Pero los Fhoi Myore no vinieron a pesar de que ya estaba empezando a oscurecer. La neblina de los Fhoi Myore seguía siendo visible en la lejanía y había unos cuantos ghoolegh agrupados aquí y allá mezclándose con el Pueblo de los Pinos, pero los Fhoi Myore no estaban acostumbrados a la derrota, y quizá estuvieran discutiendo qué debían hacer a continuación. Quizá se acordaban de la Lanza Bryionak y del Toro Negro de Crinanass que los habían derrotado en una ocasión matando a uno de sus camaradas, y el ver cómo sus vasallos habían sido obligados a retroceder quizá les había hecho temer que otro Toro pudiera surgir de la nada para enfrentarse a ellos. Al igual que evitaban acercarse a Craig Dôn, cabía la posibilidad de que estuvieran rehuyendo la proximidad de Caer Mahlod porque lo habían asociado con la derrota y estuvieran empezando a pensar en alejarse de Caer Garanhir precisamente por la misma razón.
A Corum no le importaba cuál pudiese ser el motivo de que los Fhoi Myore permanecieran inmóviles en el horizonte. Se alegraba de aquel respiro y agradecía que les proporcionara un poco de tiempo para contar los muertos, atender a los heridos y llevar a los niños y los ancianos hasta lugares que resultaran más seguros, equipar adecuadamente a los guerreros y caballeros (muchos de los cuales eran mujeres) y obstruir y reforzar las puertas de la mejor manera posible.
—Los Fhoi Myore son muy cautelosos —murmuró Goffanon en un tono algo distraído, como si estuviera absorto en sus recuerdos—. Son como perros carroñeros, cobardes hasta la médula... Creo que eso es lo que les ha permitido sobrevivir durante tanto tiempo.
—Y Gaynor sigue su ejemplo —dijo Corum—. Que yo sepa, no tiene ninguna razón de peso para temerme, pero hoy su miedo nos ha beneficiado a todos... Aun así, creo que los Fhoi Myore no tardarán en llegar.
—Yo también lo creo —dijo el sidhi, inmóvil en el baluarte al lado de Corum. Después empezó a afilar su hacha con la piedra de amolar que sacó de su faltriquera, sus negras cejas unidas en un fruncimiento de ceño—. Y aun así... ¿No has visto como un parpadeo luminoso cerca de la niebla? ¿Y no ves una neblina más oscura que parece fundirse con la de los Fhoi Myore?
—La vi hace un rato, y no sé qué explicación pueden tener esos fenómenos —replicó Corum—. Supongo que será otra herramienta de guerra de los Fhoi Myore que enviarán contra nosotros antes de que haya transcurrido mucho tiempo.
—Ah —dijo Goffanon señalando con un dedo—. Ilbrec se acerca... Habrá visto que hemos salido vencedores de la primera batalla y vuelve para unirse a nosotros —añadió con voz impregnada de amargura.
Los dos contemplaron en silencio cómo el gigantesco joven de rubios cabellos venía hacia ellos montado en el orgulloso corcel negro. Ilbrec sonreía y llevaba una espada en la mano. La espada no era la que habían visto colgando de su cinturón antes sino otra, y hacía que aquélla pareciese tosca y pobre en comparación, pues ardía con una claridad tan deslumbradora como la del sol, y su empuñadura era de oro finamente trabajado y estaba repleta de joyas, y el pomo relucía con los destellos rojos de un rubí y sin embargo era tan grande como la cabeza de Corum. Ilbrec movió la cabeza de un lado a otro haciendo bailar sus trenzas y alzó la espada.
—¡Hiciste bien recordándome la existencia de las Armas de la Luz, Goffanon! Encontré el cofre y encontré la espada... ¡Aquí está! Aquí está Vengadora, la espada con la que mi padre luchó contra los Fhoi Myore... ¡Aquí está Vengadora!
—Pero llegas demasiado tarde con ella, Ilbrec —dijo Goffanon con voz malhumorada mientras Ilbrec se acercaba un poco más a los baluartes hasta que su enorme cabeza quedó al nivel de las suyas—. Ya hemos terminado nuestra batalla.
