se apresuró a añadir, porque se había acostumbrado a cargar al comprador la dichosa “maltöte” de la que tanto se quejaba.
—Yo cuento seis libras —dijo dulcemente Beatriz, poniendo dos escudos sobre el mostrador.
—¡Ah! He aquí una buena costumbre. Así deberían hacer todos.
Se llevó las monedas a los labios, luego agregó con un guiño de complicidad.
—Sin duda, queréis ver a vuestro protegido. Estoy satisfecho porque es servicial y habla poco… ¡Maese Everardo!
El hombre que entró, procedente de la trastienda, cojeaba. Tenía unos treinta años, era delgado, aunque fornido, de rostro huesudo, y párpados hundidos y oscuros.
En seguida, maese Engelberto recordó una diligencia urgente.
—Echad el cerrojo tras de mí. Estaré ausente una hora —dijo al cojo.
Este, cuando quedaron solos, cogió a Beatriz de las muñecas.
—Venid —le dijo.
La joven lo siguió al fondo de la tienda, pasó por debajo de una cortina que él alzó y halló en el depósito donde maese Engelberto guardaba los panes de cera en bruto, los toneles de sebo y los paquetes de machas. También se veía un estrecho jergón tendido entre una vieja arca y la salitrosa pared.
—Mi castillo, mi señorío, la comandancia del caballero Everardo —dijo con amarga ironía, señalando con ademán circular el sombrío y sórdido habitáculo—. Pero es mejor que la muerte, ¿verdad?
Luego, tomando a Beatriz por los hombros, la atrajo hacia sí:
—Y tú vales más que la eternidad —susurró.
La voz de Everardo era tan apresurada, como lenta y serena la de ella.
Beatriz sonreía con la expresión habitual con que se burlaba vagamente de los hombres y de las cosas. Experimentaba un perverso deleite al sentir que había seres que dependían de ella. Por otra parte, aquel hombre estaba doblemente a su merced.
Lo había encontrado una mañana, como fiera acosada, en un rincón de la cuadra de la mansión de Artois, tembloroso y desfallecido dee miedo y de hambre. Antiguo Templario de una comandancia del norte de Francia, el tal Everardo había logrado evadirse de la prisión, la noche anterior al día en que iba a ser quemado. Escapó de la hoguera; pero no de la tortura. Recuerdo de los tres interrogatorios y de sus torturas era aquella pierna torcida para siempre, y el desvarío de su mente. Puesto que le habían roto los huesos para hacerle confesar prácticas demoníacas de las cuales era inocente, decidió, por represalia, entregarse al diablo. Al aceptar el odio perdido de la fe.