Finalmente, Julia se dio por vencida y se retiró a su habitación. Ni siquiera salió cuando Valfierno y Émile se marcharon esa mañana. A Valfierno le sorprendió que capitulara con tanta facilidad. Evidentemente, no lo había hecho.
—Voy con ustedes —anunció cuando se detuvo delante de ellos—. Usted no puede decirme nada que me detenga.
Valfierno creyó haber detectado auténtico miedo en sus ojos, a pesar de su exhibición de bravuconería.
—No tengo nada que decir ni hacer para detenerte —dijo él—. Por una parte, no tienes pasaje y el barco está completamente lleno. Por otra, no tienes pasaporte y, para cuando acabes consiguiendo uno, comprenderás la sensatez de todo esto.
En realidad, durante algún tiempo no hubo camarotes disponibles en el vapor, pero Valfierno había sido tan decidido a la hora de poner inmediatamente en práctica su plan que había utilizado su considerable influencia y pagado una enorme cantidad de dinero para conseguir los pasajes para Émile y para él.
—Pero, ¿por qué no quiere que vaya con usted? —preguntó ella, incapaz de mantener la petulancia en su voz.
—Querida, sencillamente no es posible. Émile y yo volvemos a Francia. Es su patria y la nación escogida por mí. No vamos a regresar.
—Pero usted me dijo que le era muy útil.
—Sí, y te he pagado muy bien por tus habilidades.
—Émile —dijo ella, dirigiéndose al joven—, ¿no quieres que vaya con vosotros?
Aunque trataba de no mirarla, sus ojos se encontraron brevemente con los de ella antes de volverlos rápidamente a Valfierno.
—Tenemos que embarcar —dijo, dirigiéndose a la pasarela.
—No te preocupes,
querida mía
[34]
—dijo Valfierno, inclinándose hacia delante y besando cariñosamente la frente de Julia—. Si hay alguien que pueda cuidarse de sí misma, eres tú.
Buena suerte
[35]
.
Julia se quedó mirando a los dos hombres mientras subían por la pasarela. Quiso llamarlos, pero sabía que no había nada más que pudiera decir. Miró frenéticamente a su alrededor, en el atestado muelle, como si allí se encerrara de alguna manera la respuesta a su problema. Volvió la vista hacia el barco y se dio cuenta de que Émile la estaba mirando desde la barandilla antes de apartar la vista y alejarse de la borda, desapareciendo en cubierta.
Una repentina conmoción atrajo su atención. Una joven bien vestida corría por el muelle moviendo frenéticamente las manos y gritando:
—¡Esperen! ¡Esperen!
Dos hombres cubiertos de sudor la flanqueaban, cargados ambos de maletas y sombrereras. Era evidente que esta mujer había apurado mucho el momento de su partida y casi pierde el barco.
Julia no lo dudó. Cuando la mujer, histérica, pasó a su lado a toda velocidad, ella se interpuso, cortándole el paso.
E
L vapor se deslizaba suavemente por la superficie especular del océano, con el sol resplandeciente como un rayo ante él. Émile había pasado la mayor parte del viaje en su camarote, pero, por la mañana del último día, solo unas horas antes de atracar en El Havre, Valfierno lo convenció de que subiera a cubierta para disfrutar del inmejorable tiempo.
—Supongo que no te acordarás mucho de París —dijo Valfierno—. Cuando nos marchamos, no eras más que un niño.
—Recuerdo sobre todo el olor —dijo Émile, con una mueca al pensarlo—. Y las calles. Y el frío que hacía por la noche. Y el hambre que tenía siempre.
Valfierno miró a Émile apartándose de la barandilla, asombrado de lo mucho que había cambiado. Ahora era alto, aunque todavía un poco desgarbado por la torpeza de la juventud. Sus rasgos faciales, contemplados por separado, no eran nada del otro mundo: sus cejas, demasiado espesas; sus ojos, demasiado hundidos; su nariz y sus orejas, excesivamente prominentes; su boca, demasiado ancha para acomodarse bien entre sus mejillas, acabando todo en una barbilla alargada que le hacía la cara demasiado larga. Pero había algo en la combinación de estos elementos que configuraba un rostro atractivo, bello incluso. Pensaba Valfierno que solo con que sonriera de vez en cuando ganaría mucho. Y, por supuesto, iba limpio y bien arreglado, a diferencia del golfillo de la calle que había sido, tan negro de polvo como un deshollinador.
Como las de Buenos Aires, las calles de París estaban lamentablemente llenas de niños que pedían, robaban, merodeaban en grupos, eternamente acosadores y, a su vez, acosados por las autoridades locales. Uno hacía todo lo posible para evitarlos, para ignorarlos siempre que se pudiera, pero seguían siendo una característica omnipresente de la ciudad. Lo peor que podía ocurrirle a uno era mirarlos a los ojos, especialmente si uno sentía cierta simpatía por aquellas criaturas. Si conseguían despertar un poco de lástima, te rodeaban como un enjambre, como una bandada de gaviotas hambrientas, elevando sus manitas pidiendo unas monedas o, peor, hurgándote en los bolsillos para agarrar todo lo que pudiesen afanar. Pero Émile había sido diferente. Émile le había salvado la vida.
