Pasando por encima del revoltijo del suelo, fue inmediatamente al pequeño cuarto que el artista utilizaba como almacén. Era una jungla de caballetes, cajones, lienzos, tablas y materiales diversos. El único mueble era un pupitre escolar infantil de madera arrumbado en un rincón. Diversas copias de
La Joconde
estaban apoyadas caprichosamente sobre las paredes. Algunas estaban incompletas, pero una o dos parecían terminadas. Algunas de las copias de Diego eran más pequeñas que el original y otras, ligeramente mayores. Émile razonó que debían de haber sido reproducciones legítimas que había creado para el comercio turístico. Diego debía de haber incluido su copia principal con las dimensiones correctas con las tablas que había enviado a Valfierno. En consecuencia, Émile pensó, cuando colocó el original entre ellas, que sería fácil recogerla cuando llegara el momento, a causa de su tamaño único y su evidente calidad superior.
Encantado con su engaño, dejó el cuarto y subió a la calle.
PRINZ JOACHIM
V
alfierno estaba con Ellen Hart en la cubierta de popa del
Prinz Joachim
contemplando el sol poniente que teñía de rojo el horizonte.
Ellen tuvo que elevar la voz para hacerse oír sobre el ruido del viento y el rumor sordo de las hélices bajo sus pies.
—He oído a otros pasajeros que atracaremos en El Havre a medianoche, hacia las dos, como máximo.
Ella se apoyaba en la barandilla al lado de Valfierno, sosteniendo en una mano su sombrero a pesar de la ancha cinta que lo sujetaba alrededor la barbilla.
—Y, por la mañana, en París —dijo Valfierno.
El viaje desde Nueva York había sido en su mayor parte desagradable. Un
nor’easter
[54]
trajo lluvias torrenciales y fuertes vientos procedentes de Nueva Escocia que azotaron el barco durante gran parte de la travesía. Solo cuando se aproximaban a la costa europea amainó la tormenta. Valfierno y Ellen pasaron prácticamente todo el tiempo bajo cubierta, en sus camarotes individuales. Su principal contacto se producía a la mesa de la cena, cuando coincidían con otros pasajeros de primera clase y, a veces, con el capitán, por lo que tuvieron pocas oportunidades para mantener una conversación personal.
Ellen sospechaba que esto le venía muy bien a Valfierno. Era obvio que la había evitado y esto la llevaba a preguntarse por la motivación de él para aceptar llevarla con él a la primera. ¿No le había dejado ella otra salida o fue él quien optó por llevarla? En todo caso, ahora mantenía su opción en un estricto nivel de negocios, el nivel en el que parecía encontrarse más cómodo.
Un día antes de la llegada a El Havre, el tiempo mejoró y, tras una cena temprana, ella le pidió que la acompañara a tomar el aire en la cubierta.
Ambos contemplaron cómo una rodaja de fuego naranja pintaba el horizonte antes de extinguirse en el mar.
Pasado un momento, Valfierno se volvió hacia ella y le preguntó:
—¿Qué piensa hacer?
—No tengo ni idea. Mi familia tenía amigos en París, pero de eso hace mucho tiempo, cuando yo era pequeña. Ni siquiera sabría cómo dar con ellos.
—Mi amiga,
madame
Charneau, regenta una casa de huéspedes cerca del Barrio Latino —dijo Valfierno—. Estoy seguro de que podría quedarse allí hasta que se establezca.
Ella asintió. Era obvio que esta no era la cuestión que más la preocupaba.
—Edward —comenzó ella, vacilante—, siento que no hayamos tenido muchas oportunidades de hablar.
Él asintió, pero no respondió.
Ella añadió:
—¿Puedo hacerle una pregunta?
Valfierno se detuvo un momento mirando el mar que se iba oscureciendo antes de responder:
—Naturalmente.
—¿Por qué lo hace? ¿Es solo por el dinero?
—¿Por qué qué? —dijo él, encogiéndose de hombros ante la pregunta.
—No sé —dijo ella, respondiendo a su pregunta retórica—. Por la emoción, quizá; por la emoción de la estafa. —Adornó la última palabra con un movimiento dramático de la mano.
—Me parece que ha leído demasiadas novelas —dijo él, con indulgencia.
—Tiene que haber algo más. Consideremos la situación presente. Ayudarme no le reporta beneficio alguno.
—Usted me obligó.
—Tengo la sensación de que nadie puede obligarlo a hacer nada.
—Además —dijo él en broma—, ¿cómo sabe que no la retendré para pedir un rescate?
—No es mala idea —dijo ella con una recatada sonrisa—. Podría cortarme un dedo y enviárselo a mi esposo. Este casi no lo utilizo.
Ella levantó el meñique. Como todo lo demás en ella, pensó Valfierno, era tan fino y perfecto como el de una muñeca de porcelana.
—Demasiado truculento —dijo él, con aire displicente—. Además, usted es quien me chantajeó, ¿recuerda?
