—Ocúpese de hacerlo —dijo el comisario.
Carnot solo pudo sonreír, incómodo. Ahora no tenía otra opción que cumplir su precipitada promesa.
L
A prefectura de policía compartía la Île de la Cité con tres edificios que databan de la Edad Media y definían el alma de París: la imponente Conciergerie, la iglesia de la Sainte-Chapelle y el más divino de los edificios: la catedral de Notre-Dame. La isla y su hermana, la Île Saint-Louis, estaban amarradas en medio del río Sena como dos majestuosas señoronas. Siempre habían sido el corazón, la cuna de París, el centro espiritual de toda Francia. Aquí, las legiones romanas conquistaron la tribu de los parisios poco después del tiempo de Cristo; aquí, los habitantes originales de la ciudad se refugiaron de los ataques de los bárbaros y de los vikingos; aquí, en la misma Conciergerie, María Antonieta pasó sus horas finales antes de su cita fatal con
madame Guillotine
, y aquí, el inspector Carnot esperaba impresionar al comisario de policía Lépine mostrándole al hombre que había robado
La Joconde
.
El inspector estaba frente a una pared blanca en una sala del tercer piso de la prefectura. En medio de la sala, un joven agente llamado Brousard, que ayudaba a menudo a Carnot, preparaba dos primitivos proyectores, conocidos como
linternas mágicas
, encima de una mesa. Otro agente estaba preparado al lado de la ventana y, a una mesa separada, estaba sentado el comisario Lépine en persona junto con varios miembros de su plana mayor. Por desgracia, un cambio repentino en la agenda del comisario había impedido un ensayo completo de la presentación. A pesar de ello, y de un hormigueo de excitada aprensión, Carnot se sentía confiado. Sabía que el comisario era escéptico con respecto a las llamadas innovaciones científicas y que solo una demostración concreta de su utilidad podría convencerlo de su valor. Aunque hubiese deseado disponer de más tiempo para prepararla, era la oportunidad perfecta para esa demostración.
El arte de las huellas digitales se venía utilizando desde la década de 1850, cuando un magistrado inglés en la India instruyó a dos comerciantes analfabetos para que sellaran el acuerdo que estaban celebrando haciendo impresiones de las palmas de sus manos en el contrato. En 1901, las huellas dactilares se utilizaban en Inglaterra para identificar a delincuentes y, en una visita a Scotland Yard, en Londres, en el curso de una investigación, el inspector Carnot había asistido a la impresión de las huellas dactilares de los sospechosos.
Pensando que podría utilizar esta nueva técnica para distinguirse y promover su ascenso, había tratado de introducir la nueva ciencia en la Sûreté. Sus ideas fueron recibidas con indiferencia, si no con descarado escepticismo.
Sus superiores seguían confiando en la antropometría, la ciencia de identificar a un delincuente reincidente conservando medidas precisas de sus características físicas, como su altura y la longitud de sus orejas. No importaba que, a veces, se enviara a algún doble a la isla del Diablo, en el mejor de los casos, o, en el peor, a la guillotina. La justicia no significaba nunca ser perfectos, sino solo coherentes.
Carnot no se había amilanado ante la resistencia a la nueva ciencia de las huellas dactilares y se había preocupado por aprender todo lo que podía sobre el procedimiento. Había perseverado y, aunque todavía tenía que ser aceptada por sus colegas, la había utilizado a veces él mismo, si bien con poco éxito hasta ahora.
Mientras investigaba un robo menor en el Louvre el año anterior, había convencido al director Montand de adoptar la norma de tomar rutinariamente las huellas dactilares de todos los empleados del museo. Recopiló y archivó cuidadosamente esas huellas ante la posibilidad de que pudieran necesitarse. Y ahora había llegado el momento y su oportunidad.
Satisfecho de que todo estuviese preparado, Carnot hizo un gesto al agente que estaba al lado de la ventana. El hombre bajó una persiana, oscureciendo la sala.
—Puede empezar —le dijo Carnot a Brousard.
El joven agente giró una manivela de la linterna y una gran imagen de una única huella dactilar se proyectó en la pared.
—Este es nuestro hombre —prosiguió Carnot con autoridad—. Su huella dactilar fue recuperada del cristal de la vitrina que guardaba
La Joconde
. Aplicando unos finos polvos de talco y cepillándolos cuidadosamente después, se revela la huella dactilar. A continuación, se levanta de la superficie mediante la aplicación de una película de celulosa transparente. Esta imagen, por supuesto, está ampliada muchas veces.
Las espiras concéntricas de la huella dactilar recordaban a Carnot el arte moderno que se había puesto de moda recientemente, el impresionismo o algo así, aunque, personalmente, prefería unas pinturas que se parecieran realmente a los objetos que supuestamente representaban. Hizo una seña a Brousard, que giró una manivela del otro proyector, y otra gran huella dactilar apareció al lado de la primera.
