Al llegar a París, Carnot llevó en un taxi automóvil a Peruggia, por unas calles empapadas de lluvia, a la Île de la Cité y lo introdujo por una entrada lateral en la prefectura de policía. Inmediatamente buscó al joven agente, Brousard, que le había llevado la información relativa a Peruggia, y le asignó el papel de vigilante del detenido.
—Póngalo en una celda cómoda —le dijo Carnot—. Asegúrese de que tenga todo lo que necesite.
—¿Qué hacemos con respecto al comisario? —preguntó Brousard—. ¿No hay que informarle?
—Todavía no. Si lo hacemos bien, en unos días tendremos a toda la banda. Y eso será un triunfo enorme para los dos.
—Entiendo, inspector —dijo Brousard, radiante. Después añadió rápidamente—: Hay algo más. Hay dos caballeros estadounidenses esperando en su despacho. Han estado aquí todo el día.
—¿Estadounidenses? ¿Quiénes son?
—No lo sé,
monsieur
.
—Entonces, ¿por qué los ha llevado a mi despacho?
—Insistieron. Parece que uno de ellos cree que es muy importante.
—Muy bien. —Carnot se preguntaba qué querrían estos hombres. No importaba. Se desharía de ellos y volvería sobre el asunto que le ocupaba.
Despidió a Brousard y bajó a su despacho del sótano. Al entrar, vio a un hombre alto y muy corpulento, con la cabeza afeitada, de pie al lado de la ventana. Un hombre mayor que el primero, bien vestido, estaba sentado, fumando un cigarro, en la silla que estaba tras el escritorio de Carnot.
—¿Es usted Carnot? —preguntó el hombre de la silla.
—Soy el inspector Carnot —respondió, irritado—. ¿Y quién es usted?
—Supongo que podría ser cualquiera, pero, en realidad, soy Joshua Hart. Quizá haya oído hablar de la Eastern Atlantic Rail and Coal.
Carnot no dijo nada. ¿Quién no había oído hablar de la Eastern Atlantic, uno de los mayores imperios empresariales del mundo? Y el nombre, Joshua Hart, sí, lo había oído antes. El inspector cerró la puerta tras él. Había algo en estos hombres que le ponía nervioso.
—Sí, creo que sí —dijo, tratando de parecer despreocupado mientras se quitaba el sombrero y el abrigo y los colgaba en un perchero.
—Este es mi socio,
mister
Taggart.
Taggart asintió, con una expresión impenetrable en el rostro. Hart se levantó y se adelantó al lado del escritorio, indicando que renunciaba a la silla con un gesto de la mano hacia ella.
Carnot se sentó.
—¿Y qué puedo hacer por ustedes, caballeros? —preguntó, esperando dar una sensación de autoridad—. Soy un hombre muy ocupado.
—Creo —empezó a decir Hart— que se trata, más bien, de lo que podemos hacer por usted.
—Ciertamente, no le entiendo. Y, como les he dicho, estoy muy ocupado.
Para enfatizar lo que decía, Carnot cogió algunos papeles de su mesa y empezó a hojearlos.
—Tengo información relativa al robo de la
Mona Lisa
—dijo Hart.
Carnot dejó los papeles y pasó la vista de un hombre a otro.
—
¿La Joconde
?
—Como quiera usted llamarla, sí.
Carnot bajó la vista a sus papeles, fingiendo indiferencia.
—¿Y por qué han acudido a mí?
—Hemos hecho algunas averiguaciones y descubrimos que quizá tuviese algún interés personal por la cuestión.
Carnot levantó la vista bruscamente.
—¿Sí? Entonces, en ese caso, caballeros, han perdido el tiempo. Mi interés es puramente profesional y, además, tengo toda la información que necesito. En realidad, solo es cuestión de tiempo antes de que detenga a los culpables.
—Estoy impresionado —concedió Hart—. Entonces, quizá deberíamos unir nuestras fuerzas.
—
Monsieur
—dijo Carnot con tanta indignación como pudo mostrar—, soy inspector de policía. No tengo intención de unir fuerzas con nadie.
Hart cruzó una mirada con Taggart. Carnot creyó ver el tenue brillo de una sonrisa que atravesaba el rostro del hombre más grande.
—Ya veo —dijo Hart, tirando la ceniza del cigarro en un pequeño cenicero de lata que había sobre la mesa.
Carnot se levantó. Esto había llegado demasiado lejos.
—Me temo que no tengo más tiempo para esto —dijo—. Debo pedirles que se vayan.
—Permítame preguntarle algo, inspector —dijo Hart en un tono informal—. Siento curiosidad.
La estancia quedó un momento en silencio. Después, Hart se inclinó sobre el escritorio y fijó en Carnot una dura mirada. Sus ojos eran tan penetrantes que, involuntariamente, Carnot se echó atrás.
—¿Cuánto gana un inspector de policía?
A su pesar, Carnot pudo sentir cómo su corazón se aceleraba de repente.
—A juzgar por este despacho —continuó Hart—, me imagino que no será mucho.
—No es de su incumbencia,
monsieur
.