Todo empezó, como ocurre a menudo, con una mujer. Se llamaba Chloé y era la esposa de Jean Laroche, un marchante de arte de la
rue
Saint-Honoré. Aparentemente, Laroche era un honrado marchante de bellas artes, pero su auténtico capital procedía de la venta de falsas obras maestras y, en esa faceta de su negocio, trabajaba en estrecha relación con Valfierno. Chloé era de esa clase de mujeres cuya sola presencia recordaba constantemente a los hombre su sexualidad y, para empeorar las cosas, era extremadamente coqueta. Valfierno se divertía con sus insinuaciones traviesas, pero nunca las tomaba en serio. Después de todo, ella flirteaba con todo el mundo. Con todo el mundo, excepto con su esposo. Y su esposo era un hombre celoso.
Al principio, cuando los cuatro jóvenes rufianes lo acorralaron en el callejón que salía de la
rue
Saint-Martin, creyó que era un simple robo. A menudo, los matones —a quienes los periódicos llamaban
apaches
por su despiadado estilo de violencia descontrolada— recorrían las calles por la noche. Valfierno no se preocupó al principio. Tenía suficientes francos en el bolsillo —o eso creía— para apaciguarlos. Pero, cuando el mayor de los jóvenes, aparentemente el jefe de la banda, le informó de que tenía un mensaje de
monsieur
Laroche para él, se dio cuenta de que tenía un problema. Mientras se dedicaban a darle una paliza en el suelo, se permitió aún un pensamiento irónico: «Si estos rufianes me van a matar, es una lástima que no sea culpable del crimen por el que me están castigando».
Y sabía que lo hubiesen matado de no haber sido por Émile.
Valfierno estaba tendido sobre los duros adoquines tratando de protegerse de las botas y garrotes que le caían encima y había abandonado toda esperanza de sobrevivir cuando, de repente, se detuvo la paliza. Oyó que los
apaches
murmuraban entre ellos y se arriesgó a abrir los ojos. Su atención quedó clavada en la delgada figura de un chico que estaba de pie, al otro lado de la postrada figura de Valfierno.
—¿Qué haces? —preguntó el jefe de la banda, evaluando al chico—.
Allez, gamin
! ¡Largo antes de que te lleves una patada en el culo!
Pero el chico no se movió. Se quedó allí observando la escena con una expresión de curiosidad casi inocente. Uno de los jóvenes
apaches
se apartó de Valfierno y levantó su garrote como para pegar al chico. Este se estremeció instintivamente, pero no se movió.
El
apache
del garrote se volvió hacia el jefe y se encogió de hombros.
—Vamos —dijo el jefe—. Dadle una paliza al hijo de puta si no quiere marcharse.
El
apache
se volvió hacia el chico, blandiendo su garrote una vez más. El chico se limitó a mirarlo.
—¡Ah, al demonio con él! —dijo el
apache
bajando el garrote y volviendo al grupo—. Esto no es divertido. Es demasiado fácil. Dale tú la paliza si quieres.
—
Merde
—dijo el jefe—. De todos modos, ya hemos hecho bastante por esta noche. Le hemos dado a este guaperas una lección que no olvidará pronto.
Los demás estuvieron de acuerdo y, con unas patadas de despedida como buena medida, los
apaches
se desvanecieron en las sombras.
Valfierno levantó la vista hacia el chico, mirándolo a través de sus párpados hinchados.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
El chico vaciló un momento.
—Émile.
—Bien. Muchas gracias, Émile. Estaba empezando a tener la clara impresión de que yo no les gustaba mucho. ¿Tienes hambre, Émile?
Unas semanas más tarde, después de que hubiesen lavado al chico y este se hubiese trasladado al dormitorio del ático de la casa que Valfierno tenía alquilada en la
rue
Édouard VII, Valfierno le preguntó de pasada por qué no había huido aquella noche.
Émile le dirigió a Valfierno una mirada desconcertada. ¿No había sido evidente?
—Estabas tirado en mi sitio.
Valfierno se volvió a mirar al mar.
—Sí, París es una ciudad dura para muchos, pero también una ciudad llena de oportunidades para quienes tienen los talentos adecuados.
Émile no respondió; simplemente asintió con la cabeza sin mayor entusiasmo. En realidad, había dicho muy poco desde que dejaron Buenos Aires. Valfierno conocía demasiado bien la aversión que Émile sentía hacia el agua, pero también imaginaba su aprensión con respecto a la vuelta a casa. Había procurado tirarle de la lengua en varias ocasiones, pero nunca lo había conseguido. Había otra cosa que preocupaba al joven.
