—Vuestra venganza no puede ser más innoble, Gaynor —dijo Corum.
—Y el destino al que me enviasteis fue de lo más innoble, Corum. Además, no presumo de nobleza de espíritu. Eso es algo reservado a vos, ¿no?
Gaynor se dio la vuelta y empezó a alejarse de ellos caminando a grandes zancadas.
—Dejaré aquí a los perros —dijo—. Estoy seguro de que apreciaréis su compañía.
Corum fue siguiendo con la mirada a Gaynor hasta que hubo llegado al primer círculo y montó sobre su caballo. El viento era como un gemido ahogado en la lejanía, un murmullo melancólico muy distante, como si deseara entrar en el recinto que creaban los siete anillos de piedra pero no pudiese hacerlo.
—Bien, hemos sacado un cierto provecho de este encuentro —dijo Corum con voz pensativa—. Craig Dôn es algo más que un lugar sagrado. Es un lugar de gran poder, quizá una abertura entre los Quince Planos o quizá incluso más que eso... Acertamos al decir que nos recordaba a Tanelorn, Jhary-a-Conel. Pero ¿cómo se forma la puerta? ¿Qué ritual la abre? Quizá el Gran Rey lo sepa.
—Cierto, Corum, como tú dices hemos sacado un cierto provecho de este encuentro —replicó Jhary—. Pero también hemos salido perjudicados de él. ¿Cómo nos las arreglaremos ahora para llegar hasta el Gran Rey? Escucha...
Y Corum aguzó el oído, y oyó los feroces ladridos de los temibles Sabuesos de Kerenos que se iban congregando alrededor del primer círculo de piedras. Si intentaban salir al galope del santuario que les ofrecía Craig Dôn, los perros caerían sobre ellos al instante.
Corum frunció el ceño, se estremeció y se envolvió en su capa de piel. Se acuclilló junto al altar mientras Jhary-a-Conel empezaba a ir y venir de un lado a otro y los caballos piafaban nerviosamente y pegaban las orejas al cráneo al oír los sonidos que indicaban la proximidad de los sabuesos. El atardecer fue cayendo sobre el lugar en el que se alzaban los siete círculos de piedras, y el frío pareció irse intensificando con él. Las propiedades de Craig Dôn quizá pudieran protegerles de los Fhoi Myore, pero no podían protegerles de aquel frío que helaba hasta la médula de los huesos y tampoco había nada con lo que pudieran encender una hoguera.
Llegó la noche. El viento cada vez hacía más ruido, pero no era capaz de ahogar el persistente y terrible ulular de los Sabuesos de Kerenos.
En el que el Príncipe Corum utiliza un Tesoro sólo para descubrir que carece de otros dos...
Una ciudad melancólica envuelta en la niebla
Estaban inmóviles entre dos de los gigantescos pilares de piedra de Craig Dôn con el rostro vuelto hacia los perros demoníacos de los Fhoi Myore que se mantenían al acecho. Los Sabuesos de Kerenos se comportaban de manera tan feroz como recelosa, pues gruñían y hacían chasquear sus mandíbulas, pero siempre evitaban acercarse excesivamente al círculo de piedra. Algunos perros estaban sentados a cierta distancia del círculo, y los torbellinos de nieve impulsados por el viento que agitaban su hirsuto pelaje hacían que apenas resultaran visibles. Gaynor había sacado de algún lugar desconocido cinco sabuesos más que se habían añadido a los supervivientes de la jauría original.
Corum entrecerró su único ojo y clavó la mirada en el sabueso más cercano. Después echó hacia atrás el brazo que sostenía la larga y pesada lanza, separó un poco los pies para quedar mejor equilibrado y lanzó el arma impulsándola con toda la fuerza de su miedo, su ira y su desesperación.
La lanza voló en línea recta hacia su objetivo, se hundió en el cuerpo canino y lo derribó.
