A pesar de la persistente lluvia que había caído sobre París durante las últimas semanas, casi todos los días paseaba hacia el río y cruzaba el Petit Pont hacia la Île de la Cité. El mercado permanente de flores que discurre por el muelle de las Flores, en la orilla nordeste del río, nunca dejaba de elevarle el espíritu. Ellen echaba de menos el verano, con su concierto olfativo silvestre de perfumes y fragancias naturales interpretado por una profusión de jazmines, dalias y arrayanes; y el otoño, cuando le llamaba la atención una inacabable variedad de crisantemos. Pero aun ahora, en pleno invierno, los invernaderos mediterráneos y los remotos jardines de Chile contribuían a la abundancia de ramos, cada uno de los cuales pugnaba por eclipsar al anterior.
Ellen había llevado tantas flores y plantas en maceta que, a veces,
madame
Charneau se quejaba con una sonrisa de sentirse mareada por el aroma. ¡Menos mal que la norteamericana no se obsesionó tanto con el Mercado de los Pájaros de los domingos! ¡Lo último que necesitaba era una casa llena de canarios, pinzones y cacatúas!
Émile visitaba la casa de vez en cuando, sobre todo para hablar con
madame
Charneau. Cuando estaba en la casa durante estas visitas, Julia parecía verdaderamente encantada de verlo. Émile raramente mostraba ningún signo evidente de entusiasmo hacia Julia, pero Ellen sospechaba que él también disfrutaba con estos encuentros. De todos modos, se interrumpían con frecuencia cuando Émile anunciaba que ya era hora de regresar a la casa de Valfierno.
Ella no había visto a Valfierno desde el día en que habían llegado juntos a París, hacía ya tres semanas, y, aunque sus excursiones y observaciones fueran una distracción, aún albergaba la esperanza de que le hiciera una visita. En alguna ocasión, había oído un vehículo a motor en el patio y su corazón empezó a latir un poco más fuerte, pero, al ver que nadie llamaba a la puerta, la decepción que sentía era palpable.
Y así, finalmente, había optado por encargarse ella misma de sus propios asuntos.
Por medio de Émile, había solicitado reunirse con Valfierno en la casa de este. Él había contestado diciendo que esperaba visitar pronto la
cour
de Rohan y la vería allí entonces, pero Ellen insistió. Por fin, se concertó el encuentro a las tres de la tarde del sábado siguiente.
Madame
Charneau se había ofrecido a llevar a Ellen a la casa de Valfierno o, al menos, a hacer que Émile viniera a buscarla, pero ella insistió en ir por su cuenta. Lo prefería así. Tenía su dirección y unas orientaciones generales y podría encontrar la casa. Y, por el camino, quería quedarse a solas con sus pensamientos.
Salió de la
cour
de Rohan poco después de la una, con mucho tiempo por delante. Por fortuna, la lluvia matutina había cesado, aunque el cielo todavía amenazaba con nubes grises y cargadas. Al cruzar el Petit Pont hacia la Île de la Cité, le llamó momentáneamente la atención un grupo de jóvenes —estudiantes de la Sorbona, a juzgar por sus indumentarias bohemias a la moda— que dirigían con interés sus miradas al río. Ella desvió brevemente la mirada hacia aquel lado para ver qué podían estar observando. El agua presentaba un color gris oscuro y unos cuantos chicos jóvenes estaban en la parte baja del muelle con los tobillos en el agua y chapoteando en ella. Miró un momento antes de volverse y seguir adelante.
Al llegar a la isla, echó un vistazo a la gran catedral mientras se encaminaba al puente de Notre-Dame. Cuando llegó a la margen derecha, giró hacia el este, siguiendo el río, atravesando después la plaza de
Hôtel de Ville
. La gran plaza al pie del palaciego edificio del ayuntamiento de la ciudad —normalmente desbordante de actividad— aparecía vacía y triste; en ella el brillo del agua de lluvia reflejaba la tenebrosa nube que la cubría. Siguiendo adelante, pronto se encontró en una de las partes más antiguas de París: el Marais.
En solo unos minutos, acabó completamente perdida en el berenjenal de calles que serpenteaban en una especie de laberinto urbano. Este barrio antiguo y poco elegante había escapado al masivo rediseño de París del barón Haussmann, cincuenta años antes, por su escasa importancia y su fama de barriada pobre. Su enrevesada maraña de estrechos caminos medievales, allí dejados sin el beneficio de la rima o la razón, todavía confundía y atormentaba al viajero desprevenido.
