—Eso es todo. Vete —dijo él, enviando al muchacho escaleras arriba. Carter era el único de los sirvientes al que se le permitía adentrarse más allá de este punto.
Ellen abría el paso a través del enorme sótano —saneado y protegido contra la humedad del suelo a un coste muy elevado— hasta una gran puerta que estaba inmediatamente después de la entrada a una bodega bien provista de vinos. De su bolsillo sacó la llave que él le había entregado unos minutos antes, la introdujo en la cerradura y la giró. Abrió la puerta y entró en el interior, buscando a tientas los interruptores eléctricos que había en la pared.
—Solo el interruptor de arriba —dijo Hart.
Ella accionó el interruptor superior y se encendió una bombilla que estaba nada más pasar la puerta, revelando una sala de techo elevado de unos ochenta y cuatro metros cuadrados. Varias filas de pinturas, escasamente visibles a la tenue luz, colgaban de las paredes como imágenes espectrales.
En quince minutos, trabajando en semioscuridad, Hart y Carter habían desembalado y montado
La ninfa sorprendida
de Manet. Una vez finalizado el trabajo, Carter se retiró sin decir palabra. Hart se enjugó la frente con un pañuelo y se percató de que su esposa todavía estaba al lado de la puerta.
—Gracias —dijo Hart en un tono que era tan displicente como cortés.
Ellen asintió y abandonó la estancia, cerrando la puerta tras ella.
En cuanto su esposa se hubo ido, Hart accionó los tres interruptores restantes en rápida sucesión. Una batería de reflectores estratégicamente colocados cobró vida, iluminando su galería subterránea. Se quedó allí de pie, como hacía siempre, en trémulo sobrecogimiento mientras sus ojos se embriagaban con su colección de obras maestras. En realidad, le habría costado nombrar cada una de las pinturas y sus autores, a excepción, quizá, de sus adquisiciones más recientes. Lo importante era poseer estas obras de arte. Eran suyas y solo suyas. Unos idiotas confiados miraban reproducciones, montadas a toda prisa para cubrir espacios vacíos en las paredes de incontables museos, pero solo una persona en el mundo podía mirar la auténtica obra maestra, y esa persona única era Joshua Hart.
Tras un momento, se apartó de las pinturas y se dirigió a la parte trasera de la galería, en cuya pared había una pequeña puerta. Del bolsillo interior de su chaqueta sacó una llave, la insertó en la cerradura, giró el picaporte y entró.
Ellen Hart ascendió lentamente por la escalera hasta el nivel principal de la casa. Allí, se detuvo un momento y dirigió la mirada hacia la oscura bodega. Su esposo se quedaría solo durante horas en su tenebrosa guarida, rodeado de las cosas que más amaba.
Ella no lo echaría de menos.
PARÍS
E
n la mañana siguiente a su llegada a París, Valfierno y Émile se dirigieron en un automóvil Panhard Levassor descubierto a la
cour
de Rohan, donde los estaba esperando Julia a la puerta de la casa de huéspedes de
madame
Charneau. Sin decir palabra, subió al coche en el asiento trasero y le devolvió a Émile su reloj de bolsillo. Él se lo cogió sin comentarios. Un divertido Valfierno se dirigió conduciendo al bulevar Saint-Germain, torciendo a la derecha a la
rue
du Bac. Cuando cruzaba el Sena por el
pont
Royal, les hizo a Émile y Julia un resumen esquemático de lo que quería que hiciesen. Se detuvo junto a los arcos que conducían a la plaza del Carrusel, uno de los accesos al museo del Louvre, y Émile y Julia se bajaron del coche.
—Recordad —les dijo Valfierno—: sois unos recién casados. Deambulad por el interior. Haceos una idea del lugar.
Ellos trataron de conseguir que les diese unas instrucciones más detalladas, pero él les dijo que solo quería que diesen una vuelta y observaran.
—Poned especial atención en el ala Denon —añadió Valfierno mientras metía la velocidad—, pero, sobre todo, divertíos. ¡Sois jóvenes! ¡Se supone que estáis enamorados! ¡Esto es París!
Émile miró el coche mientras se alejaba y deseó estar allí.
—Bueno —dijo Julia, tomando el brazo de Émile con evidente placer—, ¿vamos?
Bajo los altos y abovedados techos de la larga Grande Galerie, en el ala Denon, un par de trabajadores de mantenimiento, ataviados con guardapolvos blancos, trataban de montar sobre la pared una vitrina acristalada. Al lado, dos caballeros estaban de pie, en el centro de la sala, observando. Uno de ellos, un señor de aspecto distinguido, de pelo blanco, vestido con un traje italiano de perfecto corte, no era otro que el director del museo,
monsieur
Montand. A su lado, el inspector de policía Alphonse Carnot, de la Sûreté. De mediana edad y corpulento, llevaba un traje cuyo aspecto no había mejorado precisamente desde que lo adquiriera en un rastrillo, en la plaza de la Bastilla, muchos años antes.
—Le digo,
monsieur
Montand —decía el inspector Carnot con evidente orgullo—, que estas nuevas vitrinas son lo último en seguridad. Acabarán con estos anarquistas y sus destrozos.
