El robo de la Mona Lisa (20 page)

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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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—Ahora parece aún más pequeña —observó Julia.

—Y eso es bueno para nosotros —dijo Peruggia.

Émile arrimó a la pared el marco y los restos de la vitrina, dejándolos en un rincón oscuro del rellano. Peruggia se levantó y deslizó la tabla bajo su largo blusón blanco. Una atenta observación permitiría distinguir una forma rectangular, pero la pintura quedaría bien oculta a los ojos de un observador casual.

Peruggia hizo una seña con la cabeza a los otros y los condujo escaleras abajo. Tras una serie de vueltas y revueltas, llegaron a otra puerta.

—Esta es la que da al patio —dijo Peruggia.

Agarró el picaporte y trató de girarlo. Como preveía, estaba cerrada con llave.

Peruggia se volvió hacia Émile.

—La llave.

Émile sacó del bolsillo una brillante llave nueva de latón y la metió en la cerradura. Durante un momento le costó introducirla.

—¡Date prisa! —dijo Julia.

Probó de nuevo y esta vez entró del todo. La giró. Se movió solo una fracción antes de quedarse como bloqueada. Émile hizo más fuerza, pero, a pesar de sus intentos, la llave no giraba en la cerradura.

Peruggia y Julia estaban paralizados, mirándolo.

—Está un poco dura —dijo Émile, tratando de girarla con todas sus fuerzas. Seguía sin moverse.

—Creí que habías dicho que la probarías antes —dijo Julia.

—No dije nunca que la hubiese probado. —Émile movió la llave frenéticamente—. Quise hacerlo, pero siempre había demasiada gente alrededor.

—No me lo creo —rezongó Julia.

—Es una copia exacta. —Émile empleó toda su fuerza esta vez—. Tiene que funcionar.

Nada.

—Quizá cogieras otra llave —le dijo Émile a Julia.

—No —dijo Peruggia—, las llaves grandes que llevan los vigilantes sirven para todas las puertas exteriores.

El pánico asomó en la voz de Émile.

—Entonces, quizá hayan cambiado la cerradura.

—Tenemos que conseguir que la puerta se abra ahora mismo —dijo Julia.

Peruggia señaló el maletín que llevaba Julia.

—Pásame eso.

Abrió el maletín y sacó un gran destornillador. Empujó a Émile a un lado, se puso de rodillas y empezó a desatornillar la placa del picaporte.

—Os lo aseguro —dijo Émile—, tiene que pasarle algo a la cerradura. La llave tenía que haber funcionado.

—Escuchad —murmuró Julia, poniendo una mano en el hombro de Peruggia—. ¿Oís eso?

Se quedaron paralizados. La mirada de Julia se dirigió de Émile a Peruggia mientras el miedo se apoderaba de su corazón.

Un repiqueteo de pisadas llegaba desde la escalera. Alguien se acercaba.

Capítulo 25

É
MILE murmuró, frenético:

—¡Rápido!

Peruggia continuó trabajando con el destornillador.

—Casi lo tengo —dijo.

Las pisadas se oían cada vez más fuertes.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Julia, con la voz entrecortada por la desesperación.


Santa Maria
! —exclamó Peruggia mientras el picaporte quedaba suelto y caía al suelo en un repiqueteo. En ese mismo momento, un hombre daba la vuelta a la esquina, llegaba al rellano y se paraba en seco.

Tendría sesenta y tantos años, el pelo ralo de color gris y un gran mostacho blanco en forma de U. Asimilando la escena a través de unos ojos legañosos y saltones, parecía un retrato de Rembrandt que hubiera cobrado vida. Su blusón manchado y la gran llave inglesa de fontanero que llevaba en una mano revelaban su profesión.

Nadie se movió ni habló. El fontanero bajó la vista hacia el mecanismo de la cerradura allí tirado y suspiró.

—Creíais que ya habrían arreglado esta puerta —dijo con resignado cansancio—. ¿Tenéis unos alicates?

Intercambiando miradas con los otros, Peruggia sacó unos alicates de su maletín y se los ofreció. El fontanero dejó en el suelo su llave inglesa, cogió los alicates y los cerró sobre el mecanismo. Con la otra mano, sacó una llave de un bolsillo de su blusón y la introdujo en la cerradura. Movió los alicates y la llave hasta que oyó un claro y satisfactorio clic. Después empujó la puerta entreabierta, dejando que entrara un rayo de luz exterior.

—Mejor dejarla abierta —dijo el viejo fontanero mientras le devolvía los alicates a Peruggia— por si acaso alguien más tiene que pasar por aquí.

Y con un cansado movimiento de cabeza, se guardó la llave en el bolsillo, recogió su llave inglesa y continuó escaleras arriba.

Los tres miraron cómo desaparecía a la vuelta de la esquina antes de mirarse unos a otros.

—Bueno —dijo Julia, saliendo por la puerta por delante de los dos hombres—, seguidme.

—Eso ha sido un golpe de suerte —dijo Émile siguiéndola.

