—Esto es lo que pasa cuando trae a gente de fuera —dijo Émile, exasperado.
—Pero tú fuiste quien nos lo trajo primero —señaló
madame
Charneau.
—
Madame
Charneau —dijo Valfierno—, estoy olvidando mis modales. Acérquese al fuego.
Él la guio hasta la sala de estar, donde unos troncos encendidos chisporroteaban en la chimenea.
—Nunca he visto una lluvia así. —Ella se frotó las manos sobre el fuego—. Si esto sigue así, el río pasará por encima de los puentes.
—La estación de metro mencionada en la carta —le dijo Valfierno a Émile—, ¿la conoces?
—Sí, está justo cruzando el río, al lado del puente Saint-Michel. Es una de las estaciones nuevas que todavía están en construcción.
—Y completamente abandonada en domingo —añadió Valfierno—. El lugar perfecto para evitar miradas indiscretas.
Valfierno miró atentamente el fuego, pensando febrilmente.
—Émile —dijo tras unos tensos segundos—, recoge la pintura. No podemos usar el coche; la policía habrá bloqueado todas las calles que llevan al río. Quiero que la lleves a la estación de metro cuanto antes, pero es imperativo que no te dejes ver hasta que yo te llame. ¿Comprendido?
—Será demasiado peligroso para usted —protestó Émile—. Déjeme ir. Yo le llevaré tanto la pintura como el dinero.
—Me temo que no sea eso lo que quiere —dijo Valfierno, pensativo.
—Pero aquí dice que no lo perseguirá si sigue sus instrucciones —dijo Émile.
—Quizá no me persiga, pero sospecho que hay más de lo que dice en esta carta.
—No lo entiendo —dijo Émile.
—Carnot puede haber sabido de la pintura por Peruggia, eso está claro. Sin embargo, Peruggia no sabía nada de
mistress
Hart, lo que me hace pensar que nuestro policía, o alguien más, no solo quiere la pintura y el dinero.
—¿Qué?
Valfierno metió la mano por detrás del reloj de la repisa de la chimenea y sacó un largo guante blanco. Lo contempló un momento, sintiendo el suave y sedoso tejido entre los dedos.
—A mí.
ÉM
ILE salió inmediatamente de la casa para recuperar la pintura del estudio de Diego, al otro lado del río. Cuando más se acercaba al Sena, más espectacular resultaba la inundación en las estrechas y retorcidas calles del Marais. El agua sucia burbujeaba en torno a las cubiertas de las alcantarillas, haciéndolas girar y bailar como si fuesen tapas de ollas hirvientes; unos ríos en miniatura llenaban los bordes de la calzada a cada lado de la calle. La lluvia mezclada con copos de nieve caía de unas nubes plomizas. La escarcha de color blanco plateado se pegaba a los troncos desnudos de los árboles y a los bancos vacíos del parque, en incongruente contraste con el barro y el fango grasiento que cubrían las calles.
A una manzana del río, un carro tirado por un caballo, cargado con sacos terreros, pasó traqueteando y obligó a Émile a saltar fuera del camino. Un soldado con pinta de malas pulgas arreaba al caballo, reacio a seguir adelante, y, cuando llegó a la altura de Émile, un saco se cayó de la parte de atrás en un profundo charco, salpicándolo con agua fría y mugrienta.
Empapado hasta la piel, se detuvo en el
pont au
Change que llevaba a la Île de la Cité. El agua había subido muy por encima de los embarcaderos bajo el nivel de la calle. Las arcadas que los barcos atravesaban normalmente habían desaparecido. Quedaba un metro escaso de espacio entre las aguas torrenciales y la parte superior de los arcos. Trozos de muebles, toneles de madera y toda clase de desechos y basuras se acumulaban contra la acera del puente que miraba río arriba.
Suprimiendo un tirón de miedo en el estómago, Émile hizo una inspiración profunda y se apresuró a atravesarlo.
En el estudio del sótano de la
rue
Serpente, el agua había empezado a filtrarse por el suelo. Diego reunió rápidamente las obras que planeaba llevarse. Las últimas semanas habían sido una locura de trabajo; no había creado tantas obras nuevas en tan corto espacio de tiempo en más de dos años.
En un montón colocado al lado de su bañera de zinc, había encontrado la copia principal de
La Joconde
, la que había utilizado como punto de referencia para hacer todas las demás. Durante un instante, pensó en llevársela, pero descartó la idea; había alcanzado una nueva cumbre de creatividad artística y ya no le interesaban los frutos de su período sabático de creación.
La copia de
La Joconde
le recordó el montón de falsificaciones incompletas y las otras telas que tenía en su almacén. Cogió la copia principal, se dirigió al pequeño cuarto, la apoyó en la pared y repasó las reproducciones en busca de algo interesante que hubiese pasado por alto. No encontró nada y volvió a su estudio, dejando atrás la copia.