Ellen abandonó su tono de broma y se puso seria.
—¿Quién me iba a creer aunque hubiese ido a la policía? E incluso si me hubiesen creído, mi esposo se habría asegurado de que se echara tierra encima.
—Es cierto —dijo él, considerándolo—. Es un hombre poderoso.
—Entonces, ¿por qué me ha ayudado?
—Digamos —respondió, con un breve contacto visual con ella— que el pensamiento de otro largo viaje transoceánico sin la compañía de una hermosa mujer era insoportable.
Ella miró seriamente su perfil mientras él seguía con la mirada fija en lo que quedaba de horizonte. No sería fácil conseguir que este hombre le dijera la verdad.
Estuvieron allí quietos un momento, mirando los dos la estela que se ensanchaba y disipaba en la superficie cobriza y ondulada del mar. Finalmente, él se apartó de la barandilla.
—Debemos volver y descansar algo mientras podamos —dijo él—. Mañana será un día de mucho ajetreo. Le deseo que pase una buena noche. —Tocó el ala de su sombrero y se dio la vuelta para irse.
—Edward.
Se detuvo y se volvió hacia ella. Ambos se miraron en silencio durante un momento. Después, ella se adelantó, puso suavemente sus manos en los brazos de él, levantó ligeramente su cabeza y apretó sus labios contra los de él. Él no se resistió. Mientras el beso persistía, los dedos de ella se tensaron sobre los brazos de él. ¿Detectó Ellen una mínima respuesta o estaba actuando únicamente el caballero? Lo soltó y retrocedió.
—Gracias por ayudarme —dijo ella en voz baja.
Él hizo una inspiración como para decir algo, pero se detuvo. En cambio, inclinó ligeramente la cabeza y dijo:
—
De nada
[55]
.
Ellen se quedó mirando cómo se volvía y se alejaba por la cubierta. Después de que desapareciera escaleras abajo, volvió a dirigir la vista al mar. Todo lo que quedaba del día era una tenue capa ocre que se prolongaba en el horizonte. Cuando desaparecieron las últimas trazas de luz y las primeras estrellas reclamaron su puesto en el cielo nocturno, comprendió que ya no había vuelta atrás.
FLORENCIA
L
os edificios de colores amarillo y naranja tostado que tapizan el puente Vecchio resurgían a la vida con una sonata de repiqueteos de apertura de los postigos de madera. Vincenzo Peruggia atravesó el puente en dirección al edificio más imponente de Florencia, la catedral de Santa Maria del Fiore,
Il Duomo
, y se detuvo a mirar a través de un hueco en las tiendas que se amontonaban unas al lado de otras. Bajo sus pies, el Arno pasaba tranquilo, alejándose del anillo de distantes colinas verdes, con su corona de cipreses que perforaba el cielo azul pálido y sin nubes, sobreponiéndose aún a la oscuridad de la noche que se retiraba. Por fin estaba en casa y la persistente humedad que ascendía del río bien podría haber sido la pesada niebla que se levantaba de su corazón. Cogiendo los primeros aromas dulces de los
cornetti
[56]
recién horneados en la cálida brisa, volvió a colocarse bajo el brazo la tabla envuelta y siguió cruzando el puente.
Le quedaban dos horas para su cita en la Galería de los Uffizi y Peruggia dio un paseo por la
via
por Santa Maria hasta la plaza del
Duomo
. Dio varias vueltas alrededor de la gran catedral abovedada, tratando de disipar la intensa energía y las expectativas que lo embargaban. La
piazza
volvía a la vida. Los mendigos empezaban a pedir, asumiendo sus puestos de penitentes a la entrada de la catedral; los vendedores disponían sus mercancías en mesas improvisadas; los artistas colocaban sus taburetes y caballetes para exponer sus caricaturas; los turistas iban llegando a la
piazza
acompañados del repiqueteo constante de sus tacones sobre los adoquines.
A las diez en punto, Peruggia estaba a la puerta de los Uffizi. Estaba seguro de que no pasaría mucho tiempo antes de que su nombre fuera aclamado por toda su amada patria. Sería el hombre, el héroe, que había devuelto al lugar que le correspondía el mayor tesoro de Italia. Sería famoso, aunque lo importante no era esa fama, por supuesto. Era justicia lo que ansiaba, justicia para el pueblo de Italia, justicia para la nación que siempre estaba a merced de tiranos rapaces, déspotas que se llevaban lo que codiciaban sin piedad ni compasión; y justicia era lo que él estaba a punto de impartir.
Peruggia se sentó en una antesala sin ventilación en un banco de madera, con la tabla envuelta en el suelo, a su lado, apoyada en su rodilla. Miró de nuevo su reloj de bolsillo. Eran casi las tres. Llevaba esperando cinco horas. ¿Acaso no apreciaban la importancia de su presencia aquí? No importaba. En cuanto se dieran cuenta de su error, le llovería un río del tamaño del Arno de peticiones de excusas.