Peruggia se limitó a gruñir en señal de acuerdo mientras seguía a Émile a un pequeño patio abierto, rodeado por unos arbustos espesos y grandes. Al fondo del patio, un largo corredor abovedado llevaba a la calle. A través de esta pequeña arquería, podían ver el muelle del Louvre y el puente del Carrusel cruzando el Sena.

—Este patio no tiene acceso a las zonas principales del museo, por lo que no está vigilado —dijo Peruggia.

—¿Sí? —dijo Julia—. Entonces, ¿quién es aquel?

Julia señaló con la cabeza en dirección al corredor. Peruggia y Émile se volvieron a tiempo de ver a un vigilante uniformado que salía de una pequeña garita acristalada colocada en el muro, hacia la mitad de la arquería. Ellos retrocedieron hasta quedar detrás de los arbustos mientras el vigilante estiraba los brazos y los hombros antes de desaparecer en el interior.

—Nunca podremos pasar —dijo Émile.

—Esto es nuevo —añadió Peruggia— y es una mala suerte para nosotros.

—Entonces, es el momento de empezar a crear nuestra propia suerte —dijo Julia.

Se quitó la gorra, se subió el blusón de trabajador, sacándoselo por la cabeza, y dejó el pantalón basto. Le entregó la ropa a Émile, se estiró la falda y se soltó el pelo.

—Dame mi chaqueta y mi sombrero.

Peruggia extrajo los artículos del maletín y ella se los puso, ajustándoselos lo mejor que pudo.

—Dadme cinco minutos —dijo ella.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Émile.

—No me quites los ojos de encima y lo descubrirás al mismo tiempo que lo hago.

Julia fue bordeando la pared hasta el corredor abovedado y lentamente fue asomando la cabeza por la esquina para ver la garita del vigilante y la calle tras ella. Él estaba dentro, apoyado en un escritorio elevado, dándole la espalda a ella. Volviéndose brevemente para mirar a Peruggia y a Émile, inspiró profundamente. Después, con mucho cuidado, salió de su escondite de cara al patio y de espaldas al corredor y la calle. Mirando por encima del hombro, con los ojos fijos en la garita, empezó a caminar lentamente de puntillas hacia atrás.

Émile y Peruggia intercambiaron unas miradas desconcertadas.

—¿Qué está haciendo? —murmuró Émile.

Peruggia se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

Con unos pasos medidos, Julia fue dándose la vuelta, forzando el cuello para tener siempre a la vista el cogote del vigilante. Bastaría con que permaneciera así un poco más. Solo unos pasos más para salir.

El hombre cambió de postura. Julia se detuvo, conteniendo la respiración, pero no se volvió. Esperó unos segundos antes de continuar andando hacia atrás. Tras dar unos cinco o seis pasos más, estaba casi al nivel de la garita cuando pisó un canto rodado más bien grande, provocando un ruido sobre los adoquines que tenía bajo los pies. Una fracción de segundo antes de que el vigilante se volviera, ella giró la cabeza para mirar hacia delante y en dirección inversa, de manera que ahora caminaba normalmente desde la calle hacia el patio.


Mademoiselle
—dijo el vigilante, sorprendido—, no la he visto llegar. No puede entrar por aquí.

—¡Oh! —dijo Julia, con unos ojos abiertos de par en par que destilaban inocencia—. ¿No es esta la entrada al museo?

—No, desde luego que no —replicó el vigilante, saliendo de su garita—, y, además, hoy el museo está cerrado.

El vigilante tendría unos cuarenta años y lucía un recortado bigote del ancho de un lápiz. Su ajustado uniforme, brillante por el uso, probablemente le hubiese quedado perfectamente diez años antes.

—¡Oh, tenía tantas esperanzas de ver todos esos hermosos cuadros…! —susurró ella.

—Lo siento,
mademoiselle
—dijo el vigilante—, pero tiene que volver mañana y utilizar una de las entradas principales.

—¡Oh!, pero estoy aquí ahora —dijo ella, haciendo un mohín—. ¿No podría saltarse un poquito las normas… solo por mí?

—Es… no es posible —dijo el hombre, descomponiendo un poco su fachada oficial—. El museo está cerrado.

—¡Qué lástima! —dijo ella, con un aire de resignación—. Y, encima, creo que me he perdido.

—Está usted en el museo del Louvre,
mademoiselle
, como debe de saber.

El hombre se estiró la guerrera, en un vano intento de presentar un aspecto de mayor autoridad.

—Claro. Pero después del museo, tenía que visitar a una amiga en la
rue
de Chartres y no tengo ni idea de dónde está.

De repente, el rostro del vigilante se iluminó.

—¡Ah!, en eso sí puedo ayudarla. Tengo un plano.

—¡Un plano! —repitió Julia, como una niña entusiasmada—. ¡Qué suerte que estuviera usted aquí! ¡Y con un plano, nada menos!

—Por supuesto —dijo él, radiante—. Aquí está; yo le indicaré.