—Pero me gustaría hacer que lo fuese.
—¿Está tratando de sobornar a un agente de la ley?
—Eso dependerá… —dijo Hart, aplastando su cigarro en el cenicero de lata— del agente.
A
medida que iba pasando la tarde y empezaba a anochecer el día de la esperada visita de Ellen, la impaciencia de Valfierno fue transformándose poco a poco en una extraña mezcla de irritación y decepción. Desde que llegó a París, no se había dirigido a ella de ninguna manera. Por el contrario, había hecho todo lo posible para evitarla, con el fin de no transmitirle una idea equivocada. Cada vez que trataba de ordenar sus sentimientos por ella, acababa en un callejón sin salida. Y así se había convencido a sí mismo de que solo cuando todo este asunto concluyera —cuando
La Joconde
hubiera vuelto al Louvre, cuando supiera de la suerte corrida por Peruggia, cuando hubiera pasado suficiente tiempo— podría resolver su dilema emocional.
Tendría que haberle aliviado que ella no hubiera acudido al encuentro solicitado, pero la decepción inicial que sintió era tan profunda que acabó enfadándose consigo mismo por dejar que esos sentimientos lo invadiesen sin control.
Cuando Émile regresó aquella tarde y preguntó sin mayor interés por la visita de Ellen, Valfierno le informó secamente de que ella no había aparecido.
La situación no hizo más que empeorar cuando Valfierno, que se enorgullecía de su capacidad de dormir profundamente aun en medio de las peores crisis, no pudo hallar descanso durante la noche. El constante azote de la lluvia sobre las ventanas tampoco contribuyó y él no logró dormirse hasta que la luz blanca grisácea de la mañana comenzó a penetrar por las ventanas. Se despertó al final de la mañana solo para comprobar que las pocas horas de descanso no habían servido para aliviar la confusión del día anterior.
A mediodía, sin dar la más mínima explicación a Émile, Valfierno se acercó andando al garaje, subió a su automóvil y se dirigió al oeste, siguiendo el río. No prestó atención a los mirones congregados en el Pont-Neuf para observar el espectáculo del constante ascenso del nivel del agua; en esta época del año, solía subir, y este había sido un invierno especialmente húmedo. Cruzó a la margen izquierda y continuó por la
rue
Dauphine.
Al poco rato, entraba en la
cour
de Rohan. Detuvo el coche al lado de un murete y corrió bajo la lluvia hasta la puerta principal de la casa de
madame
Charneau, utilizando la aldaba de bronce en forma de cabeza de gato para anunciar su presencia. La puerta se abrió casi inmediatamente.
—¡Marqués! —exclamó
madame
Charneau, asombrada—. Entre. Entre. Va a coger lo que no tiene.
—He venido a ver a la
mistress
Hart —dijo Valfierno, entrando en el vestíbulo.
—
¿Mistress
Hart? —dijo
madame
Charneau, sorprendida—. ¿Pero no lo sabe?
—¿Saber qué?
—Bueno, creí que ella lo había visitado ayer para despedirse.
—¿Despedirse? ¿Dónde está?
—Se fue. Hace solo unas horas. Hizo sus maletas y tomó un taxi automóvil a la estación de Orsay.
—¿Adónde iba?
—A Viena, creo que dijo. Fue todo muy de repente.
—¿Le dijo ella por qué?
—No. Estuvo hablando un rato con
mademoiselle
Julia, pero…
—¿Julia está aquí?
—Sí, quería ir con
madame
Hart a la estación, pero…
—¿Dónde está?
—Arriba, en su cuarto.
Valfierno dejó atrás a
madame
Charneau y subió a toda velocidad la escalera al primer piso.
—Julia —dijo, llamando a la puerta—. Julia, abra la puerta, por favor.
—¡Váyase! —Llegó desde el interior la voz de Julia.
—¿Qué le dijo
mistress
Hart?
—¡Le he dicho que se vaya!
—Por favor, Julia.
—¿Cómo ha podido? Váyase, ahora mismo.
Frustrado, Valfierno golpeó con el puño la puerta antes de salir corriendo escaleras abajo hasta
madame
Charneau.
—Ella no me dijo nada —comenzó—, solo me agradeció…
—¿Qué tren va a coger?
—No lo sé. Como le digo, todo ocurrió muy rápido. Ella anunció que se marchaba…
Pero Valfierno ya había salido y corría hacia su automóvil.
—¡Marqués! —dijo
madame
Charneau mientras Valfierno ya se alejaba—. ¡Creí que lo sabía!
Valfierno se dio cuenta de su error demasiado tarde. Se dirigía por la
rue
Mazarine hacia el río cuando se encontró bloqueado el paso. Un agente de policía le dijo que se había producido un ligero desbordamiento más abajo. Dio la vuelta y se encaminó a la
rue
de Lille, encontrándose con retenciones provocadas por la masa de tráfico desviada de las rutas cercanas al río. Finalmente, llegó a la fachada de la estación de Orsay y salió corriendo hacia la entrada principal.