—¿Demasiado tarde? ¿Acaso no he utilizado la espada para trazar un círculo alrededor de las filas de los Fhoi Myore, con el resultado de que ahora son presas de la confusión hasta el extremo de que no pueden avanzar hacia la ciudad y no consiguen dar instrucciones a sus tropas?
—¡Así que ha sido obra tuya! —Corum se echó a reír—. Nos has salvado después de todo, Ilbrec, justo cuando parecías habernos abandonado...
Ilbrec puso cara de perplejidad.
—¿Abandonaros? ¿Volver la espalda a la que será la última contienda que enfrente a los sidhi con los Fhoi Myore? ¡Jamás haría eso, pequeño vadhagh!
Y Goffanon también se echó a reír.
—Ya sé que nunca serías capaz de hacer algo semejante, Ilbrec... ¡Te damos la bienvenida de nuevo, y damos la bienvenida también a la gran espada Vengadora!
—Aún conserva todos sus poderes —dijo Ilbrec haciendo girar el arma en su mano para que la hoja brillara con destellos todavía más cegadores—. Sigue siendo el arma más poderosa que jamás se haya empuñado contra los Fhoi Myore... ¡Y ellos lo saben! Ah, sí, Goffanon, lo saben... Tracé ese círculo llameante alrededor de su neblina venenosa, aprisionando la neblina y aprisionándoles a ellos al mismo tiempo, pues no pueden moverse a menos que su neblina se mueva con ellos; y allí han de permanecer.
—¿Para siempre? —preguntó Corum con voz esperanzada.
Ilbrec meneó la cabeza y sonrió.
—No —replicó Ilbrec—. No para siempre, pero sí durante un tiempo. Y antes de que nos marchemos, trazaré una defensa alrededor de Caer Garanhir para que los Fhoi Myore y sus guerreros no se atrevan a atacar.
—Me temo que debemos ir a ver al rey Daffyn e interrumpir su llanto —dijo Corum—. Si queremos salvar la vida de Amergin tendremos que darnos prisa, pues el tiempo se agota. Necesitamos el Roble de Oro y el Carnero de Plata.
El rey Daffyn alzó sus ojos enrojecidos y contempló a Corum y Goffanon, que permanecían inmóviles delante de él. Una esbelta joven que tendría poco más de dieciséis veranos estaba sentada sobre uno de los brazos del trono del rey y le acariciaba la cabeza.
—Vuestra ciudad ya no corre peligro, rey Daffyn, y seguirá estando a salvo durante algún tiempo —dijo Corum—. ¡Pero ahora debemos pediros una gran merced!
—Hablad —dijo el rey Daffyn—. Supongo que más tarde os estaré muy agradecido, pero ahora no siento ninguna gratitud hacia vosotros. Os ruego que me dejéis a solas... Los guerreros sidhi nos han traído los horrores de los Fhoi Myore.
—Los Fhoi Myore ya habían iniciado su avance antes de que llegáramos aquí —replicó Corum—. Fue nuestra advertencia la que os salvó.
—No salvó a mi hijo —murmuró el rey Daffyn.
—No salvó a mi esposo —dijo la doncella que estaba sentada al lado del rey.
—Pero otros hijos y otros esposos sí fueron salvados, rey Daffyn, y muchos más se salvarán con vuestra ayuda. Buscamos dos de los tesoros de los mabden, el Roble de Oro y el Carnero de Plata. ¿Están en vuestro poder?
—Ya no son míos —dijo el rey Daffyn—, y si lo fuesen jamás me separaría de ellos.
—Son los únicos objetos que pueden hacer revivir a vuestro Archidruida Amergin librándole del encantamiento que los Fhoi Myore han arrojado sobre él —dijo Corum.
—¿Amergin? Está prisionero en Caer Llud, o quizá ya haya muerto.
—No. Amergin vive..., aunque se halla al borde de la muerte. Nosotros le salvamos.