Émile pasó rápidamente por delante de la prefectura de policía hasta el puente de Saint-Michel, que unía la isla con la margen izquierda. Las alborotadas aguas parecían aun más feroces aquí, pero se tragó sus miedos y empezó a cruzarlo, dejando atrás un grupo de curiosos que observaban las turbulentas aguas.
El río había tomado un color amarillento y se parecía poco al usualmente plácido y majestuoso Sena. El canal estaba obstruido por los desechos. Un atasco de barriles y tablones pugnaba por romper a través de los arcos del puente que iban desapareciendo a ojos vista. Los muebles chocaban contra los contrafuertes y se partían en mil pedazos. Aún le pareció ver algo como el cadáver de un cerdo que giraba sin parar como un extraño tiovivo en el torbellino del agua.
En la otra orilla, un barbado oficial ordenaba a un grupo de doce o más soldados que descargaran el mismo carro que había visto pasar antes.
—¡Rápido ahí! —bramaba el oficial—. ¡No dejéis huecos entre los sacos!
El militar se volvió hacia la gente que estaba en el puente.
—¡Ustedes! —gritó el hombre—. ¡Todos ustedes! ¡Fuera del puente ahora mismo! ¿Es que no se dan cuenta del peligro?
Aquellos ciudadanos de París giraron las cabezas hacia el oficial con más curiosidad que alarma. Intercambiando entre risas algunas observaciones, optaron por ignorarlo y volvieron a centrar la atención en el furioso espectáculo que tenían bajo sus pies. Un hombre —con la ayuda de otro que lo sostenía por el cinturón— estaba tratando incluso de bajar y recuperar un barril de vino.
—
Imbéciles
! —gritó el oficial antes de volverse para gritar una vez más a sus hombres—. ¡Más deprisa! ¡Tenemos que reforzar todo este sector! ¡Levantad las losas del suelo y utilizadlas si hace falta!
Émile cruzó la calle hasta la plaza de Saint-Michel, donde reparó en el vistoso arco de hierro que sostenía un cartel en el que podía leerse: «MÉTROPOLITAIN». Debajo de él, una choza provisional tapaba la boca de entrada de la futura estación de metro de Saint-Michel, el lugar de encuentro señalado por el inspector Carnot.
Cruzó la plaza y se apresuró hacia la
rue
Danton. El agua que burbujeaba por las tapas de las alcantarillas llenaba la calle con una profundidad de ocho o nueve centímetros, dificultando el avance de Émile, pero finalmente pudo llegar a la
rue
Serpente. Fuera del estudio del sótano de Diego había un gran carro de mano. Lo cubría una lona, pero podían verse los bordes de una serie de tablas que se perfilaban debajo. Émile levantó la lona y pudo ver un conjunto de lienzos. Los revisó, pero no encontró trazas de
La Joconde
. En realidad, no reconocía en absoluto ningunas de aquellas pinturas. Subió de la calzada inundada a la acera del edificio, que todavía no estaba mojada y actuaba como una especie de presa, protegiendo la escalera que llevaba al sótano.
Émile entró por la puerta abierta y descendió al estudio. El piso estaba resbaladizo a causa de las grandes filtraciones de humedad. Diego estaba delante de una mesa llena de lienzos pintados extendidos sobre marcos de madera. Estaba envolviéndolos, uno a uno, en telas.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Émile.
—Las ratas ya se han marchado. Sigo su sabio ejemplo.
Émile cogió un lienzo del montón. Era la imagen más extraña que había visto en su vida. Una mujer o, más bien, partes de una mujer estaban amontonadas en el asiento de un sillón. La mitad de su cabeza había sido limpiamente rebanada en un ángulo de cuarenta y cinco grados; riachuelos de cabello multicolor caían en cascada desde un rostro parcial, sin facciones; algo —una mano, quizá, o una garra— sostenía parte de un periódico, un periódico real,
Le Journal
, que había sido pegado sobre el lienzo, como tenía auténtico papel pintado en la pared que estaba detrás de la silla. Los pechos de la mujer flotaban libremente. —¡Dios mío!, eran los pechos de Julia, los de su presunto retrato, que parecían mangas de masa—. Parecía como si los hubiesen cortado y pegado en el centro. Su trasero estaba parcialmente cubierto por un trozo de tela pintado de manera que pareciera una especie de cancán. Tenía la sensación de estar mirando a través de una especie de caleidoscopio de pesadilla las piezas separadas de un rompecabezas humano que solo pudiera haber imaginado un loco ciego.
—¿Te gusta? —preguntó Diego.
—Ni siquiera sé qué es —dijo Émile.
Diego cogió lo que quedaba del retrato original de Julia. Faltaban grandes trozos. El lienzo rajado, emborronado y corrido por la paleta que le había tirado Julia, evocaba la misma calidad deslavazada del que sostenía Émile.
—¡Inspiración! —dijo Diego.
—Pero este no es tu nombre —dijo Émile, señalando la firma que aparecía en la esquina inferior del lienzo que tenía en sus manos.