—Demos una vuelta —sugirió Valfierno.
Cuando empezaban a dar una vuelta por la cubierta de paseo, Valfierno pensó probar con otra cosa.
—Siento no haber podido incluir a Julia en nuestros planes —dijo como de pasada.
—¿Por qué lo siente? —dijo Émile—. Era más un problema que otra cosa.
—Ella tiene sus talentos. Sin ella, me temo que habríamos perdido a
mister
Joshua Hart y todo nuestro trabajo se habría quedado en nada.
—Ya habríamos pensado algo. Nos las arreglamos sin ella durante años y volveremos a hacerlo.
—Supongo que tienes razón —dijo Valfierno sin mucha convicción.
—A su alrededor, nada estaba seguro —continuó Émile, interesado—. Era poco más que una ladrona corriente y moliente.
—¿Y qué somos nosotros, Émile? —preguntó Valfierno—. ¿Ladrones poco corrientes?
—Es completamente diferente. Por una parte, ella nunca podía apartar las manos de ningún reloj, especialmente del mío.
—Sin embargo, todavía lo tienes —apuntó Valfierno.
—No por ella —dijo Émile, dando la vuelta a una esquina bajo el puente de mando—. Si no vuelvo a verla, nunca habrá pasado demasiado tiempo.
Émile lanzó una mirada a Valfierno mientras decía esto y no vio a la mujer que venía en dirección opuesta con tiempo para evitar una desagradable colisión.
—Perdone,
madame
…
—
Monsieur
, quizá deba prestar más atención al lugar al que se dirige —dijo Julia Conway.
—¿Cómo…? ¿Tú…? —farfulló Émile, conmocionado—. ¿Qué haces aquí?
—Evidentemente, lo mismo que tú: ir a Francia —respondió ella, devolviéndole, como quien no quiere la cosa, su reloj de bolsillo—. Toma. Te lo he cogido para no perder la práctica.
Completamente aturullado, Émile lo recogió.
Valfierno la valoró.
—Así que —dijo sin alterar la voz— de carterista a polizón.
—¿A quién le llama polizón? Robé mi pasaje honrada y abiertamente.
—De nada te servirá cuando desembarquemos —dijo Émile—. Nunca te dejarán entrar en Francia sin pasaporte.
—¿Por qué no dejas que me ocupe yo de eso? —dijo Julia mientras se alejaba de ellos paseando tranquilamente por cubierta—. Puedo cuidar de mí misma, ¿recuerdan?
Émile se quedó mirando su figura mientras se alejaba. Valfierno puso una mano sobre el hombro del joven.
—Ya me figuraba que no abandonaría con tanta facilidad —dijo Valfierno con admiración antes de seguir adelante.
Émile se quedó donde estaba un momento más antes de dar media vuelta y seguirlo.
Valfierno y Émile pasaron la aduana de El Havre sin dificultad. Valfierno había contemplado siempre la posibilidad de tener que salir rápidamente de Buenos Aires, por lo que se aseguró de que Émile tuviera siempre un pasaporte francés en regla. Tras recoger su documento convenientemente sellado por uno de los agentes de la aduana, Valfierno tiró de Émile, poniéndolo a su lado. Julia estaba en la fila un poco más atrás y quería ver exactamente cómo había planeado pasar la inspección.
Cuando le tocó el turno a Julia, un agente de la aduana de mediana edad abrió su pasaporte y lo examinó detenidamente.
Para conseguir lo que queremos,
no decimos lo que pensamos.
SHAKESPEARE,
Medida por medida
.
PARÍS
L
a locomotora atronaba el espacio mientras atravesaba la verde campiña francesa, manchando con su nube de humo y vapor un cielo por lo demás impoluto. En el interior de un departamento privado estaba sentado Valfierno con el rostro sepultado en un ejemplar del día anterior de
Le Matin
. No había pronunciado una palabra desde que el tren saliera de la estación de El Havre.
Émile iba sentado junto a él, en la ventanilla, frente a Julia, con la mirada fija en el paisaje que iba quedando atrás, menos por auténtico interés que por evitar el contacto visual con ella. No podía dejar de pensar en la facilidad con que Julia se había insinuado en su pequeña fiesta. Y no parecía darse cuenta del hecho de que era una intrusa. En realidad, parecía tan entusiasmada como una escolar en una excursión dominical.
—Es fascinante, ¿no? —dijo Julia, atrayendo la mirada de Émile.
—¿El qué? —contestó Émile, apartando la vista de la ventanilla y tratando de parecer desinteresado.
—Todo. El viaje en barco, el tren, París.
Émile emitió una especie de gruñido evasivo.
—Aún no estamos allí.
—Me refiero a la expectativa. Es fascinante.
—¿Qué sabes de París? —le preguntó en tono desafiante.
—Solo lo que he leído en libros. Sé que es la Ciudad Luz, la Ciudad del Amor, o eso dicen.