—¿Eso hicisteis? —El rey Daffyn alzó la mirada hacia ellos, y cuando lo hizo había una expresión totalmente nueva en sus ojos—. ¿Amergin vive y está libre? —La desesperación pareció esfumarse tal como se había derretido la nieve de los Fhoi Myore cuando la sangre del Toro Negro entró en contacto con ella—. ¿Libre? ¿Para guiarnos?
—Sí..., siempre que consigamos llegar a Caer Mahlod a tiempo, pues es allí donde se encuentra. Está en Caer Mahlod, pero agoniza. Sólo el Roble y el Carnero pueden salvar a Amergin. Pero si no se hallan en vuestro poder, ¿a quién debemos rogar que nos los entregue?
—Fueron nuestros regalos de boda —dijo la doncella de rasgos hermosos y dulces—. El regalo que el rey hizo a su hijo y a mí esta mañana, cuando Guwinn aún vivía... Podéis llevaros el Roble de Oro y el Carnero de Plata.
Y salió de la gran sala y volvió pasados unos momentos trayendo consigo un cofrecillo, y abrió el cofrecillo y reveló un roble delicadamente moldeado y tallado en oro de una artesanía tan exquisita que parecía totalmente real; y junto a él estaba la efigie en plata de un carnero, y el genio de su creador era tan grande que había logrado mostrar hasta el último remolino de lana. Grandes eran los cuernos del carnero y orgullosa su curvatura, y los ojos de plata de aquel carnero rampante parecían contemplar el mundo desde la cabeza de plata y juzgarlo con una extraña sabiduría.
Y la doncella inclinó su rubia y hermosa cabeza, y bajó la tapa del cofrecillo y se lo entregó a Corum, quien lo aceptó con gratitud y dio las gracias tanto a ella como al rey Daffyn.
—Y ahora debemos volver a Caer Mahlod —dijo Corum.
—Si vuelve a ser nuestro Gran Rey de siempre, decid a Amergin que le seguiremos en cualquier decisión que desee adoptar —dijo el rey Daffyn.
—Se lo diré —prometió Corum.
Después el príncipe vadhagh y el enano sidhi abandonaron aquella estancia de luto y lamentaciones y salieron por las puertas de Caer Garanhir para reunirse con su camarada Ilbrec, hijo de Manannan, el más grande de todos los héroes sidhi.
Y el fuego seguía parpadeando alrededor de la neblina lejana, y un nuevo e igualmente peculiar círculo de llamas había surgido de la nada a cierta distancia de los muros de Caer Garanhir.
—El fuego sidhi protege este lugar —dijo Ilbrec—. No perdurará mucho tiempo, pero creo que bastará para disuadir a los Fhoi Myore de atacar la ciudad. ¡Y ahora, cabalguemos!
Ilbrec deslizó la espada Vengadora debajo de su cinturón y se inclinó para coger a Corum, quien aferró el cofrecillo con todas sus fuerzas mientras era alzado en vilo por los aires y acababa siendo depositado sobre la silla de montar de Ilbrec, cerca del pomo para que pudiera sujetarse.
—Cuando lleguemos al mar necesitaremos una embarcación —dijo Corum mientras se ponían en marcha.
—Oh, no lo creo —dijo Ilbrec.
En el que el Príncipe Corum es testigo del poder del Roble y el Carnero y los mabden encuentran una nueva esperanza
El camino a través de las aguas
Cuando Corum se dio cuenta de que Goffanon se estaba quedando rezagado, ya habían llegado a la playa. Volvió la cabeza y vio que el enano sidhi se encontraba a cierta distancia de ellos, que avanzaba con un paso casi tambaleante y que sacudía su hirsuta cabeza de un lado a otro.
—¿Qué le ocurre a Goffanon? —preguntó Corum.
Ilbrec no se había percatado de que le ocurriese nada raro, pero las palabras de Corum hicieron que también volviese la mirada.
—Puede que esté cansado. Hoy ha luchado durante mucho rato y ha corrido muchos kilómetros. —Ilbrec miró hacia el oeste, la dirección en la que estaba desapareciendo el sol—. Quizá deberíamos descansar antes de cruzar el mar...