—Esta es la huella dactilar de uno de los casi cien empleados que han trabajado en el Louvre en el último año. Simplemente, presionamos las puntas de los dedos en un tampón y después en un papel fino.
Carnot hizo un gesto con una regla de madera.
—Comparando las líneas de aquí y de aquí, podemos ver si las dos impresiones coinciden. Como pueden ver, esta claramente no. La siguiente, por favor.
Brousard pasó la diapositiva siguiente.
—De nuevo, podemos ver claramente por estas líneas que este tampoco es nuestro hombre.
El comisario intercambiaba miradas impacientes con los miembros de su séquito.
—¿Cuánto tiempo durará esto?
—Creo que no mucho más, señor comisario. —Carnot notó que estaba empezando a sudar.
Una docena, más o menos, de impresiones pasaron sin éxito. Carnot procuraba mantener su seguridad en sí mismo mientras el comisario estaba cada vez más inquieto. Una docena más pasó sin coincidencias. En este punto, Brousard se levantó, se acercó a Carnot y le susurró algo al oído. De repente, el rostro de Carnot perdió el color.
—¿Está seguro? —preguntó Carnot en voz muy baja.
—Sí. Estoy completamente seguro.
—¿Por qué no lo ha mencionado antes?
—Acabo de darme cuenta, inspector.
—¿Qué pasa? —preguntó el comisario.
Brousard se retiró y un conmocionado Carnot hizo un gesto al agente de la ventana para que levantase la persiana. El agente lo hizo, provocando que los ocupantes de la sala se protegieran los ojos ante la claridad.
—¿Y bien? —dijo el comisario—. ¿Por qué lo ha detenido?
—Lo siento mucho, señor comisario —empezó a decir Carnot, con voz entrecortada—, pero me parece que tenemos un pequeño problema.
—¿Qué clase de problema?
—Parece —dijo, haciendo una profunda inspiración— que la huella que encontramos era de la mano izquierda del ladrón.
—¿Y?
—Y las huellas digitales de los trabajadores del Louvre —contuvo un momento la respiración— se tomaron solamente de sus manos derechas.
—¿Y esto importa?
—Me temo, señor comisario… que sí.
El comisario dirigió a Carnot una larga mirada despectiva. Carnot casi podía oír el portazo que le cerraba sus aspiraciones de ascenso. El comisario recompensaba los trabajos excepcionales de sus subordinados, pero, por regla general, todo lo que considerara una muestra de incompetencia relegaba a su responsable a un despacho sin ventanas en el sótano, condenándolo a un montón infinito de tareas burocráticas insignificantes.
Después de lo que le pareció una eternidad, el comisario se levantó, seguido por su plana mayor, con el sonido de un montón de patas de sillas arrastradas por el suelo.
—Me decepciona, Carnot. Esperaba más de usted. —Y con eso, dio media vuelta y condujo a su personal mayor fuera de la sala.
Carnot se quedó paralizado, mientras la luz de la linterna mágica silueteaba su rostro en la pantalla. Brousard estaba ocupándose de desenchufar y desmontar el equipo de proyección. El agente de la ventana seguía a las órdenes de Carnot, con la mirada fija en un punto de la pared opuesta.
Carnot estaba furioso, pero no consigo mismo ni con el comisario. La rabia que sentía en su interior se dirigía solo a un objetivo: los perpetradores de este delito. No solo habían arrebatado
La Joconde
, sino que le habían robado la única oportunidad que podría tener nunca de demostrar al mundo que él era algo más que un insignificante y anónimo funcionario civil; que, en realidad, era un gran detective, merecedor de los más altos honores que Francia pudiera otorgar.
En ese instante, hizo un solemne juramento: no se detendría ante nada para someter a estos descarados delincuentes y entregarlos postrados ante el despiadado dios de la justicia.
THE NEW YORK TIMES
1 de octubre de 1911
¡SIGUEN SIN ENCONTRARSE PISTAS DEL ROBO DE LA MONA LISA DEL LOUVRE!
¡La obra maestra de Leonardo da Vinci desapareció sin dejar rastro!
¡DESPUÉS DE DOS MESES, LA POLICÍA FRANCESA SIGUE SIN SABER NADA!
NEWPORT
E
duardo de Valfierno puso el ejemplar del
New York Times
sobre el asiento adyacente al suyo. El tren traqueteó en una ligera curva y él echó un vistazo al paquete de setenta y siete por cincuenta y tres centímetros que se mecía en el portaequipajes que estaba sobre los asientos. La última entrega, por fin.
Pensó en las semanas anteriores. Cada entrega había requerido un viaje diferente desde Nueva York con otra tabla; era demasiado arriesgado transportar más de una a la vez.
