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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

El robo de la Mona Lisa (18 page)

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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Diego había protestado al principio diciendo que sería imposible crear siete copias, incluyendo la que acabaría en las manos de Peruggia, en el tiempo que le permitían. En consecuencia, se había llegado a un compromiso. Las copias serían de diversa calidad y llegarían desde París en ese orden, empezando por la de menor. Valfierno sabía quiénes eran sus clientes y sería bastante fácil hacer concordar la calidad de la copia con la perspicacia de su comprador. De hecho, la primera copia que había recibido, aunque era una excelente reproducción, iba destinada a un determinado capitán de la industria que estaba más o menos ciego.

La copia que tenía en sus manos era, en realidad, la penúltima versión; la final iba a quedarse en París y tenía que ser de suficiente calidad para engañar a Peruggia, que, con un poco de suerte, pronto iba a tener un contacto muy próximo, aunque breve, con el original.

Valfierno volvió a envolver cuidadosamente la tabla en el paño y la llevó a un gran armario fuera de la sala de estar. La puso con las otras cinco, cubiertas del mismo modo, apoyada en la pared del fondo. Tocó cada una de ellas por turno, empezando por la más próxima a la pared, la primera copia que había recibido. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. El juego estaba completo.

Al volver a la habitación, cogió su ejemplar del libro que había escrito Apollinaire:
L’enchanteur pourrissant
—«El encantador en putrefacción»—. Era una extraña alquimia de relato moderno y verso clásico que narra la obsesión de Merlín con la Dama del Lago. Este enamoramiento acaba en su entierro en una cueva, una suerte en la que, extrañamente, no parece haber pensado en absoluto. Un poco esotérico para el gusto de Valfierno.

Valfierno dejó el libro y se acercó a la ventana. Ante él se extendía el horizonte de Manhattan, mientras el sol poniente se reflejaba en las ventanas del empaquetado bosque de edificios. Una imagen de Ellen Hart se formó en su mente, pero se obligó a abandonarla dirigiendo sus pensamientos a sus cohortes de París.


Bonne chance, mes amis
—dijo en voz alta—.
Bonne chance
.

Ahora, solo podía esperar.

TERCERA PARTE

No somos ladrones,

sino hombres acuciados por la necesidad.

SHAKESPEARE,
Timón de Atenas
.

Capítulo 22

PARÍS

V
incenzo Peruggia estaba sentado, completamente vestido, en la estrecha cama de su habitación del primer piso de la casa de huéspedes de
madame
Charneau. Se había levantado y vestido algún tiempo después de medianoche; su inquieta mente y la noche inusualmente cálida le habían impedido pegar ojo. Cuando las primeras luces del alba pintaron la habitación en tonos sepias, pensó en todo lo que tenía que hacer en el curso de los días siguientes. Si las cosas iban según el plan, mañana por la noche tendría en su poder una de las pinturas más veneradas del mundo. Habría dado el primer paso para realizar su sueño de restaurar la dignidad de su país de origen.

Llevaba viviendo en la casa de huéspedes casi seis meses, como su compañero, Brique, que estaba alojado en una habitación al otro lado del vestíbulo. Se había decidido desde el principio que no sería prudente decirle nada al torpe francés, aparte del día y la hora en que sería necesario que ayudase en una tarea que le haría ganar dinero suficiente para vivir cómodamente durante muchos años.

Con la excepción de Brique, todos conocían el papel de cada uno de los otros en el plan, pero había una parte vital que solo conocía Peruggia que, para él, era la más importante de todas. Comprendía que, a veces, la gente lo tomara por loco. Valfierno le había asegurado que, al final, la pintura sería suya para devolverla a su lugar propio. Pero Peruggia sabía que solo a él le tocaba garantizar que eso ocurriese.

No había ninguna urgencia especial aquella mañana. No tenía que llegar al museo hasta la tarde, alrededor de una hora antes de la de cierre. Pero Peruggia estaba cada vez más impaciente sentado en la cama, con la mente acelerada, y no podía esperar más. Miró su reloj: las siete y cuarenta y cinco. Decidió que ya era hora de despertar a su compañero y ponerlo al día del plan para las dos jornadas siguientes.

Peruggia llamó a la puerta de Brique. No hubo respuesta. En sí, esto no era raro. A menudo, Brique regresaba tarde por la noche, casi demasiado bebido para tenerse en pie. Se pasaba gran parte del día siguiente durmiendo la mona, roncando con suficiente fuerza para poner de los nervios al resto de los ocupantes de la casa. Pero, en esta ocasión, la estancia estaba en silencio. Peruggia llamó de nuevo, más fuerte. Tampoco hubo respuesta. Empujó la puerta y la abrió. La habitación estaba vacía. La cama estaba hecha.

Peruggia despertó a Julia y a
madame
Charneau, que se apresuró a acercarse a la cercana
boulangerie
[51]
para comprar pan recién hecho, deteniéndose en el hotel de Fleurie para llamar por teléfono a Émile desde el vestíbulo del mismo.