El gigantesco corcel llamado
Crines Espléndidas
meneó la cabeza como queriendo decir que no deseaba descansar, pero Ilbrec se rió y le dio unas palmaditas en el cuello.
—
Crines Espléndidas
odia el reposo y sólo es feliz cuando está galopando por el mundo.
¡Ha pasado tanto tiempo durmiendo en las cavernas que hay debajo del mar que tiene muchas ganas de moverse! Pero debemos dejar que Goffanon nos alcance, y entonces le preguntaremos qué tal se encuentra...
Corum oyó la respiración jadeante de Goffanon a su espalda y se volvió de nuevo con una sonrisa en los labios para preguntar al herrero sidhi qué deseaba hacer.
Y vio que los ojos de Goffanon se clavaban en él con un brillo salvaje, y que los labios de Goffanon estaban tensos en una mueca salpicada de espuma, y que la gran hacha de guerra de doble filo apuntaba directamente al cráneo de Ilbrec.
—¡Ilbrec!
Corum se arrojó al suelo y cayó con un considerable estrépito, pero consiguió mantener el cofrecillo que contenía al Roble y al Carnero firmemente sujeto bajo su brazo izquierdo. Después se levantó de un salto y desenvainó su espada mientras Ilbrec se volvía hacia el enano y le contemplaba con expresión de perplejidad.
—¡Goffanon, viejo amigo! —exclamó el gigantesco joven—. ¿Qué te ocurre?
—¡Está hechizado! —gritó Corum—. Un hechicero mabden ha arrojado un encantamiento sobre él... ¡Calatin debe estar cerca!
Ilbrec alargó las manos para aferrar el mango del hacha de guerra del enano, pero Goffanon era muy fuerte. Arrancó al gigante de su silla de montar, y los dos inmortales empezaron a luchar sobre el suelo cerca de la playa lamida por las olas, debatiéndose ante los ojos de Corum y de
Crines Espléndidas
, al que la conducta de su amo parecía haber dejado totalmente perplejo.
—¡Goffanon! ¡Goffanon! —gritó Corum—. ¡Luchas con un hermano!
Y de repente otra voz bajó hasta él flotando desde las alturas, y Corum alzó la mirada y vio a un hombre alto y delgado inmóvil allí donde terminaba el acantilado, y había un par de zarcillos de niebla blanca que flotaban sobre él y parecían pegarse a sus hombros.
El sol seguía bajando, y el mundo se volvió de color gris.
La silueta inmóvil en el acantilado era el hechicero Calatin. Vestía un jubón de cuero flexible que había sido teñido con un delicado matiz azulado, y sus esbeltos dedos enguantados estaban adornados por anillos enjoyados y de su garganta colgaba un collar de oro en el que había incrustadas piedras preciosas, y su túnica de seda y lino estaba bordada con símbolos místicos. Calatin acarició su barba gris y sonrió con su sonrisa llena de secretos.
—Ahora es mi aliado, Corum de la Mano de Plata —dijo el hechicero Calatin.
—¡Y eso le convierte en aliado de los Fhoi Myore!
Corum buscó con la mirada un sendero que subiera por el acantilado y pudiera llevarle hasta el hechicero, y mientras lo hacía Goffanon e Ilbrec seguían debatiéndose y rodando sobre la arena, gruñendo y jadeando entrecortadamente.
—Al menos por el momento —replicó Calatin—. Pero no hay por qué escoger entre el ser leal a los mabden o a los Fhoi Myore..., o a los sidhi. Existen otras lealtades, entre ellas la lealtad a uno mismo, ¿no? Y, quién sabe... ¡Puede que no tardes en ser aliado mío!
—¡Nunca! —Corum echó a correr por un empinado sendero que subía hasta donde estaba el hechicero, la espada desenvainada en su mano de carne y hueso—. ¡Eso nunca ocurrirá!
Corum llegó a lo alto del acantilado jadeando y sin aliento y fue hacia el hechicero, quien sonrió y empezó a retroceder muy despacio.