Las entregas de las cinco copias primeras acabaron siendo casi rutinarias. Un deferente mayordomo conducía a Valfierno a la presencia de su cliente, que esperaba —con febril expectación— en un estudio o galería profundamente escondido en su mansión. A continuación, una pequeña conversación, durante la que los ojos del cliente permanecían clavados en la tabla embalada, hasta que llegaba el momento de mostrarla, con la inevitable reacción de asombro. Después, estaba el intercambio del dinero, que nunca se contaba o al que ni siquiera prestaba atención Valfierno, y la broma vertiginosa con el satisfecho cliente casi embriagado de deliciosa codicia. Por último, Valfierno se despedía, esperando hasta que se sentaba en su taxi para dar un suspiro de alivio cuando sentía el reconfortante peso del pequeño maletín o portafolios lleno de billetes de cien dólares sobre sus rodillas.
Solo había habido un momento delicado. En la cuarta entrega, a la nueva perra de caza del cliente —una galga inglesa de color negro azabache llamada
Maggie
— Valfierno le cayó mal desde el primer momento. Al principio, el cliente bromeó con ello, pera el persistente gruñido de la perra le recordó que el anterior propietario había presumido de la aptitud del animal para juzgar las personalidades de los hombres. Valfierno conocía demasiado bien la tenue línea en la que se movían sus clientes entre el autoengaño y la suspicacia —sobre todo cuando la galga comenzó a olfatear la misma pintura—, por lo que empleó todos sus poderes de persuasión para dirigir amablemente al hombre hacia el lado humorístico de la situación. Al despedirse, Valfierno se atrevió aún a hacer un chiste, diciendo que, si el hombre se cansaba alguna vez de su perra, siempre podría encontrarle trabajo como evaluadora en una de las galerías más elegantes de Nueva York o de París.
El repentino torbellino de un tren que pasaba en dirección opuesta por la vía paralela devolvió a Valfierno al presente. Cuando la locomotora aceleró por la costa de Connecticut en su marcha hacia Newport, sus pensamientos volvieron a su actual destino:
Windcrest
, la magnífica mansión y los soberbios jardines a la orilla del Atlántico, el hogar de
mister
Joshua Hart y señora.
Desde el momento en que Taggart —en vez del mayordomo de Hart, Carter— abrió las enormes puertas frontales de roble de
Windscrest
, Valfierno supo que esta transacción iba a ser muy diferente de las demás. El guardaespaldas de Hart no dijo nada, pero sus ojos grises acero se clavaron en Valfierno como los de un depredador que evalúa su presa.
—
Mister
Taggart, ¿no? —dijo Valfierno, enmascarando su aprensión—. Creo que
mister
Hart me está esperando.
Taggart lo hizo entrar con una sacudida de cabeza.
Valfierno siguió al hombre por el vestíbulo hasta la biblioteca. Sintió una punzada de desilusión al no ver a
mistress
Hart esperándolo, como había ocurrido en su visita anterior. Dirigió una breve mirada a la mesita de la ventana en la que su madre se sentaba. Por supuesto, había estado en la mansión en diversas ocasiones en los años anteriores sin que se hubiera percatado siquiera de que Joshua Hart estuviera casado; las dos mujeres debían de haber estado en otro lugar de la vasta mansión en aquellas ocasiones. Quizá ahora estuvieran en otra parte del edificio.
Taggart condujo a Valfierno al estudio. Hart estaba sentado, leyendo el
New York Times
en un gran sillón de cuero al lado de la ventana. Los ojos de Valfierno dirigieron una breve mirada al maletín de piel que estaba sobre una mesa lateral.
—¡Ah, Valfierno! —dijo Hart, levantando la vista—. ¡Por fin ha venido!
La mirada de Hart se dirigió a la tabla embalada que Valfierno llevaba bajo el brazo. Se levantó, tiró el periódico al suelo y se acercó, con los ojos fijos en el objeto.
—Confío en que
mistress
Hart y su madre se encuentren bien —dijo Valfierno, procurando parecer despreocupado.
—¿Qué? —respondió Hart, momentáneamente distraído—. ¡Oh, sí! —Después añadió algo más—: La vieja murió. —Entonces, en un tono que sugería que Valfierno lo comprendería perfectamente y aceptaría, añadió—: Por fin.
Cuando Hart volvió a fijarse en la tabla envuelta, Valfierno experimentó una incómoda sensación de desazón. Trató de imaginar el efecto que el fallecimiento de su madre habría tenido en
mistress
Hart.
—Su esposa debe de estar profundamente afligida.
—Eso es quedarse muy corto —dijo Hart—. Yo no podía aguantar sus llantos y su abatimiento constantes, por lo que la envié con sus parientes de Filadelfia, donde podrá llorar todo lo que quiera.
—Siento no poder saludarla —dijo Valfierno.