En media hora, estaban todos reunidos en la cocina.
Madame
Charneau estaba de pie, haciendo café en una cafetera de émbolo. Émile estaba sentado a una larga mesa de madera frente a Julia. Peruggia paseaba nervioso por la estancia.

—Debe de haber sido él a quien oí la noche pasada —dijo
madame
Charneau mientras cortaba en rebanadas una
baguette
en una tabla de madera—. Era casi medianoche cuando salió, pero no lo oí regresar.

Peruggia pensó en el ruido que lo despertó en medio de la noche. No le hizo caso porque le pareció el sonido de Brique al volver y cerrar su puerta de un portazo. Pero debía de estar saliendo.

—Se suponía que nadie tenía que salir anoche —le dijo Émile a Peruggia—. Y se suponía que te encargarías de vigilarlo.

—A veces, un hombre se siente solo —dijo Peruggia.

—Parece que tu amigo se sentía muy solo —añadió Julia, sin darle mayor importancia.

—¿Dónde puede estar? —preguntó Émile, cuya agitación le daba a su voz un tono cortante.

—Probablemente esté inconsciente en algún callejón, firmemente agarrado a una botella vacía de absenta —dijo
madame
Charneau—, o tumbado en estado de sopor en alguna casa de putas. Es bueno que no sepa nada de los detalles del plan.

—Excepto que tenía que ser hoy —añadió Julia, mordaz.

—Esto puede dar al traste con todo —dijo Émile.

Peruggia se detuvo y se volvió hacia Émile.

—Todavía tiene tiempo.

—¿Pero en qué estado? —preguntó Émile—. Tendremos que dejarlo fuera.

—No podemos hacer eso —dijo Julia.

—Ella tiene razón —coincidió Peruggia—. Ha llegado el momento.

—Pero no podemos hacerlo sin tres personas en el interior —insistió Émile.

—Tenemos a tres personas —dijo Julia.

—No, si Brique no vuelve a tiempo —dijo Émile, cada vez más exasperado— o si no está en condiciones de…

—No importa —insistió Julia—. Está usted,
signore
Peruggia —continuó e hizo una pausa antes de añadir—: y estoy yo.

El puño de Émile se estrelló sobre la mesa.

—¡No seas ridícula!

Julia levantó las palmas de las manos para recalcar su razonamiento.

—¿Qué diferencia hay? Tres son tres.

—¡Tres hombres! —dijo Émile, exasperado—. ¡Tres hombres capaces!

—¡Oh!, tu tercer hombre era realmente capaz, naturalmente. —Julia levantó los ojos al cielo.

—Os lo aseguro —dijo Émile, dirigiéndose a los demás—, el plan tiene un grave problema si Brique no aparece.

Peruggia había estado observando la conversación con sombría concentración.

—Ella tiene razón —dijo con voz tranquila y regular—. Si no regresa en una hora, ella tendrá que ocupar su lugar.

—¿Estás loco? —estalló Émile—. Se supone que somos personal de mantenimiento, ¡todos
hombres
!

—Ella podría ir como una mujer de la limpieza —sugirió
madame
Charneau.

—Eso no serviría —dijo Peruggia, pensativo—. Las mujeres de la limpieza nunca trabajan con los hombres. Y no se les permite que manipulen las pinturas.

—Ya lo veis —dijo Émile.

—Esto es una pérdida de tiempo colosal —dijo Julia, levantándose del asiento—. Dame una de esas gorras.

Émile dejó escapar un irritado gruñido mientras Peruggia agarraba una de las tres gorras de trabajador que estaban encima de la mesa. Julia cogió la gorra, se dio la vuelta y se la puso en la cabeza, recogiéndose el pelo dentro de la gorra. Se paró y se volvió hacia los otros.

—¡Venga, holgazanes hijos de puta, ya es hora de que levantéis vuestros culos gordos! —bramó, con voz ronca y profunda—. ¡Tenemos un trabajo que hacer!

Émile se puso en pie de un salto y dejó caer las manos, consternado.

—Esto es absurdo —les dijo a los demás.

Pero
madame
Charneau asintió con la cabeza, en señal de aprobación, y Peruggia, dirigiendo una fría mirada evaluadora a Julia, anunció finalmente:

—Ella lo hará.

Capítulo 23

T
RAS caminar al norte, hacia el río, y atravesar el puente de las Artes, pagaron sus entradas en la
cour carrée
y entraron en el Louvre. Habían esperado a Brique hasta media tarde, pero no había ni rastro de él. Sin otra opción, Émile aceptó a regañadientes que Julia los acompañase al interior.

Su atuendo era respetablemente burgués y se mezclaron con facilidad con la multitud de turistas de visita el domingo por la tarde. Julia llevaba un vestido largo y una blusa blanca e iba tocada con un sombrero modesto pero elegante. Peruggia llevaba un maletín que, examinado con cierto detenimiento, parecería inusualmente grande para un visitante típico de un museo.