—¡Ahora! —gritó Corum.
Jhary-a-Conel, que había estado sujetando el extremo de la cuerda, empezó a tirar, y Corum le imitó.
La cuerda había sido unida a la lanza con un sólido nudo y la lanza había quedado profundamente enterrada en el cuerpo del sabueso, por lo que éste también fue arrastrado hacia el santuario del círculo de piedras. El sabueso aún vivía y cuando comprendió lo que le estaba ocurriendo empezó a hacer débiles esfuerzos para liberarse.
Gimoteó e intentó morder el astil de la lanza, pero un instante después ya había sido arrastrado por debajo del arco, y la bestia aceptó su destino y se quedó repentinamente inmóvil. El sabueso murió enseguida.
Corum y Jhary-a-Conel se sintieron llenos de júbilo. Corum apoyó una bota sobre el cadáver del sabueso, extrajo su lanza de un tirón y volvió corriendo al arco de piedras sin perder ni un momento. Seleccionó un nuevo blanco y lanzó su arma con la cuerda ondulando detrás de ella. La lanza se hundió en la garganta de un segundo sabueso, y Corum empezó a tirar de la cuerda. Esta vez la lanza salió del cuerpo y volvió hasta ellos dando tumbos sobre la nieve. Quedaban seis sabuesos con vida, pero lo ocurrido había hecho que se volvieran todavía más cautelosos, y Corum volvió a desear haber traído consigo su arco de hueso y sus flechas cuando inició aquella empresa.
Un sabueso se adelantó y olisqueó el cadáver de su congénere, y rozó con el hocico la herida de la garganta de la que brotaba la sangre. Después empezó a lamerla con su larga lengua rojiza.
Y un tercer sabueso pagó muy caro el darse un banquete cuando la lanza volvió a salir disparada por entre las columnas de piedra y se hundió en su flanco izquierdo. El sabueso chilló, giró sobre sí mismo e intentó liberarse. Después cayó sobre la nieve moteada de sangre, se retorció, volvió a incorporarse, logró arrancarse la lanza del cuerpo, dejando una considerable parte de su flanco clavada en la punta. Corrió en círculos durante un rato mientras la vida se le escapaba con los chorros de sangre que brotaban de la herida, y acabó desplomándose a unos cien metros del cadáver con el que había estado alimentándose hacía tan sólo unos momentos.
Sus hermanos de jauría fueron hacia él después de convencerse de que se hallaban lo suficientemente lejos de la lanza letal y que no corrían peligro, y empezaron a atracarse con la carne que aún no se había enfriado.
—Nuestra única gran ventaja es que los Sabuesos de Kerenos no poseen ningún sentido de la moral que les prohíba devorar a sus congéneres —dijo Corum mientras él y Jhary-a-Conel montaban sobre sus caballos—. Creo que es una terrible debilidad suya.
Corum y Jhary-a-Conel atravesaron los siete círculos mientras los sabuesos gruñían y babeaban sobre su banquete, dejaron atrás el altar de piedra tallada que se alzaba en el centro y volvieron a atravesar los círculos hasta quedar separados de los sabuesos por todo el diámetro de Craig Dôn.
Los sabuesos aún no habían adivinado el plan de Corum, y eso les proporcionaba unos cuantos minutos de ventaja sobre la jauría.
Hundieron los talones en los flancos de sus caballos y galoparon lo más deprisa posible alejándose de Craig Dôn y dirigiéndose no hacia Caer Mahlod (como Gaynor hubiese pensado que harían), sino hacia su destino original de Caer Llud. Con un poco de suerte, el viento borraría sus huellas y esparciría su olor en todas direcciones, y eso les proporcionaría el tiempo necesario para llegar a Caer Llud y dar con Amergin el Archidruida antes de que Gaynor o los Fhoi Myore sospecharan cuál era su plan de acción.
