—
Madame
—dijo él con fingida indignación—, un charlatán, quizá, pero nunca barato.
—Dime —continuó ella, señalando su cuerpo con un gesto dramático de las manos—, sinceramente, ¿cómo puedes rechazar esto?
«Debe de tener cuarenta y tantos, al menos», pensó Valfierno, pero seguía siendo una de las mujeres más seductoras que había visto nunca.
—No es fácil, lo admito —dijo él mientras se levantaba de la silla—, pero hay que ser fuerte. En fin, ha sido bueno verla de nuevo, Chloé.
Ella se levantó, con una mirada pícara en su rostro.
—Esta persona a la que esperas es, naturalmente, una mujer.
—Una buena amiga mía.
Bromeando, ella puso las manos en el pecho de él.
—Tenía yo razón, ¿no es así? —De repente, se volvió, alegremente petulante—. Puedes decírmelo. Exactamente, ¿hasta qué punto es buena amiga tuya? —Su tono estaba marcado con celos teatrales.
Él tomó amablemente su manos en las suyas y las levantó.
—Chloé. No ha cambiado y nunca cambiará. El mundo necesita mujeres como usted, aunque solo sea para recordar a los hombres qué es realmente la pasión, por no hablar de lo hermosa y lo peligrosa que puede ser una persona de su sexo.
—Lo tomaré como un cumplido.
—Debería. —Él le soltó las manos—. Solo espero que su próximo esposo aprecie la rosa exquisita que tendrá.
—Dime —dijo ella, poniéndose los guantes—, ¿es más hermosa que yo? ¿Más joven, quizá?
—
Madame
—replicó Valfierno mientras ella abandonaba el recibidor—, con respecto a lo primero, no es posible encontrar a una mujer más hermosa que usted en todo París, y con respecto a lo segundo, bueno, como usted no tiene edad, la cuestión es dudosa.
—Eres muy zalamero, Valfierno —concedió Chloé—, pero dudo que esta mujer, quienquiera que sea, sea buena pareja para ti. Si fueses listo, te darías cuenta de que, si te enamoraras de mí, no habría nada en el mundo que no pudieras conseguir. No solo saborearías unos placeres que van más allá de tus imaginaciones más salvajes, sino que, entre nosotros dos, podríamos tener todo París en la palma de las manos al momento.
—Chloé —dijo Valfierno sin acrimonia—, el problema que tenemos las personas como nosotros es que hemos olvidado, si es que alguna vez lo supimos, cómo enamorarnos. Nos aferramos demasiado rígidamente a nuestros pequeños mundos, los mundos que hemos creado y que conocemos muy bien. Abandonarlos es demasiado doloroso.
—¡Oh, ya veo! —dijo Chloé en tono de broma—. Ahora hablamos de amor. No me había dado cuenta de que esto era tan serio. ¡Qué generoso por tu parte permitir que esta pobre criatura ingenua penetre en tu pequeño y sórdido mundo!
—Ha sido encantador —dijo Valfierno, dando por terminada la conversación mientras abría la puerta y la guiaba amablemente hasta la delgada cinta de la acera.
—Es, desde luego, un hombre raro el que con tanta impaciencia me muestra el camino a la calle.
Valfierno lo recibió con una sonrisa cómplice y una ligera oscilación de la cabeza.
—Muy bien —dijo ella, resignada—. Lo último que puedes hacer es darme un beso de despedida.
—Adiós, Chloé —dijo él, dejándola marchar—. Espero que encuentres lo que buscas.
Ella se encogió ligeramente de hombros, enmascarando el rostro con una sonrisa angelical.
—Y lo sentiré de verdad si no lo encuentras.
Ella se puso de puntillas, le cogió la barbilla entre sus manos enguantadas y le dio un prolongado y apasionado beso. Después, con una coqueta mirada atrás, se alejó con paso ostentoso hacia la
rue
de Bretagne.
Después de cerrar la puerta tras ella, Valfierno sacó su reloj de bolsillo para ver la hora.
Ellen levantó la vista para mirar la placa esmaltada de color azul colocada en un lado de la pared de ladrillo:
rue
de Picardie. Poco más que un callejón, la anchura de la calle de adoquines difícilmente permitiría el paso de un carro o de un automóvil. Los edificios que se elevaban a ambos lados a diferentes alturas, pintado cada uno de un color pastel diferente, daban a la calle un agradable toque desordenado.
Tras mirar su reflejo en el escaparate de una tienda, se estiró el abrigo. Cuando quedó satisfecha, se volvió a tiempo de ver surgir a dos personas de la tercera casa de la derecha.
Su corazón dio un salto.
Valfierno estaba de pie, de espaldas a ella, hablando con una mujer a la que sacaba por lo menos la cabeza, vestida de negro.
Valfierno tomó las manos de la mujer, las levantó y las besó. Cuando la dejó marchar, la mujer dijo algo antes de ponerse de puntillas, poner las manos sobre el rostro de él y darle un prolongado beso. No pudo ver la reacción de Valfierno. Solo le vio tocar suavemente el brazo de ella.