Finalmente, se abrió la puerta de una oficina interior y salió una mujer corpulenta, elegantemente vestida, con el pelo recogido en un apretado moño.
—Lo verá ahora —dijo ella, con una expresión tan inexpresiva como las paredes de la antesala.
Al entrar en la oficina, lo primero que vio Peruggia fue a un hombre —presumiblemente, el director del museo— que escribía algo en un pulido escritorio de caoba. Estaba tan absorto en su tarea que ni siquiera levantó la vista. Cuando se diera cuenta de la importancia del objeto que tenía en su poder, pensó Peruggia, se volvería loco.
Solo cuando la mujer corpulenta cerró la puerta, el hombre del escritorio se percató y levantó la cabeza. Tenía unos sesenta y tantos años; el pelo, antinaturalmente negro, muy corto, en un estilo que recordaba a los antiguos emperadores romanos. Su expresión no reflejaba una bienvenida, sino solo una vaga y sorprendida curiosidad.
—¡Ah! —comenzó—.
Signore
…
—Peruggia.
—Sí, sí, claro.
Signore
Peruggia. Soy el
signore
Bozzetti.
Prego
. Siéntese, por favor.
Extendiendo una mano pequeña, regordeta, indicó una silla de madera al otro lado del escritorio. Peruggia sintió una repentina punzada de aprensión, como si una voz interior le dijera que se marchara inmediatamente, que huyese lo más lejos posible. Pero contuvo sus temores y se sentó, apretando la tabla contra su pecho.
—Confío en que haya tenido un buen viaje.
El
signore
Bozzetti no era exactamente gordo, pero su cuerpo suave, redondeado, le recordaba a Peruggia la masa de pan. La piel que le rodeaba el cuello colgaba tan holgada como un traje poco ajustado, y era obvio que no se había gastado muchos cuartos en ajustar su traje a su amplio cuerpo. El corte del sayo era bueno y brillaba, lo que hizo que Peruggia tuviera muy presente que su traje estaba verdaderamente desgastado.
—Debo admitir —continuó el
signore
Bozzetti— que, cuando telefoneó, estaba un tanto escéptico. Comprenderá que mucha gente dice tener en su poder cosas que, en realidad, solo existen en algún recoveco fantástico de su mente.
¿Acaso lo estaba insultando? Peruggia no estaba seguro, por lo que permaneció en silencio.
—Tengo curiosidad —persistió Bozzetti, indicando la tabla—. ¿Qué he hecho yo para merecer tal honor?
—Comprendo —empezó Peruggia, despacio— que usted tiene cierta reputación de discreción.
—Eso es muy cierto —dijo Bozzetti, asintiendo con la cabeza, orgulloso, y añadiendo rápidamente—: dependiendo de la situación, naturalmente. Usted mencionó que su motivación primordial era devolver la pintura a su debido lugar.
—Mi única motivación —lo corrigió Peruggia.
—Aparte de las cincuenta mil liras que mencionó.
—Eso es solo por los problemas que he tenido que arrostrar —dijo Peruggia. «¿Acaso no comprende este hombre la naturaleza de la equidad, que la justicia no llega sin pagar un precio?».
—Entonces, tiene que haber hecho frente a muchos problemas. Suponiendo, naturalmente, que la pintura sea auténtica.
Aquí es adonde Peruggia quería llegar. Con una sonrisa de satisfacción, comenzó a desenvolver la tabla, con parsimonia, como si estuviese retirando los pétalos de una rosa.
Cuando el paño cayó, Peruggia giró despacio la tabla, dejando ver la pintura al director del museo, con una sonrisa de suficiencia en su rostro.
Bozzetti unió sus índices, formando con ellos una aguja bajo su mentón mientras lo evaluaba, reduciendo sus ojos a auténticas ranuras. Pasado un momento, asintió con cauta aprobación y miró a Peruggia, mientras en su boca aparecía una sonrisa condescendiente.
—¿Puedo? —dijo, abriendo las manos.
Peruggia vaciló un momento antes de separar la tabla de su cuerpo. Levantándose de su asiento, Bozzetti se inclinó sobre su escritorio y tomó la tabla de las manos de Peruggia. Se acercó a la ventana, le dio la vuelta a la tabla y examinó el dorso, bizqueando un poco mientras examinaba cada cuadrante. Tras unos momentos, le dio de nuevo la vuelta a la tabla. Su examen de la pintura misma pareció superficial en comparación con la atención que prestó al dorso.
—Muy interesante —dijo Bozzetti, tratando de que su voz no delatase concesión alguna—. Dígame, ¿cómo se las arregló para atravesar la frontera con esto?
—Tomé un tren que sabía que iría abarrotado —dijo Peruggia—. Pensé que era un riesgo que merecía la pena correr. Como esperaba, el aduanero se limitó a pasar por el coche y solo comprobó unos cuantos pasaportes.
—Entiendo. —Bozzetti volvió a centrar la atención en la tabla—. ¿Le importa que pida a algunos colegas que me ayuden a autentificarla?