Había una emoción muy extraña visible en el rostro de Goffanon, como una especie de trágico abatimiento, pero Corum no había dispuesto del tiempo suficiente para estudiar aquella expresión lo bastante atentamente como para que le fuese posible analizarla.
Corum volvió al vestíbulo caminando de puntillas. La traición de Goffanon le había horrorizado (aunque el que Calatin hubiera decidido aliarse con los Fhoi Myore no le había sorprendido en exceso), y el corazón le pesaba dentro del pecho como si se hubiera convertido en una piedra. Acababa de llegar al vestíbulo cuando oyó hablar a Calatin.
—Cuando se pongan en marcha mañana iremos con ellos —dijo el hechicero.
Corum también pudo oír la réplica de Goffanon, pronunciada con voz grave y distante.
—Y ahora, por fin, se iniciará la conquista del Oeste —dijo el sidhi.
Así que los Fhoi Myore se estaban preparando para la batalla, y se podía dar casi por seguro que volverían a avanzar contra Caer Mahlod... Y en aquella ocasión tenían a un sidhi como aliado, y no había armas sidhi que pudieran frustrar sus ambiciones.
Corum empezó a subir lo más deprisa posible por el tramo siguiente de la escalera, y ya había recorrido la mitad de él cuando dobló un recodo y vio un bulto acuclillado que ocupaba toda la escalera y que no le dejaba espacio suficiente para que pudiera pasar junto a él sin ser detectado.
El bulto no le vio, pero un instante después alzó su hocico y olisqueó el aire. Sus tres ojos, cada uno de un tamaño distinto mostraban una expresión de perplejidad. Su carne rosada erizada de hirsutas cerdas tembló cuando sus cinco brazos empujaron el cuerpo hacia arriba hasta dejarlo sentado. Tres de los brazos eran humanos, y parecían haber pertenecido a una mujer, un joven y un anciano. Uno de los brazos era simiesco y había pertenecido a un gorila, y el brazo restante parecía haber sido propiedad de alguna clase de reptil de gran tamaño. Las piernas que quedaron reveladas por el cambio de posición del bulto eran bastante cortas y terminaban en un pie humano, una pezuña hendida y una pata de perro. El bulto estaba desnudo, parecía carecer de sexo y no iba armado.
Apestaba a excrementos, sudor y a comida putrefacta, y dejó escapar un resoplido ahogado cuando volvió a moverse.
Corum desenvainó su espada haciendo el mínimo ruido posible, y un instante después los tres párpados se cerraron sobre aquellos tres ojos desparejos y el bulto, que no había visto nada, volvió a acomodarse en el suelo para seguir durmiendo.
Y Corum atacó en cuanto los ojos se hubieron cerrado.
Su estocada entró por la boca ovalada, atravesó el paladar y llegó hasta el cerebro. El príncipe vadhagh sabía que sólo podría lanzar un golpe efectivo antes de que el bulto emitiera un ruido que atraería a otros centinelas.
Los ojos se abrieron y uno de ellos volvió a cerrarse al instante en una especie de guiño obsceno.
Los otros dos ojos contemplaron con expresión asombrada la hoja de la espada que parecía brotar del aire. La mano de simio se alzó para tocarla, pero nunca llegó a completar el gesto y volvió a caer fláccidamente sobre el cuerpo deforme. Los dos ojos que seguían abiertos se cerraron, y Corum envainó su espada y pasó lo más deprisa posible sobre aquella carne grasienta que se hundía bajo sus pies mientras rezaba, para que nadie descubriera el cadáver del bulto antes de que hubiera averiguado dónde se hallaba el Archidruida Amergin.
Al final de aquella escalera había dos centinelas ghoolegh con los sables inmóviles sobre sus pechos, pero su inmovilidad y sus rostros inexpresivos indicaban que no habían oído nada.
Corum se apresuró a dejarles atrás y subió por el siguiente tramo de peldaños, y cuando llegó al vestíbulo en el que terminaba vio a dos enormes sabuesos, los ejemplares más gigantescos de Sabuesos de Kerenos que había contemplado hasta entonces.
Y aquellos sabuesos estaban olisqueando el aire. No podían verle, pero habían captado su olor. Los dos empezaron a emitir roncos gruñidos guturales.
Corum actuó tan deprisa como cuando había visto al bulto, y pasó corriendo por entre los sabuesos y tuvo la satisfacción de ver cómo sus mandíbulas se cerraban en el aire, faltando muy poco para que cada uno hundiera los colmillos en el cuello del otro.
Y llegó a un gran arco que se alzaba sobre una puerta de bronce labrado sobre la que habían sido creados motivos de una hermosa complejidad. El rey Fiachadh se la había descrito. Era la puerta de los aposentos de Amergin, y colgando de un gancho de cobre detrás de la cabeza de un gigantesco centinela ghoolegh se veía una llave de hierro; y aquélla era la llave que abría la hermosa puerta de bronce.
Los Sabuesos de Kerenos debían haber recibido órdenes estrictas de no abandonar su puesto, y estaban gimoteando y olisqueando las losas del suelo a su alrededor. La curiosidad se fue extendiendo poco a poco por el inexpresivo rostro del ghoolegh, y el centinela fue hacia ellos con paso lento y torpe.