Gaynor estaba en lo cierto cuando les dijo que nunca conseguirían llegar a Caer Mahlod con todos los Sabuesos de Kerenos lanzados en persecución suya, pero cuando descubriera que ya no estaban en el santuario podían estar casi totalmente seguros de que malgastaría algún tiempo cabalgando en la dirección equivocada mientras sus sabuesos intentaban dar con el rastro de su olor. En esta ocasión, la opinión llena de prejuicios que Gaynor se había formado sobre el carácter de los mortales iría en detrimento suyo. Gaynor no había tomado en consideración la agudeza mental de Corum y Jhary-a-Conel, ni hasta qué punto podían estar decididos a arriesgar sus vidas por una causa. El Príncipe Maldito había pasado demasiado tiempo en compañía de los débiles, los codiciosos y los decadentes; e indudablemente prefería esa clase de compañías porque podía destacar entre ellas sin necesidad de hacer ningún esfuerzo.
Mientras cabalgaban, Corum pensó en lo que había averiguado gracias a Gaynor el Maldito. ¿Seguiría poseyendo Craig Dôn las propiedades que Gaynor había descrito o éstas sólo habían surtido efecto para los sidhi? ¿Y si ahora Craig Dôn no era más que un cascarón vacío que los Fhoi Myore rehuían por superstición y no por un respeto fundado hacia sus poderes? Corum albergaba la esperanza de que llegaría el momento en el que podría descubrir la verdad por sí mismo. Si Craig Dôn seguía siendo un lugar lleno de poder, quizá se pudiera hallar una forma de utilizarlo de nuevo.
Pero Corum se dijo que debía olvidarse de Craig Dôn por el momento, y así lo hizo mientras las columnas de piedra se iban convirtiendo en negras sombras cada vez más lejanas hasta acabar desapareciendo por completo entre los remolinos de nieve. Tenía que pensar en lo que les aguardaba, en Caer Llud y en Amergin, esclavo de la ilusión mágica en su torre junto al río, vigilado por hombres y por criaturas que no eran hombres.
Tenían frío y estaban hambrientos. Los flancos de sus monturas estaban recubiertos por una fina capa de nieve helada, y la escarcha centelleaba sobre sus capas. El viento frío había entumecido sus rostros y cada movimiento causaba un sinfín de dolores en sus cuerpos.
Pero habían conseguido llegar a Caer Llud. Tiraron de las riendas deteniendo sus caballos en la cima de una colina y vieron un gran río helado. La Ciudad del Gran Rey ocupaba ambas orillas del río y las dos mitades quedaban conectadas por puentes de madera sólidamente construidos que destacaban entre las masas de granito recubiertas de nieve de los edificios, algunos de ellos de varios pisos de altura. Para lo habitual en aquel mundo, Caer Llud era una ciudad muy grande, quizá la de mayores dimensiones entre todas las que se alzaban sobre la faz de la tierra, y en tiempos debió albergar a veinte mil o treinta mil habitantes.
Mas la Caer Llud que estaban contemplando ofrecía el aspecto de una ciudad que ha sido abandonada, a pesar de que se podían distinguir siluetas que iban y venían abriéndose paso por entre la neblina que flotaba en las calles.
La niebla estaba por todas partes. En algunos sitios era un poco menos espesa, y se aferraba a Caer Llud como un sudario deshilachado. Corum reconoció aquella niebla nada más verla. Era la niebla de los Fhoi Myore, la misma niebla que seguía al Pueblo Frío allí donde se desplazaba en sus enormes carros de guerra precariamente construidos con maderos y mimbres. Corum temía aquella niebla, al igual que temía el poder primitivo y amoral de los escasos Señores del Limbo que seguían con vida. Mientras contemplaban la ciudad, Corum captó un movimiento allí donde la niebla era más espesa, cerca de una de las orillas del río. Vio la vaga sugerencia de una cabeza con cuernos, de un torso gigantesco levemente parecido al cuerpo de un sapo, y los contornos de un inmenso carro de guerra arrastrado entre chirridos y crujidos por una criatura de conformación tan extraña como la de su ocupante. Un instante después todo había desaparecido entre la niebla.