La mujer retrocedió y, dirigiendo una mirada a Valfierno, comenzó a caminar hacia Ellen. Cuando Valfierno entró en la casa y cerró la puerta, Ellen se dio rápidamente la vuelta, mirando el escaparate de la tienda con el corazón desbocado.
Mientras la mujer se acercaba, Ellen no pudo resistirse a mirar hacia un lado, cruzándose brevemente sus miradas. Ella se volvió de nuevo hacia el escaparate y vio el reflejo de la mujer mientras pasaba tras ella, cruzándose de nuevo sus miradas en la luna del escaparate. La mujer avanzó unos pasos pero, en vez de girar hacia la
rue
de Bretagne, se detuvo. Tras una momentánea vacilación, se volvió de cara a Ellen.
—Excuse,
madame
—dijo la mujer, acercándose.
Ellen se volvió hacia ella.
—Perdóneme —continuó la mujer—, pero, ¿ha venido a ver a
monsieur
Valfierno?
Ellen sintió de repente que le faltaba el aliento. Miró a la mujer durante un momento que le pareció una eternidad. Le resultaba difícil cifrar su edad. No era alta, pero sí tenía buen tipo, con delgados brazos y piernas. Iba completamente vestida de negro y llevaba recogido su cabello oscuro bajo un tocado de terciopelo.
—Sí —dijo Ellen, por fin, aturdida—. Sí, a eso vengo.
—Lo sabía —dijo Chloé—. Tengo un sentido especial para estas cosas. ¡Oh!, lo siento, estoy siendo terriblemente grosera. Soy
madame
Laroche. Chloé Laroche.
Chloé tendió una mano enguantada. Ellen la miró un momento antes de estrecharla.
—Encantada… de conocerla —dijo Ellen.
La mujer entrecerró los ojos, con una sonrisa de cierta complicidad en el rostro.
—Usted es estadounidense.
—Sí —dijo Ellen—. Me temo que mi francés no sea tan bueno como debería.
—
Mais non
. Es excelente. Usted debe de ser la nueva amiga de Eduardo. Él la ha mencionado.
Había algo en los modales de esta mujer que hacía que Ellen se sintiera incómoda. Daba la sensación de que la estuviera sondeando para algo, como si tuviera una especie de conocimiento superior que estuviera tratando de verificar.
—Sí —respondió Ellen—. Yo soy
mistress
Hart,
mistress
Ellen Hart.
—
Mistress
Hart —repitió Chloé con evidente sorpresa—.
Enchantée
. ¿Conoce bien a Eduardo?
—En realidad, no muy bien. ¿Usted… es amiga suya?
—¡Oh, sí! Yo diría que sí —respondió Chloé—. Somos amigos desde hace bastante tiempo. Desde antes de que se fuera a Buenos Aires. Fue una lástima que tuviera que irse de París tan de repente. Entre usted y yo, creo que su negocio de exportación encierra a veces más de lo que él confiesa.
Ellen sintió la repentina necesidad de averiguar más cosas por medio de esta mujer.
—Bueno, ha sido un placer conocerla. —Ellen inclinó educadamente la cabeza e hizo ademán de alejarse.
—
Madame
Hart. —Chloé puso la mano sobre el brazo de Ellen para retenerla—. Creo que sé por qué está usted aquí.
—¿Sí?
—Naturalmente. Es muy claro. Usted se ha enamorado de él.
Ellen hizo una brusca inspiración.
—No creo que sea de su…
—Pero, querida, él confía en mí totalmente. Como se hace siempre con
une amante. Comprenez
? ¿Cuál es la palabra? Una amiga muy especial, una amante, ¿comprende?
De repente, Ellen sintió que se desmayaba.
—¿No se lo ha dicho? —preguntó Chloé con fingida sorpresa teñida de simpatía—. Bueno, ese es un hombre para usted. Nunca quiere hacer daño a una mujer, en especial a una mujer bella. Y usted es muy bella. Parece que está pálida. ¿Se encuentra bien?
Ellen no sabía qué decir. Y la mirada de lástima, comprensiva, que le estaba dirigiendo la mujer le hacía querer darle una bofetada con el dorso de la mano.
—Perdone —dijo finalmente Ellen, rodeándola para pasar.
—¡Otra vez! —dijo Chloé hacia ella—. Digo lo que se me ocurre, lo que me pasa por mi estúpida cabeza. Estoy segura de que Eduardo lo aclarará todo.
Chloé Laroche dejó que una sonrisa satisfecha atravesara su cara mientras se daba la vuelta y se alejaba hacia la
rue
de Bretagne, haciendo que las cabezas de varios hombres se volvieran hacia ella mientras pasaba.
Tratando de contener las lágrimas, Ellen se acercó a la puerta de Valfierno, deteniéndose finalmente sobre los adoquines mientras levantaba la mano para amortiguar los sollozos. Permaneció solo un instante antes de dar la vuelta y caminar rápidamente hasta el final de la
rue
de Picardie.