—¿Qué pasa, perros? —les preguntó—. ¿Vienen desconocidos?
Corum se puso detrás del ghoolegh y descolgó la llave del gancho sin hacer ningún ruido. La metió en el cerrojo, la hizo girar, abrió la puerta y entró cerrándola a su espalda. Con la distracción de los perros manteniendo ocupado a su estúpido cerebro, el ghoolegh quizá no se daría cuenta de la ausencia de la llave de hierro.
Corum se encontró en una estancia llena de suntuosos tapices de tonos rojos y marrones.
Olisqueó el aire y le sorprendió captar el olor de la hierba recién cortada. La estancia estaba caldeada gracias a un fuego aún más grande que el que ardía en la habitación donde Goffanon y Calatin estaban sentados, dos pisos más abajo.
Pero ¿dónde estaba Amergin?
Corum fue cautelosamente de una habitación a otra con la mano sobre la empuñadura de la espada, esperando toparse con una nueva trampa a cada momento.
Y por fin vio algo. Al principio lo tomó por un animal, pues estaba a cuatro patas y comía de una bandeja dorada sobre la que había un montón de tallos y hojas de alguna hortaliza.
La cabeza giró, pero los ojos no vieron a Corum, quien seguía envuelto en su manto sidhi. Unos ojos grandes y límpidos contemplaron la nada, y las mandíbulas siguieron moviéndose lentamente masticando las hortalizas. El cuerpo estaba cubierto por prendas de piel de oveja que aún conservaban la lana. Los mechones de lana estaban sucios y llenos de repugnantes bola de mugre, espinos, tallos de hierba y pelusa, como si hubieran sido arrancados del cuerpo de una oveja que hubiera llevado una existencia salvaje en las montañas lejos de un rebaño o un pastor. El jubón, la camisa y los pantalones habían sido confeccionados con la misma lana tosca y sin cardar, e incluso había un capuchón de piel de oveja que cubría la cabeza y sólo dejaba al descubierto el rostro. El hombre tenía un aspecto entre ridículo y patético, y Corum comprendió que se hallaba ante Amergin, Gran Rey de los mabden, Archidruida de Craig Dôn, y que realmente se encontraba bajo los efectos de una ilusión mágica.
Su rostro había sido apuesto y, posiblemente, inteligente; pero en el rostro del nuevo Amergin encantado no había ni rastro de apostura o inteligencia. Los ojos que no parpadeaban siguieron fijos en la nada, y las mandíbulas continuaron masticando las hortalizas.
—¿Amergin? —murmuró Corum.
Y Amergin dejó de masticar. Abrió la boca y dejó escapar un balido atemorizado.
Después empezó a arrastrarse hacia las sombras, donde indudablemente creía poder hallar la seguridad.
Corum desenvainó su espada con expresión apenada.
Un traidor duerme, un amigo despierta
Corum hizo girar la espada en su mano y descargó sin vacilar el pomo de la empuñadura sobre la nuca de Amergin. Después alzó el cuerpo, y le sorprendió lo poco que pesaba.
Aquel hombre debía llevar bastante tiempo muriéndose lentamente de hambre debido a la dieta de hierba y hortalizas que se le había impuesto. Corum había sido informado de que había muy pocas probabilidades de poder librar a Amergin del encantamiento hasta que estuvieran a bastante distancia de Caer Llud, por lo que tendría que llevar al Archidruida hasta un lugar seguro.
Corum se las arregló para colocar los pliegues de su manto sobre el cuerpo de Amergin dejándolo tan oculto como el suyo, y después se volvió hacia un espejo para asegurarse de que tanto él como Amergin eran invisibles. Recorrió una vez más la habitación con la mirada, giró sobre sí mismo y fue hacia la puerta de bronce con la espada en la mano, aunque el arma también estaba cubierta por el manto de invisibilidad.
Hizo girar cautelosamente la llave y abrió la puerta. El ghoolegh estaba inmóvil al lado de los sabuesos. Los dos perros demoníacos seguían nerviosos y llenos de suspicacia, pero continuaban sentados sobre sus cuartos traseros. Eran tan enormes que sus cabezas casi llegaban a la altura de los hombros del ghoolegh. Los estúpidos ojos rojizos del centinela contemplaron primero la escalera y luego el vestíbulo, y Corum estuvo seguro de que había visto cerrarse la puerta, pero un instante después el centinela volvió nuevamente la mirada hacia la escalera y Corum pudo volver a poner la llave en su gancho.
Pero sus movimientos fueron demasiado apresurados y la llave chocó con la pared de piedra. Los sabuesos irguieron las orejas y gruñeron. El ghoolegh empezó a volverse en el comienzo de la escalera. Corum corrió hacia él y le hizo perder el equilibrio de una patada.
La criatura no muerta chilló y cayó dando tumbos a lo largo de los peldaños de granito.
Los perros volvieron la cabeza hacia Corum y uno de ellos le lanzó un mordisco, pero el príncipe vadhagh saltó hacia adelante y su espada hendió la yugular del sabueso tan limpiamente como había matado al bulto de la otra escalera.