Los labios agrietados por la escarcha de Corum emitieron una sola palabra.
—Kerenos...
—¿El que es dueño y señor de los sabuesos?
Jhary sorbió aire por la nariz.
—Y dueño y señor de muchas más cosas —añadió Corum.
Jhary se sonó con un trapo de lino de gran tamaño que había extraído de su jubón.
—Me temo que este tiempo tan horroroso está teniendo unos efectos muy nocivos sobre mi salud —dijo—. ¡Me encantaría poder intercambiar unos cuantos golpes con algunos de los que han creado semejantes inclemencias!
Corum meneó la cabeza.
—Ni tú ni yo somos lo bastante fuertes para ello —dijo—. Debemos esperar. Hemos de rehuir cualquier enfrentamiento directo con los Fhoi Myore con el mismo ahínco con el que Gaynor rehúye cualquier enfrentamiento directo conmigo... —Corum clavó la mirada en la niebla y los torbellinos de nieve—. Caer Llud no está vigilada. Está claro que no temen ningún ataque por parte de los mabden... ¿Por qué deberían hacerlo? Eso nos favorece.
Volvió la mirada hacia Jhary, quien tenía el rostro azulado a causa del frío.
—Creo que si entráramos en Caer Llud ahora mismo podríamos pasar por dos cadáveres vivientes —siguió diciendo—. Si nos detienen, anunciaremos que somos sirvientes de los Fhoi Myore. Razonar con los Fhoi Myore o con sus esclavos es totalmente imposible debido a que sus mentalidades son terriblemente primitivas, pero eso también significa que tardan bastante en darse cuenta de que están siendo engañados. Vamos, Jhary.
Corum guió a su caballo colina abajo hacia aquella ciudad melancólica que en tiempos había sido la gran urbe de Caer Llud.
Abandonar el aire relativamente limpio de la colina para adentrarse en la niebla de Caer Llud era como pasar del apogeo del verano a pleno invierno. Si Corum y Jhary-a-Conel habían creído estar ateridos, pronto descubrieron que el frío de antes no era nada comparado con aquel absoluto de frialdad en el que se encontraron sumergidos de repente. La niebla parecía casi consciente, y roía su carne, sus huesos y sus entrañas con tan malévola ferocidad que tuvieron que hacer un gran esfuerzo para no gritar y revelar su humanidad con ello. Con toda seguridad Gaynor el Maldito, los ghoolegh, los muertos vivientes y los Hermanos de los Pinos —criaturas como Hew Argech, el jinete con el que Corum se había enfrentado en una ocasión— apenas notaban el frío, mas éste resultaba casi insoportable para los mortales de la variedad convencional. Corum jadeaba y se estremecía, y se preguntó si podían seguir albergando esperanzas de sobrevivir a aquello. Siguieron avanzando con las facciones tensas, evitando las acumulaciones más espesas de niebla como mejor podían, y buscaron la gran torre junto al río en la que esperaban que Amergin siguiese estando prisionero.
Ninguno de los dos abrió la boca mientras avanzaban porque temían revelar sus auténticas identidades, pues no había forma alguna de saber quién o qué podía estar acechando entre la niebla a cada lado de ellos. Los movimientos de sus caballos se fueron volviendo más lentos y torpes a medida que aquella horrenda niebla iba afectándoles. Siguieron avanzando hasta que Corum se inclinó sobre su silla de montar acercando los labios todo lo posible a la cabeza de Jhary.
—A nuestra izquierda hay una casa que parece estar vacía —dijo, y el frío era tan intenso que al hablar descubrió que cada palabra le hacía sentir una punzada de dolor—. Mira, la puerta está abierta... Entra por ella.