Alejándose apresuradamente por la
rue
de Bretagne abajo, con las lágrimas corriendo por sus mejillas, recibió con agrado la lluvia que empezó a caer de nuevo, con más fuerza que nunca.
Incluso la lluvia que caía a cántaros no pudo hacer mucho para lavar el polvo negro de carbón de las caras de los mineros mientras recorrían penosamente las embarradas calles de Lorroy de camino a su comida de mediodía. Las vidas de todos los integrantes de la pequeña comunidad situada a ochenta kilómetros al sur de París dependían de una sola cosa: el carbón. La mayoría de los hombres trabajaban largas horas en los pozos de la mina perforados en las colinas; otros cargaban el carbón en las gabarras del canal para llevarlo Sena abajo en su viaje a París y a puntos situados más al norte. Las fuertes lluvias hacían imposible que las barcazas volvieran a recoger más cargas. Los crecidos y torrenciales afluentes del Sena habían detenido todo el tráfico fluvial, los muelles del canal se habían inundado y las vagonetas de la mina estaban paradas, cargadas con un carbón que no podían descargar. Pero el peligroso trabajo de rascar el oro negro de las colinas de Lorroy continuaba
.
Los hombres estaban acostumbrados a la dureza, pero la incesante lluvia hacía aún más insoportable su difícil existencia. En esta época del año, todavía era de noche cuando partían de sus casas por la mañana, y de noche era cuando salían de los túneles al final de la jornada. El camino a casa a la una de la tarde para la comida de mediodía era su única oportunidad de ver el sol. Pero aquel día no había sol, como tampoco había salido en varias semanas. Unas nubes espesas y cargadas pendían sobre sus cabezas, oscureciendo las cimas de las colinas que revestían el canal. En el mejor de los casos, lo que la poca luz les permitía era atravesar un constante sucio anochecer
.
Mientras se acercaban a sus modestas casas de ladrillo alineadas al pie de una colina, podían ver las lámparas que ardían en el interior y sus espíritus se elevaban al pensar en el vino, el pan y los quesos dejados por sus esposas e hijos
.
Iban caminando con dificultad, con las cabezas agachadas frente a la lluvia. De repente, todos a una, los hombres se pararon en seco e intercambiaron rápidas y confusas miradas
.
—
¿Qué es eso? —preguntó un hombre
.
—
No lo sé —replicó otro
.
Todos habían sentido lo mismo. El suelo bajo sus pies estaba vibrando, rizando los charcos de agua a su alrededor
.
Durante un momento, permanecieron como hipnotizados antes de que uno gritara
:
—
¡La colina
!
Los hombres levantaron la vista. La colina se estaba moviendo
.
—
¡Avalancha! —gritó uno de ellos, aterrado
.
Los árboles entrecruzados en ángulos inverosímiles en la falda de la colina se desprendían y el lodazal licuado se deslizaba hacia las casas, sus casas. En un instante, el muro de barro y madera sepultó las estructuras, derribando los tejados, rompiendo las ventanas, arrancando las puertas de sus goznes, apagando las lámparas que los recibían
.
Levantando las botas del barro viscoso y pegajoso, los hombres avanzaron mientras gritaban los nombres de sus esposas e hijos
.
E
L inspector Carnot no tuvo gran problema para convencer a las autoridades italianas de que le dejasen llevarse detenido a Peruggia. A su modo de ver, su delito había sido relativamente menor. Simplemente, había tratado de vender una falsificación de una pintura robada recientemente. La copia que había intentado vender era tan buena que el precio que había pedido era verdaderamente razonable. Así que la galería de los Uffizi se quedó con la pintura, pensando en exponerla como un ejemplo excelente de reproducción. Carnot se preguntó al principio si estarían mintiéndole al decirle que la pintura era una falsificación, pero no tenía mucho sentido que lo engañasen, pues nunca podrían exponerla como si fuese la original. En todo caso, tenía lo que buscaba: al hombre que lo llevaría hasta la obra auténtica y, más importante aún, hasta el cerebro del robo.
Las autoridades italianas aún no habían dado noticia de la detención a los periódicos y Carnot las convenció para que no lo divulgaran. Cuantos menos seguidores de Peruggia conocieran su situación, mejor.
Peruggia habló poco en el viaje de vuelta en tren a París. Se portó bien con Carnot. El hombre había sido cruelmente traicionado. El inspector quería tener todo el tiempo necesario para que lo asumiera. Carnot no esposó al italiano. Contaba con el deseo de Peruggia de vengarse para que no tratara de escapar y necesitaba ganarse la confianza del hombre.
Carnot había mantenido en el máximo secreto posible su descubrimiento de Peruggia. Había telegrafiado a su superior inmediato en la Sûreté para informarle de que había viajado a Florencia simplemente para interrogar a alguien que podría tener información sobre el robo. Ahora tenía que orquestar muy cuidadosamente su plan. Tendría que dar explicaciones al comisario, pero, si podía resolver el caso, todo se lo perdonarían.