La tenue luz que penetraba a través de la enorme claraboya daba a la amplia estación un inquietante ambiente claustrofóbico. Valfierno se acercó a grandes zancadas al tablón de anuncio de llegadas y salidas. Estirando el cuello, lo inspeccionó hasta que lo encontró: salidas, Viena, a la una y media. Se volvió para mirar el reloj que estaba sobre la entrada principal. Marcaba la una y dieciséis.
Corrió hacia la barandilla desde la que se veían los andenes dobles de la planta inferior. Solo había un tren, de cuya locomotora se desprendían nubes de humo blanco mientras aumentaba la presión de vapor. Empujando, llegó a la escalera y bajó a toda velocidad.
En el andén, se abrió paso a través de la masa de viajeros y acompañantes que iban a despedirlos y de mozos que cargaban los equipajes en los coches. Llegó al final del andén, donde solo había un pequeño grupo de personas. No había ni rastro de Ellen.
—Edward.
Al sonido de la voz, se dio la vuelta.
Ellen Hart estaba en medio de la muchedumbre, entre empujones. Llevaba un vestido blanco con una chaqueta de viaje marrón; había echado ligeramente hacia atrás su ancho sombrero, dejando ver una mirada cautelosa en su rostro.
Valfierno se acercó a ella. Estuvieron un momento, frente a frente, mientras un torbellino de gente los rodeaba antes de mezclarse en una masa indiferenciada.
—Ellen, ¿qué estás haciendo?
—Me voy, Edward. Siento no haberme despedido, pero…
Ella dejó la palabra en el aire.
—Pero, ¿por qué te vas?
—Tengo un primo en Viena. Se llama Jonathan. En realidad, es un primo tercero o cuarto. Pasamos mucho tiempo juntos cuando mi padre vivía.
—Pero, ¿por qué te vas tan de repente?
—Este no es mi sitio, Edward. A veces, no estoy muy segura de que haya algún sitio para mí.
Valfierno vaciló.
Ellen continuó:
—Mi primo y yo nos hemos escrito varias veces durante las pasadas semanas. Tengo razones para creer que me recibirá con gusto, que puede ayudarme. Y quizá más.
A su alrededor, los viajeros subían a los coches y sus seres queridos les decían los últimos adioses.
—Tengo que subir al tren.
Valfierno se acercó aún más.
—Ellen, tu esposo puede estar buscándote. Te seguirá la pista. Estarías más segura si te quedaras en París.
—Yo nunca estaré a salvo de mi esposo, pero cuanto más lejos, mejor.
—Pero yo garantizaré tu seguridad.
—Tú ya has hecho más de lo necesario. No estoy segura de haberte demostrado bastante gratitud por todo lo que has hecho.
—Entonces, demuéstralo escuchándome, quedándote.
—¡Pasajeros al tren! —bramó en el andén la estentórea voz del jefe de tren.
—Tengo que irme. —Se volvió hacia el coche.
Valfierno le puso una mano en su brazo.
—Estás cometiendo un error.
—¿Yo? ¿Y por qué? Me has dicho que crees que no debo marcharme, pero no me has dicho por qué. ¡Oh!, ya sé, por mi seguridad. Pero eso no es suficiente.
Ella lo miró directamente a los ojos, desafiándolo a decir algo.
—Porque… —dijo finalmente— porque quiero que te quedes.
Ella esperó que dijera algo más. Dos finos y agudos pitidos del silbato del jefe de tren se dejaron oír entre la barahúnda de voces a su alrededor. Un hombre empujó a Valfierno desde atrás, como si lo animara a hablar, pero no dijo nada.
—Edward —dijo finalmente Ellen—, una vez me dijiste que solo tomabas de las personas lo que ellas están más que dispuestas a compartir. Me pregunto si también les dices solo lo que ellas quieren oír.
Un trueno apagado hizo temblar la claraboya superior, en respuesta al estridente sonido del silbato del tren.
—Adiós, Edward.
Dejó que un mozo la ayudara a subir al coche. Sin mirar hacia atrás, desapareció en el pasillo. Valfierno se echó a un lado, tratando de verla a través de las ventanillas de los departamentos, pero solo había extraños.
Con un chirrido de metales y un bufido de vapor, el tren cobró vida y empezó a rodar paralelo al andén. Valfierno solo pudo ver cómo se alejaba.
Los espectadores que estaban sobre el puente del Alma miraban asombrados la estatua de piedra del zuavo que monta guardia sobre el puente
.
El soldado, esculpido en piedra, que adorna un pilar, había servido durante cincuenta y seis años de indicador del nivel del río. Orgulloso y desafiante, con su mano izquierda en la cintura y la derecha cruzando su pecho, sus pies quedaban normalmente justo por encima del nivel del agua. En ocasiones de crecida estacional, la superficie del río le llegaba por encima de los dedos de los pies y, en momentos de crecidas inusualmente grandes, el agua le llegaba a los tobillos. Ahora, el río había subido hasta cubrir la mano que descansaba en la cintura. Muchos de los espectadores especulaban sobre la altura a la que podría llegar
.