He estado en el lugar donde pereció Gwendoleu, el hijo de Ceidaw, el pilar de las canciones, cuando los cuervos chillaban disputándose la sangre derramada.
He estado en el lugar donde fue asesinado Bran, el hijo de Iweridd, aquel cuya fama llegó hasta muy lejos, cuando los cuervos de los campos de batalla graznaron.
He estado allí donde pereció Llacheu, el hijo de Urtu, elogiado en las canciones, cuando los cuervos chillaban disputándose la sangre derramada.
He estado en el lugar donde fue asesinado Meurig, el hijo de Carreian, honrado y respetado, cuando los cuervos chillaban disputándose la carne.
He estado en el lugar donde fue asesinado Gwallawg, el hijo de Goholeth, el de las grandes hazañas, el que supo resistir a Lloegyr, el hijo de Llewynawg.
He estado en el lugar donde perecieron los soldados de los mabden, desde el este hasta el norte: soy la escolta de la tumba.
He estado en el lugar donde perecieron los soldados de los mabden, desde el este hasta el sur:
¡Yo vivo, ellos han muerto!
Y Corum comprendió que estaba escuchando la canción de muerte de Goffanon, y que el herrero sidhi se preparaba para enfrentarse a su inevitable final.
He estado en las tumbas de los sidhi, desde el este hasta el oeste: ¡Y ahora los cuervos graznan por mí!
La defensa de la gran sala del Rey
Corum comprendió que las posiciones defensivas de los baluartes estaban a punto de sucumbir, y se abrió paso a golpes por entre los Guerreros de los Pinos hasta llegar junto a Goffanon.
—¡A la sala del trono, Goffanon! —gritó—. ¡Retrocedamos en esa dirección!
La canción de Goffanon llegó a su fin, y los ojos tranquilos e inmutables del herrero sidhi se volvieron hacia Corum.
—Muy bien —dijo.
Corum y Goffanon fueron retrocediendo lentamente hacia los escalones luchando a cada palmo del trayecto. Los Guerreros de los Pinos estaban por todas partes y se lanzaban sobre ellos con sus miradas fijas y sus rígidas sonrisas, y los brazos que blandían las espadas subían y bajaban, y su risa siseante y aterradora no dejaba de brotar de sus labios ni un solo instante.
Los caballeros y guerreros supervivientes imitaron el ejemplo de Corum y lograron llegar a la calle un momento antes de que los maderos de las puertas cedieran y la punta recubierta de cobre del ariete se abriera paso a través de ellos. Dos caballeros escoltaron al rey Daffyn, quien seguía llorando, y por fin lograron llegar a la gran sala y cerraron y aseguraron detrás de ellos las enormes puertas de bronce.
Las señales de la celebración estaban esparcidas por toda la estancia, y alrededor de los bancos incluso había unos cuantos caballeros tan borrachos que no habían podido ser despertados y que probablemente morirían sin comprender lo que había ocurrido. Las antorchas chisporroteaban, y los estandartes enjoyados colgaban nacidamente de las paredes. Corum fue a echar un vistazo por los angostos ventanales y vio que Gaynor estaba allí, cabalgando triunfante al frente de su ejército semimuerto con las ocho flechas del Signo del Caos brillando con una claridad tan deslumbradora como siempre sobre su pecho. Corum albergaba la esperanza de que los habitantes de la ciudad estarían a salvo durante un tiempo mientras Gaynor agrupaba a sus fuerzas para atacar la gran sala. Corum vio a los ghoolegh detrás de Gaynor. Aún llevaban sus arietes, y los Fhoi Myore aún no se habían movido. Corum se preguntó si llegarían a avanzar, pues sabía que Gaynor, los ghoolegh y el Pueblo de los Pinos conseguirían derrotar a los defensores de Caer Garanhir sin necesidad de su ayuda.
Y lo peor de todo era que Corum sabía que incluso en el improbable supuesto de que lograran vencer a sus vasallos, nunca podrían vencer a los Fhoi Myore.
Rostros verdosos empezaron a aparecer en las ventanas y los cristales de colores se hicieron añicos cuando el Pueblo de los Pinos intentó entrar en la gran sala. Los caballeros y guerreros del Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir se aprestaron nuevamente a defenderse de aquellos invasores inhumanos.
Espadas de hierro aún reluciente pero que ya empezaban a perder el filo se encontraron con las espadas verdes de los Guerreros de los Pinos, y el combate prosiguió mientras el rítmico retumbar de los arietes de asedio empezaba a resonar al otro lado de las puertas de la gran sala.
Y mientras la batalla hervía a su alrededor, el rey Daffyn permanecía inmóvil sobre su trono, con la cabeza apoyada en manos, y lloraba la muerte del príncipe Guwinn sin prestar ninguna atención al curso de la contienda.