La garita era pequeña; difícilmente cabían en ella dos personas. El vigilante entró primero. Mientras Julia daba unos pasos tras él, miró hacia el patio. Peruggia la estaba observando, con la cabeza ligeramente asomada tras un arbusto. Con un pequeño gesto con la mano, ella le hizo una seña.

—Veamos, la
rue
de Chartres —dijo el vigilante, desplegando un plano en la estrecha balda que le servía de escritorio—. Tengo que admitir que no estoy muy familiarizado con él.

—¡Oh, es muy pequeña! —dijo Julia—. Quizá ni siquiera figure en su plano.

—No —dijo él con gran confianza—, si está en París, estará en el mapa.

Mientras el vigilante miraba el plano desplegado entornando los ojos, Julia echó una mirada furtiva tras ella. Peruggia y Émile pasaban lenta y silenciosamente de puntillas bajo la arquería hacia la calle. Con cuidado, ella cambió ligeramente de postura para evitar que el vigilante pudiera verlos mientras pasaban frente a la garita.

—Es usted muy amable,
monsieur
—dijo Julia con una voz cantarina.


De rien, mademoiselle
. A ver si puedo encontrar su calle…

Julia volvió a mirar hacia atrás. Peruggia y Émile estaban casi al nivel de la puerta de la garita, pero en cuestión de segundos estarían en una posición en la que sería casi imposible que el vigilante no los viera.

Julia echó un vistazo alrededor del diminuto reducto. Lanzó el brazo frente a la cara girada del vigilante y señaló la pared trasera.

—¿Qué es eso?

—¿Eh? —dijo el vigilante, quedando bloqueada su visión del corredor por el brazo estirado de Julia.

—Eso. En la pared.

El vigilante se volvió para mirar. El dedo de Julia señalaba una hoja de papel pegada con una chincheta en un soporte vertical de madera. Garrapateada en ella había una lista de nombres y horas.

—¿Qué? ¡Ah!, es nuestro cuadrante,
mademoiselle
, con los nombres de todos los vigilantes y sus horas de servicio.

—¿Dónde está usted? —preguntó Julia, como si fuese lo más fascinante del mundo.

—Ese soy yo —dijo el vigilante, señalándolo, orgulloso—. Alfred Bellew. Desde las siete de la mañana hasta las doce.

—¡Qué emocionante! —exclamó Julia, echando un vistazo hacia atrás a tiempo de ver que Émile y Peruggia salían a la calle.

—Sí —dijo el vigilante, un poco inseguro acerca de cómo reaccionar—. Pero el plano… todavía tenemos que encontrar su calle.

Julia miró de reojo el mapa y escogió al azar el nombre de una calle cercana al museo.

—¡Oh, qué tonta soy! —dijo—. Es la
rue
Bonaparte, no la
rue
de Chartres.

—Pero eso está aquí al lado. —El vigilante indicó un punto en el plano—. Cruce el puente del Carrusel y gire a la izquierda. La calle es la segunda a su derecha. No tiene pérdida.

—No sé cómo agradecérselo,
monsieur
—ronroneó Julia mientras salía de la garita y se encaminaba hacia la calle—. Ha sido usted muy, muy amable y, permítame decírselo, es usted muy guapo también.

Esto produjo el efecto deseado de ruborizar aún más al hombre.

—Bueno, puede decirlo, por supuesto, pero la amable es usted y verdaderamente encantadora, si me permite el atrevimiento.

—Me parece que está tratando de cautivarme,
monsieur
—dijo Julia con una sonrisa coqueta y un gesto de desaprobación con el dedo—. Y, si es así, lo está consiguiendo.

Ya entonces había llegado hasta la calle con el vigilante siguiéndola como un perrito faldero.

—Quizá, cuando vuelva mañana para ver los cuadros —añadió ella—, pueda acercarme y hacerle una visita.

—Estaría encantado,
mademoiselle
—dijo él—. Es más, venga por esta puerta y la dejaré pasar al museo sin que tenga que pagar.

Ella comenzó a andar por la calle y se volvió para mirarlo.

—No querría causarle ningún problema.

—La esperaré —respondió él.

Con un movimiento final de la mano, ella le mandó un beso. El hombre se quedó mirándola un momento mientras ella cruzaba la calle hacia el puente del Carrusel. Después, dejó escapar un profundo suspiro antes de volver a regañadientes a su puesto.

Caminando con brío por el puente, Julia examinó la multitud que paseaba por el muelle Voltaire, pero no había rastro de Émile y Peruggia. Sin duda, Peruggia se había apresurado a seguir adelante para encontrarse con
madame
Charneau, que los estaba esperando en el automóvil de Valfierno en la
rue
de los Saints-Pères. Émile iría con él, a sabiendas de que era imprescindible no perderlo de vista ahora que tenía la pintura.

Al llegar a la margen izquierda, pasó por delante de un artista callejero que voceaba una serie de copias de pinturas de factura un tanto grosera.

—¡Oferta especial! —decía el hombre, sosteniendo una patética copia de
La Joconde
—. ¡Quince francos solamente para la dama!

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