—¡Ah, pero sí lo es! Es el nombre que reservo para mi verdadero arte. Me llamo Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad Ruiz y Picasso. —Diego tomó aire y se encogió de hombros—. Abreviado: Picasso.
Dejando la pintura dañada, Picasso cogió su original de las manos de Émile y lo añadió a su fardo.
—La inspiración me vino como un relámpago, gracias a tu bella y fogosa Julia.
Émile miró a Picasso a los ojos. Era evidente que el hombre estaba loco como una espuerta de grillos.
—
Au revoir, monsieur
Émile. Y puedes guardarte mi parte del dinero. He redescubierto algo que ninguna cantidad de dinero puede comprar. Mi alma. Dale por mí un beso de despedida a la encantadora Julia. Creo que le gustará.
Picasso se puso en la cabeza una boina manchada de pintura y desapareció escaleras arriba con sus últimos lienzos. Émile se quedó un momento mirando cómo se iba antes de entrar en el almacén.
La estancia era un caos, con lienzos y materiales esparcidos por el suelo mojado. Rechazando un ataque de pánico, Émile se arrodilló y empezó a moverse entre el revoltijo de cosas. Recogió todas las tablas con imágenes de
La Joconde
, descartando las reproducciones manifiestamente incompletas hasta quedarse con cuatro.
Despejó el pequeño escritorio del rincón, colocando encima las cuatro tablas. Dos eran de idénticas proporciones; las otras dos eran ligeramente mayores, pero también idénticas de tamaño.
El pánico volvió. No debería haber otras del mismo tamaño que la original. Buscó de nuevo entre las tablas restantes en el suelo. Era obvio que todas estaban sin terminar, así que se levantó, con la mente acelerada. Había visto todas las pinturas que Diego había cogido y no estaba entre ellas. Tenía que estar aquí. Seguramente, cuando ocultó por primera vez el original, no cayó en la cuenta de la copia de idéntico tamaño.
Después lo recordó: la copia principal. Era del mismo tamaño que el original. Esa debía de ser la otra pintura.
Esto no era un problema. Podía reconocer la auténtica. Pensaba que recordaría las dimensiones exactas —no es que importara mucho, porque no tenía una cinta métrica—. Examinó las dos tablas más pequeñas. Ambas eran excelentes, pero, evidentemente, demasiado pequeñas. Tenía que ser una de las pinturas más grandes, pero, ¿cuál de ellas? Les dio la vuelta. Ambas tenían en la parte superior la reparación en forma de crucifijo. Para asegurarse, comprobó el dorso de cada una de las tablas más pequeñas. Tenían remiendos similares, aunque en lados opuestos. Eso no tenía sentido. No importaba. Eran demasiado pequeñas.
Comparó las dos tablas más grandes, poniéndolas una al lado de la otra sobre el escritorio. Miró primero una y luego la otra, y a la inversa. Eran idénticas.
El tiempo pasaba rápidamente. Puso una encima de la otra y volvió al estudio. Envolvió ambas en una pieza de tela y subió la escalera de dos en dos escalones.
V
ALFIERNO convenció a madame Charneau de que había hecho todo lo que había podido y de que se quedase en su casa. No salió mucho después que Émile, pero casi no consigue llegar a tiempo al
pont au
Change. Policías y soldados estaban limpiando la calle de mirones y tratando de impedir el acceso a la Île de la Cité. Un agente estaba más preocupado por colgar un cartel de un árbol anunciando que los ciudadanos tenían veinticuatro horas para entregar cualesquiera cosas sacadas del río. Agarrando con fuerza el asa de su maletín de cuero, Valfierno aprovechó la confusión y atravesó el puente antes de que expulsaran del mismo al último grupo. Pasó por detrás de un oficial del ejército que discutía con un agente. El oficial estaba defendiendo el uso de dinamita para limpiar el atasco de desechos con el fin de reducir la presión que ejercía sobre el puente. El agente de policía trataba de explicar que las paredes de sacos terreros no podrían resistir el empuje repentino del agua.
Cuando llegó al otro extremo del
pont au
Change, Valfierno se detuvo un momento a mirar el río. Lleno de espuma y de fango, había tomado un pálido color gris plomo. Las aguas chocaban con los contrafuertes del puente con tal fuerza que Valfierno no pudo menos de preguntarse si serían lo bastante fuertes para aguantarlas. Después, en medio de los restos que arrastraba el río, vio el cuerpo de una mujer que flotaba cabeza abajo. Iba vestida con ropas de campesina y tenía sus brazos y piernas extendidos mientras giraba lentamente en medio de la torrencial corriente. Observó, paralizado, cómo se golpeaba con un contrafuerte del puente un momento antes de ser succionada por una estrecha abertura en la parte superior de uno de los arcos casi tapados por los desechos. Valfierno se dio la vuelta y se apresuró a atravesar la Île de la Cité hasta el puente de Saint-Michel, y cruzó a la margen izquierda.