Un instante después Corum sintió un fuerte golpe en su espalda y se tambaleó, dando dos saltos involuntarios escalera abajo. Tener que cargar con el peso del Gran Rey inconsciente hizo que estuviera a punto de perder el equilibrio, y apenas había logrado recobrarlo y girar hacia la escalera cuando el sabueso superviviente ya estaba saltando sobre él con sus rojas fauces al descubierto, sus relucientes colmillos amarillentos goteando saliva, el pelaje erizado y las patas delanteras extendidas, y Corum tuvo el tiempo justo para alzar su espada antes de que aquellas patas gigantescas chocaran contra su pecho y le hicieran retroceder impulsándole hacia la pared. Por el rabillo del ojo pudo ver a dos centinelas ghoolegh que acudían a la carrera para averiguar cuál era la causa de todo aquel estrépito.
Pero la punta de su espada había logrado encontrar el corazón del sabueso, y la bestia ya estaba muerta en el momento del impacto. Corum salió a rastras de debajo del enorme animal sin soltar el cuerpo inconsciente de Amergin. Después extrajo su espada de debajo del sabueso y volvió a alisar los pliegues de la capa sidhi sobre su cuerpo.
Los ghoolegh habían visto algo y vacilaron. Volvieron la mirada hacia el cadáver del sabueso y después se miraron el uno al otro como si no supieran qué hacer. Corum retrocedió lentamente y se permitió una sonrisa de alivio en cuanto vio que los ghoolegh empuñaban sus sables y empezaban a subir por el tramo de escalones. Estaba claro que creían que quien había matado al sabueso seguía en el piso de arriba.
Corum bajó corriendo el siguiente tramo de escalones, trepó sobre el cuerpo del bulto cuya muerte aún no había sido descubierta, y bajó a la carrera el resto de escalones hasta llegar al vestíbulo, donde se detuvo jadeante.
Pero Calatin y Goffanon habían oído los ruidos de lucha y ya estaban saliendo de su habitación. Calatin fue el primero en aparecer, y cuando lo hizo estaba gritando.
—¿Qué ocurre? ¿Quién nos ataca?
Sus ojos miraron a través de Corum.
Corum se dispuso a ir hacia él.
—¡Corum! —exclamó de repente Goffanon, y en su voz pastosa y algo entrecortada había más curiosidad que ira—. ¿Qué estás haciendo en Caer Llud?
Corum empezó a llevarse un dedo a los labios con la esperanza de que Goffanon aún sintiera una cierta lealtad hacia su primo vadhagh. Por lo menos la enorme hacha de Goffanon aún colgaba fláccidamente de su mano, y el herrero sidhi no parecía estarse preparando para el combate.
—¿Corum? —Calatin giró sobre sí mismo en el primer peldaño de la escalera—. ¿Dónde?
—Ahí —dijo Goffanon señalando con un dedo.
Calatin comprendió lo que ocurría muy deprisa.
—¡Es invisible! Hay que acabar con él... ¡Mátale! ¡Mátale, Goffanon!
—Muy bien.
Los dedos de Goffanon empezaron a tensarse sobre el mango de su hacha de guerra.
—¡Goffanon! ¡Traidor! —gritó Corum.
Alzó su espada, y con ello reveló su posición a Calatin, quien desenvainó la daga que colgaba de su cinturón y empezó a avanzar hacia él.
Goffanon se movía muy despacio, como si estuviera drogado. Corum decidió ocuparse primero de Calatin. Hizo girar su espada en un arco no muy bien calculado que a pesar de eso logró alcanzar la cabeza de Calatin haciendo que cayera al suelo, pero el golpe dado de plano con la hoja sólo dejó inconsciente al hechicero. Corum concentró toda su atención en Goffanon, mientras deseaba desesperadamente que le fuera posible librarse del estorbo que suponía el peso de Amergin sobre su hombro.
—¿Corum? ¿Corum? —Goffanon frunció el ceño—. ¿He de matarte?
—No lo deseo, traidor.
Goffanon empezó a bajar su hacha.
—Pero ¿qué es lo que desea Calatin?
—No desea nada. —Corum ya creía comprender algo de la extraña situación en la que se hallaba Goffanon. Amergin no era el único ocupante de la torre que se encontraba bajo los efectos de una ilusión mágica—. Desea que me protejas. Eso es lo que quiere... Desea que vengas conmigo.
—Muy bien —se limitó a decir Goffanon, y se puso al lado de Corum.
—Date prisa.
Corum se inclinó sobre el hechicero para arrancar algo del cuerpo de Calatin. Desde arriba llegaban las voces perplejas de los ghoolegh, y el ghoolegh al que Corum había empujado escalera abajo estaba empezando a reptar hacia adelante a pesar de que la caída debía haberle fracturado prácticamente todos los huesos del cuerpo. Aquellos que ya estaban muertos resultaban muy difíciles de matar.
—Los que están fuera de la torre no tardarán en comprender que aquí está ocurriendo algo raro.
Empezaron a bajar por el último tramo de escalera.