Corum corrió hacia el lugar donde por lo menos diez Guerreros de los Pinos estaban atacando a dos de los caballeros del rey Daffyn. El filo de su hacha había quedado embotado, y su mano de carne y hueso sangraba y estaba muy dolorida. De no haber sido por su mano de plata, Corum quizá ya se habría visto obligado a dejar caer su arma; pero aun así, sus brazos estaban tan cansados que tuvo que hacer un gran esfuerzo para alzar el hacha de doble filo y golpear con ella el cuello de un Guerrero de los Pinos que se disponía a hundir su espada en el flanco desprotegido de un caballero que ya se estaba enfrentando a otros dos combatientes del Pueblo de los Pinos.
Varios Guerreros de los Pinos avanzaron contra Corum con las espadas oscilando de un lado a otro y la risa susurrante brotando de sus labios verdosos, y Corum tuvo que retroceder primero un paso y luego otro a medida que los guerreros le empujaban hacia el otro extremo de la gran sala. Goffanon estaba enfrentándose a tres guerreros, y no podía prestar ayuda a Corum. El príncipe vadhagh hizo girar el hacha a derecha e izquierda y golpeó con ella arriba y abajo, y las espadas atravesaron su cota de malla y encontraron su carne, y sus filos empezaron a hacer fluir la sangre de una docena de heridas no muy profundas.
Un instante después Corum sintió el roce de las piedras de la pared en su espalda, y comprendió que no podía seguir retrocediendo. Una antorcha chisporroteaba sobre su cabeza, proyectando su sombra sobre los cuerpos de los Guerreros de los Pinos que avanzaban con los labios congelados en una horrible sonrisa para acabar con él.
Una espada se clavó en el mango de su hacha. Corum logró liberar el arma con un tirón desesperado y golpeó al adversario que empuñaba la espada, un guerrero que había sido apuesto antes de que su rostro quedase atravesado por tres flechas que terminaban en plumas rojas. Corum hundió el hacha en el cráneo partiendo limpiamente el hueso. La savia-sangre verde brotó de la terrible herida y el guerrero se derrumbó, pero se llevó la hoja y una parte del mango del hacha de Corum con él. Corum giró sobre sí mismo y saltó hacia la angosta cornisa que había encima de él. Logró recuperar el equilibrio y desenvainó su espada mientras usaba su mano de plata para agarrarse al aro de metal dentro del que ardía la antorcha. Los Guerreros de los Pinos empezaron a avanzar a lo largo de la pared yendo hacia él. Corum hizo retroceder a uno de una patada e hirió a otro con su espada, pero las manos verdosas de aquellos enemigos implacables cuyos ojos seguían clavando su mirada helada en él y cuyos labios rígidos seguían sonriendo y dejando escapar su risa susurrante ya tiraban de los pies de Corum. La desesperación le impulsó a soltar el aro de metal, y Corum agarró la antorcha y la hundió en el rostro del guerrero más próximo.
Y el guerrero gritó.
Era el primer grito de dolor que se oía salir de los labios de un Guerrero de los Pinos, y su rostro empezó a arder y la savia burbujeó en las heridas que ya había recibido, y que hasta aquel momento no habían parecido afectarle en lo más mínimo.
Los otros guerreros retrocedieron aterrorizados evitando el contacto con su camarada envuelto en llamas, que corrió de un lado a otro de la estancia gritando y consumiéndose hasta que acabó desplomándose sobre los restos de otro congénere suyo. Las llamas prendieron en el cuerpo amarronado y reseco, y éste también empezó a arder.
Y entonces Corum se maldijo a sí mismo por no haber comprendido que la única arma que podía inspirar temor a los hombres-árboles era el fuego.
—¡Coged antorchas! —gritó a los demás—. ¡El fuego les destruirá! ¡Bajad las antorchas de los muros!
Y vio que las puertas de bronce de la gran sala estaban empezando a combarse, y que no podrían resistir mucho más tiempo las embestidas de los arietes manejados por los ghoolegh.
Todos los que aún podían moverse corrieron hacia las antorchas y las arrancaron de los muros para volverlas contra sus enemigos, y la estancia no tardó en quedar llena de un humo impregnado por el olor dulzón de los pinares, que hacía toser y jadear a Corum y los demás.
El Pueblo de los Pinos empezó a retirarse intentando llegar a las ventanas, pero los caballeros del Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir detuvieron su huida hundiendo las antorchas en sus cuerpos e hicieron que se desplomaran aullando sobre las losas ensangrentadas, donde quedaron inmóviles hasta que acabaron siendo consumidos por las llamas.
Y el silencio se adueñó de la sala del trono, un silencio roto únicamente por el rítmico golpear de los arietes contra las puertas; y los Guerreros de los Pinos habían desaparecido, y de ellos sólo quedaba ceniza grisácea y humo y una dulzona pestilencia nauseabunda.
Las llamas habían prendido en algunos estandartes enjoyados que estaban empezando a chisporrotear y humear. Unas cuantas vigas de madera también ardían, pero los defensores no les prestaron ninguna atención y se agruparon en la parte delantera de la gran sala esperando la aparición de los ghoolegh.
Y esta vez cada guerrero superviviente, incluidos Corum y el maltrecho herrero sidhi llamado Goffanon, sostenía una antorcha en su mano.