Aquí no había amplios bulevares dominados por paredes de edificios uniformes de cinco plantas y mansardas. En cambio, cada inmueble parecía haber sido erigido en una época diferente, con una finalidad diferente y en un estilo completamente diferente. Grandes
hôtels particuliers
[61]
con verjas de entrada, rodeados por altos muros, se elevaban al lado de diminutos cafés; estrechos edificios de pisos construidos unos al lado de otros, separados únicamente por parques en miniatura que bullían —aun en pleno invierno— con ruidosos y fogosos niños; judíos de Europa del Este con grandes barbas ejercían sus oficios en una miríada de talleres de peletería y joyería; carniceros y pescaderos exponían sus mercancías en docenas de pequeños establecimientos abiertos a la calle; librerías,
magasins d ’antiquités
[62]
y galerías, con sus fachadas de madera pintadas de colores rojo brillante, azul y verde, se tambaleaban a lo largo de los
petits trottoirs
[63]
. Este era un mundo aparte de los amplios y abiertos bulevares del nuevo París.
No todo el Marais se resumía en tiendas y pobreza. Muchos de los burgueses de la ciudad preferían la atmósfera de la ciudad vieja a la de la moderna y renovada ciudad. Y aquí la vida era mucho más barata, por no hablar de su colorido, mucho más acentuado.
Al principio, Ellen se sintió completamente desorientada por el rompecabezas de callejuelas y callejones, pero, a pesar de los esporádicos chubascos que la obligaban a buscar cobijo en pasadizos abovedados o bajo marquesinas cercanas, comenzó a disfrutar del hecho de estar perdida por las calles de París. En realidad, nunca se había sentido más libre en toda su vida: dar la vuelta por aquí y por allá, avanzar a empujones entre la gente sobre la estrecha cinta de la acera, asombrarse ante todas las maravillas que la rodeaban, rebosante de emoción y de ilusión ante lo que pudiese encontrar a la vuelta de la siguiente esquina en pronunciado ángulo.
Y la multitud de distracciones mantuvo su mente ajena a la aprensión que sentía por su inminente encuentro con Valfierno. Ella había querido disponer de tiempo para considerar lo que iba a decirle, pero cuanto más pensaba en ello, más difícil le resultaba dar con algo. Lo único que sabía era que, de alguna manera, había descubierto, de una vez por todas, cuáles eran sus verdaderos sentimientos. Se había educado en una cultura en la que la franqueza se consideraba el colmo de la grosería, pero estaba cansada de esos juegos —porque juegos eran— y, si llegaba el caso, le preguntaría simplemente si ella le gustaba. Entonces, ¿por qué tenía la sensación de que algo tan sencillo sería lo más difícil que había hecho nunca?
A veces, se paraba para preguntar educadamente por la dirección, pero las respuestas no le servían de mucha ayuda. Todo el mundo parecía tener la actitud de que era inconcebible que no conociese la zona y, por tanto, nadie necesitaba indicaciones para moverse por allí. Y así, fue un tanto desconcertante que, al mencionar la
rue
de Picardie a un carnicero que disponía las piezas de carne delante de su pequeña tienda de la
rue
de Bretagne, señalara impaciente una esquina de la calle hacia la mitad de la manzana.
—
C ’est là, madame
—dijo, en un tono que sugería que solo una estúpida no sabría que estaba ya allí—,
c ’est là
!
Y llegaba más de media hora antes.
La viñeta editorial presentaba un grupo de vigilantes del Louvre, desafiantes ante el espacio vacío en el que había estado
La Joconde
. El jefe de los vigilantes protesta: «No se podía robar; nosotros la vigilamos continuamente, salvo los lunes». Valfierno estaba pensando si entretenerse leyendo un editorial de
Le Matin
deplorando la ineptitud de la seguridad del museo cuando el sonido metálico del llamador de su puerta principal captó su atención.
Sacó su reloj de bolsillo. Todavía no eran siquiera las dos y media. A sabiendas de la acordada visita de Ellen, Émile había salido antes al mercado de Les Halles, por lo que Valfierno estaba solo en la casa y no había previsto que Ellen llegara tan pronto. Había tratado de evitarla desde su llegada a París. Había pensado que sería lo mejor para ambos. Podría haberla dejado fácilmente en Nueva York. Sus amenazas, tal como las planteara, tenían poco peso. Pero le habían dado la justificación para decidir llevarla con él, una idea muy mala por todos los conceptos, pero que, sin embargo, le había encantado. En todo caso, podía permitirse justificarlo únicamente por su deseo de ayudarla; cualesquiera otros sentimientos pondrían en peligro todo por lo que tanto habían trabajado él y otras personas.
Se acercó a la ventana del primer piso. Al mirar hacia abajo, vio brevemente la estampa de una mujer bajo el pequeño alero, ante la puerta principal.
Aunque había estado tratando de prepararse durante todo el día, Valfierno sintió que su corazón se aceleraba.
Mientras bajaba la escalera, se recordó que haría todo lo que estuviese en su mano para ayudarla, pero no más.
Se detuvo ante la puerta, permitiéndose el breve gozo de anticipar el momento de ver su rostro de nuevo. Alargó la mano y giró el picaporte.
—Eduardo —dijo la mujer cuando la puerta se abrió—, creí que ibas a dejarme aquí de pie en la acera todo el día.
—Chloé —exclamó Valfierno, sorprendido.