Cuando Peruggia no podía oírla, Julia le susurró al oído a Émile una pregunta:

—Tuviste ocasión de probar la llave, ¿no?

—Ni siquiera se supone que estés aquí —replicó él, despreciativo—. No te importa.

—Pero estoy aquí —le espetó ella— y, si esa llave no funciona, ninguno de nosotros podrá salir.

—Limítate a hacer tu trabajo y todo irá bien —dijo Émile antes de apartarse de ella y acercarse a Peruggia.

En ese momento, Peruggia vio al director del museo,
monsieur
Montand, acompañando con deferencia a una anciana pareja de aire arrogante al pie de la escalinata principal del ala Denon. Todos habían contado desde el principio con la posibilidad de encontrarse con Montand, pero habían decidido —habida cuenta de la enorme magnitud del Louvre— que era un riesgo que podían asumir.

Por desgracia, era imposible que supiesen que, los domingos, el director procuraba alternar con las personas de la alta sociedad que solían visitar el museo después de ir a misa por la mañana.

Peruggia bajó la visera de la gorra y condujo a Émile y a Julia hasta más allá de donde estaba el director y subieron juntos la amplia escalinata que llevaba hacia la decapitada
Victoria alada de Samotracia
. Al llegar hasta la imponente estatua, giraron a la derecha para entrar en una estrecha galería iluminada por ventanas abiertas sobre la Cour du Sphinx, un gran patio interior. Al pasar por una exposición de fotografías egipcias en la pequeña sala Duchâtel, Peruggia movió la cabeza para dirigir brevemente su atención a un par de grandes puertas de almacén situadas en la pared.

Llegaron al salón Carré, muy bien iluminado por las claraboyas del abovedado techo rococó. La multitud de personas que trataban de acceder a una buena posición frente a
La Joconde
—segura en su vitrina— era grande incluso para un domingo. Los hombres se tiraban de los cuellos de sus camisas en la caldeada estancia mientras que las mujeres se refrescaban con abanicos de encaje. Repetida en gran número de idiomas, se oía alguna variante de la misma expresión:

—No me imaginaba que fuese tan pequeña.

Los tres se situaron detrás de la muchedumbre.

—En esta multitud podría hacerme con una fortuna —le susurró Julia a Émile.

Él le dirigió una mirada amenazadora.

—Por esto, precisamente, no permiten que se pinten copias los domingos —dijo Peruggia, mirando por encima de los hombros de la multitud—. No hay sitio para que se siente ningún artista.

—Al menos, es fácil mezclarse —comentó Julia.

El italiano miró su reloj.

—Es casi la hora de cerrar —dijo, e hizo una seña a los otros para que lo siguiesen.

Peruggia los condujo por donde habían venido, pero, en vez de girar hacia la sala Duchâtel, continuaron hasta la enorme Galería de Apolo. Aquí, bajo el recargado techo abovedado adornado con una serie de tablas que homenajeaban a Luis XIV, el Rey Sol, esperaron a que hubiese salido el último visitante. Cuando dejaron de oírse los sonidos de las pisadas, Peruggia hizo una seña con la cabeza a los otros y volvieron sobre sus pasos a la sala Duchâtel.

—Aquí es. —Peruggia señaló la doble puerta de almacén que les habían indicado antes. En la planta baja, los timbres anunciaban la hora de cierre.

Peruggia tiró de una de las puertas del almacén para abrirla. La mantuvo abierta y echó un vistazo a la galería mientras Émile y Julia se deslizaban al interior. Tras asegurarse de que nadie los hubiese visto, Peruggia los siguió, cerrando la puerta tras él.

El interior del almacén estaba negro como boca del lobo.

—Esperemos que ese cacharro tuyo funcione —dijo Julia a media voz.

—Funcionará —dijo Émile, sacando de su bolsillo un cilindro de metal—. Al menos, espero que lo haga.

Émile deslizó hacia delante una corredera que estaba sobre el cilindro. Instantáneamente, un rayo de luz se desprendió de su linterna eléctrica de mano.

—¿Lo ves? Funciona.

—¿Pero seguirá funcionando? —preguntó Julia.

—Claro que sí —replicó Émile, algo irritado—, es norteamericana. En esta clase de cosas son muy buenos.

—Yo he traído velas, por si acaso —añadió Peruggia.

El museo permitía a los estudiantes y copistas que guardasen sus trebejos en el almacén, que era del tamaño de un pequeño dormitorio. Cajas, caballetes, pinturas y lienzos ocupaban la mayor parte del espacio.

—¿Dónde vamos a dormir? —preguntó Julia mientras Peruggia y Émile se tiraban al suelo.

—Donde puedas —respondió Peruggia.

—Tú eres la que quería venir —le recordó Émile.

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