Las puertas de bronce seguían combándose. Las bisagras y las barras de madera crujían.
La luz empezó a ser visible a medida que las puertas se apartaban del quicio a causa de los golpes.
Los arietes volvieron a la carga. Las puertas volvieron a crujir.
El hueco ya era lo bastante grande para que Corum pudiese ver a Gaynor dando instrucciones a los ghoolegh.
Otro golpe de los arietes, y una barra de madera se partió por la mitad y los dos pedazos salieron despedidos del soporte, y volaron a través de la sala hasta acabar cayendo a los pies del rey que seguía llorando en su trono al otro extremo de la estancia.
Otro golpe, y la segunda barra se partió y una bisagra cayó sobre las losas con un repiqueteo metálico, y las puertas se inclinaron y empezaron a ceder.
Otro golpe.
Y las puertas de bronce se derrumbaron y los ghoolegh quedaron inmóviles durante unos momentos, sorprendidos al ver cómo una cuña de hombres surgía de la penumbra humeante de la gran sala del trono de Caer Garanhir y corría hacia ellos para atacarles con la antorcha que cada combatiente sostenía en su mano izquierda y el hacha o la espada que empuñaba en su mano derecha.
El negro corcel de Gaynor se encabritó, y faltó poco para que el Príncipe Maldito dejara caer su espada resplandeciente de puro asombro, cuando vio aquella pequeña y maltrecha fuerza agotada por la batalla y ennegrecida por el humo que se lanzaba sobre él con el vadhagh llamado Corum y el sidhi llamado Goffanon al frente.
—¿Cómo? —exclamó—. ¿Aún quedan supervivientes?
Corum corrió en línea recta hacia Gaynor, pero Gaynor volvió a negarse a entablar combate con él, e hizo volver grupas a su nerviosa montura intentando abrirse camino entre sus ghoolegh semi-muertos para poder escapar.
—¡Vuelve, Gaynor! —gritó Corum—. ¡Lucha conmigo! ¡Oh, lucha conmigo, Gaynor!
Pero Gaynor dejó escapar su lúgubre carcajada y continuó su huida.
—No volveré al Limbo —replicó—. No mientras la perspectiva de la muerte me aguarde en este Reino...
—Olvidas que los Fhoi Myore ya están muriendo... ¿Qué ocurrirá si les sobrevives?
¿Qué ocurrirá si los Fhoi Myore perecen y el mundo se renueva?
—Eso no puede suceder, Corum. ¡Sus venenos se difunden por todas las tierras y su efecto es permanente! ¿Acaso no comprendes lo vana e inútil que es tu lucha?
Y un instante después Gaynor ya había desaparecido, y los ghoolegh avanzaban con paso lento y torpe blandiendo sus sables y cuchillos, mientras contemplaban con cierto nerviosismo las llamas de las antorchas, pues el fuego no tenía lugar en las tierras de los Fhoi Myore. Los ghoolegh no ardían como habían ardido los guerreros del Pueblo de los Pinos, pero las llamas les inspiraban un considerable temor y parecían estar muy poco dispuestos a avanzar, especialmente después de que Gaynor se hubiera retirado y pudiera ser visto a lo lejos haciendo volver grupas a su caballo para poder contemplar la contienda desde un lugar donde no corriese ningún peligro.
Los ghoolegh superaban a los supervivientes de Caer Garanhir en una proporción de más de diez a uno, pero los caballeros y los guerreros estaban logrando obligarles a retroceder. Lanzaban sus gritos de batalla y entonaban sus canciones de guerra con toda la potencia de sus pulmones, hacían llover tajos y mandobles sobre los guerreros medio muertos, y agitaban las antorchas ante sus rostros con tal ferocidad que éstos gruñían y gemían y acababan alzando las manos para apartar las llamas.
Y Goffanon ya no entonaba su canción de muerte, sino que reía a carcajadas mientras se volvía hacia Corum.
—¡Se retiran! —gritó—. ¡Se retiran! ¡Mira, Corum, se están retirando!
Pero Corum no sentía ninguna alegría, pues sabía que los Fhoi Myore todavía no habían atacado.
Y un instante después oyó la voz de Gaynor.
—¡Balahr! ¡Kerenos! ¡Goim! —gritaba el Príncipe Maldito—. ¡Ha llegado el momento!
¡Ha llegado el momento!
Y Gaynor el Maldito galopó hacia las puertas de Caer Garanhir.
—¡Arek! ¡Bress! ¡Sreng! ¡Venid, ha llegado el momento!
Y Gaynor dejó atrás las puertas destrozadas de Caer Garanhir y se alejó de la fortaleza sin dejar de gritar, y sus ghoolegh le siguieron creyendo que se retiraba.
Corum y Goffanon y los escasos caballeros y guerreros del Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir que seguían con vida rugieron su triunfo mientras veían huir a sus enemigos.
—Ésta va a ser la única victoria que obtengamos este día, mi amigo sidhi, y eso la hace doblemente deliciosa —le dijo Corum a Goffanon.
Y después esperaron la llegada de los Fhoi Myore.