La última persona que habría esperado ver a su puerta era la esposa del marchante de arte Jean Laroche, el hombre que, muchos años atrás, había contratado una banda de matones callejeros para que lo atacaran, posiblemente a sugerencia de su esposa.
—¿Y bien? —dijo ella con coquetería—. ¿No vas a invitarme a entrar?
—Estoy esperando a una persona.
—¿Sí? Bueno, no querría echar a perder tu pequeño
tête-à-tête
, pero seguro que no querrás negarle a una vieja amiga unos minutos de tu tiempo.
Valfierno vaciló, echando un vistazo a la estrecha calle vacía.
—Naturalmente que no —dijo finalmente—. Entre, por favor.
Chloé entró en el vestíbulo, dirigiéndole una mirada presumida mientras pasaba ante él. Ella se detuvo y se dio la vuelta, fijándose en el entorno mientras se quitaba sus guantes negros de seda.
—Así que aquí es donde has estado escondiéndote —dijo ella, entrecerrando, coqueta, sus ojos azul pálido—. No ha sido fácil encontrarte, ¿sabes?
—Una deliciosa sorpresa que lo haya conseguido —dijo Valfierno sin alterar la voz—. ¿Y cómo está
monsieur
Laroche?
—¡Oh!, ¿no lo sabes? Murió. ¿No lo ves? Estoy de luto.
Ella ejecutó una pequeña pirueta para mostrar su vestido negro, perfectamente ajustado, desde su amplio busto hasta su cintura de avispa. Sus caderas estaban deliciosamente acentuadas por los pequeños aros, muy de moda, que se escondían bajo el tejido. De alguna manera, pensó Valfierno, ella siempre se las arregló para ser pequeña y pechugona al mismo tiempo.
—La acompaño en el sentimiento,
madame
.
—Gracias —dijo ella con irónico sarcasmo—, pero ya tengo todas las condolencias que necesito.
—¿Cómo falleció su esposo…?
—Él se encargó de matarse —dijo ella a modo de simple constatación—, con una pistola. Al menos, tuvo la decencia de hacerlo fuera, en el bois de Boulogne, y no en nuestra casa. Al menos eso, Y, por supuesto, la pequeña fortuna que dejó.
Valfierno iba a indagar más, pero lo pensó mejor.
—Bueno —empezó—, como le he dicho, estoy esperando a una persona.
—Por favor, Eduardo —dijo ella, con tímida coquetería—, solo cinco minutos de tu tiempo y me iré. Lo prometo.
Tras una breve vacilación, le indicó un pequeño recibidor justo al lado del vestíbulo.
Se sentaron Chloé, en un pequeño sofá; Valfierno, en una silla tapizada. Ella se compuso como una flor que dispusiera sus pétalos y lo miró directamente a los ojos. Tenía la cara de una de esas muñecas de porcelana que vendían en La Samaritaine, redonda y exquisitamente proporcionada, con ojos grandes y expresivos.
—Y bien —dijo Valfierno—, ¿a qué debo el placer de su visita?
—¡Ah, sí! Bueno, es muy sencillo, en realidad. Mi esposo, siendo un marchante, dejó tras él montones de… bueno, tú sabes, pinturas y pequeñas esculturas y otras cosas por el estilo, y ahora necesito ayuda para deshacerme de todo.
—Entonces, ha venido al sitio adecuado —dijo Valfierno vivamente—. A poca distancia de esta casa, encontrará, al menos, a una docena de los mejores marchantes de arte de París.
—Pero yo esperaba poder convencerte de que me ayudaras. En realidad, estoy convencida de que seríamos unos socios ideales.
—Por desgracia,
madame
…
—Chloé.
—Chloé. Me he retirado de este negocio y, aunque le agradezco mucho que haya pensado en mí, me temo que debo declinar su amable oferta. Bueno, realmente ha sido encantador verla.
Valfierno empezó a levantarse de su silla.
—Tienes razón, naturalmente —dijo ella—. Es un negocio aburrido. No puedo esperar para alejarme de ello todo lo posible, lo que me lleva a la razón real de mi visita.
Valfierno, a regañadientes, volvió a sentarse.
—No te preocupes. No te voy a echar a perder tu pequeña cita. Te diré lo que tengo que decirte y desapareceré. Como un pajarito. —Ella hizo un rebuscado gesto con la mano antes de dejarla sobre él, con ojos parcialmente cerrados—. Tú sabes, Eduardo, que siempre lamenté que… no llegáramos a conocernos mejor.
—No estoy muy seguro de que su esposo lo hubiese aprobado.
—Cierto. Naturalmente, ahora que él está fuera del cuadro, esa cuestión ya no tiene importancia.
—Me halaga,
madame
—dijo Valfierno—, me halaga ciertamente, pero el tiempo tiene la testaruda costumbre de moverse constantemente hacia adelante. Uno tiene las mismas posibilidades de dar marcha atrás al reloj como de invertir el curso de un río.
—¡Oh, Eduardo! —dijo ella con un suspiro de decepción—, de verdad que deberías haber sido un poeta en vez de echar a perder tu vida como un charlatán barato.