El inspector Carnot estaba llegando a un momento de su carrera en el que, si quería conseguir nuevos ascensos, tenía que hacer méritos rápidamente. Siempre había sospechado que su estatura —más exactamente, su falta— frenaba sus aspiraciones. Su volumen y su bajo centro de gravedad le conferían el aspecto de un trompo infantil, aunque el inspector se tomaba a sí mismo muy en serio. Tras un incidente en el que uno de esos sedicentes nuevos anarquistas había escupido sobre un Rafael, lo habían llamado con el fin de que sugiriera mejoras para la seguridad del museo. Había persuadido al director para que colocara las pinturas más destacadas en vitrinas de madera, en cuyo interior estarían protegidas tras el cristal. Estaba convencido de que su intervención en relación con esta innovación supondría un paso importante para su muy anhelado ascenso.
—Los patronos ya se están quejando de que el vidrio produce demasiados reflejos —dijo Montand, mirando al inspector a través de sus gafas de montura fina—. Vienen a ver arte, no sus propias caras.
—Mejor será que refleje sus propias caras que las babas de un escupitajo anarquista, ¿no le parece,
monsieur le directeur
?
Mucho más alejados, dentro de la Grande Galerie, Julia y Émile caminaban del brazo en medio de la multitud de parejas burguesas de un típico día laborable. La mayoría de los caballeros parecían vagamente aburridos, mientras que las señoras parecían más interesadas por los vestidos y adornos de las demás que por las obras expuestas. Unos pocos copistas habían montado sus caballetes a lo largo de la galería y, de vez en cuando, se veía a algún oficial del ejército, con el pecho cubierto de medallas, que compartía una carcajada con la última
demi-mondaine
[37]
conquistada del brazo.
—Este sitio es mucho mayor de lo que pensaba —comentó Julia.
—Es el mayor museo del mundo —dijo Émile—. ¿Qué esperabas?
—No lo sé —replicó ella encogiéndose de hombros—. He estado en algunos museos de Nueva York, que también son muy grandes.
—No tiene comparación —dijo Émile—. Mira todas estas obras maestras.
Julia se detuvo a contemplar una madona de Botticelli, que colgaba en la pared al lado de otra de Fra Diamante.
—La mitad de ellas parecen ser de lo mismo: una madre y su bebé. ¿Dónde están las flores?
La respuesta de Émile a esta pregunta fue un intento de soltarse, pero ella no le dejó hacerlo.
—Entonces —continuó ella—, ¿tienes familia en París?
—¡Oh, sí! —replicó Émile—. Tengo una familia enorme: tíos, tías, abuelos, sobrinas, sobrinos. Demasiada gente para contarla. Todos son asquerosamente ricos y siguen invitándome a vivir con ellos en sus palacetes en el campo.
—Huérfano, ¿eh? —dijo Julia, echando un vistazo a otra madona con el Niño—. Entonces, ¿cómo dio contigo el marqués?
—Mira —dijo Émile, deteniéndose y soltándose por fin del brazo de ella—, se supone que estamos observando, sacando ideas, no manteniendo una conversación inútil.
—Pero seguimos teniendo que parecer recién casados, ¿no? —dijo ella, volviendo a enlazar su brazo con el de él y descansando la cabeza en su hombro.
El penetrante estrépito de los cristales rotos hizo añicos la serenidad de la galería. La atención de todo el mundo se volvió hacia los dos empleados de mantenimiento a quienes se les acababa de caer la vitrina que había estado tratando de instalar.
Uno de los hombres, alto y delgado, de rostro duro, con aspecto de halcón, miraba fijamente al otro, un hombre con pinta de tonel y unos ojos demasiado pequeños para su ancha cara.
—
Idiota
! —gruñó en italiano el hombre alto antes de volver al francés—. ¡Mira lo que has hecho!
—No tengo yo la culpa de que me suden las manos —replicó el más grueso mostrando sus pequeñas y regordetas manos como prueba.
El director del museo y el inspector Carnot se acercaron a los trabajadores.
—¿A qué demonios están jugando? —preguntó Montand.
Los hombres se quitaron las gorras y el menor hundió sus hombros en un intento de parecer más bajo.
—Lo siento,
monsieur le directeur
. Ha sido un accidente.
—¡Ha sido incompetencia! —bramó Montand.
—Si mis agentes mostraran una incompetencia así —intervino Carnot— los despediría de inmediato.
—La vitrina es muy pesada,
monsieur
—dijo el hombre alto—. La próxima vez tendremos más cuidado.
—Demasiado pesada para ustedes, ¿no? —dijo Montand, dirigiendo una breve mirada al inspector para asegurarse de que estaba causando impresión—. Bien, no será lo único demasiado pesado, porque, de ahora en adelante, el tiempo les pesará mucho en sus manos. ¡Están despedidos!
El hombre corpulento parecía conmocionado. Su compañero más alto adoptó una expresión indignada.
—Pero ha sido un accidente —dijo.
—¿De dónde es usted? —le preguntó el inspector Carnot, moviendo nervioso la nariz como si estuviese olfateando al hombre—. ¿Ni siquiera es usted francés?
—No,
signore
. Soy italiano.
—Italiano —dijo Carnot con un gruñido despreciativo—. Eso explica todo.
El italiano se irguió hasta alcanzar su estatura real.
—Ustedes, los franceses, son todos iguales —comenzó a decir a propósito—. Roban las mayores obras de arte del mundo y después las exponen como si fueran suyas.
—¡Cuidado con lo que dice a un agente de la ley! —le advirtió Carnot, con la cara roja de furia.
—Ustedes dos tienen cinco minutos para salir de mi museo —declaró Montand—. Ya encontraré a alguien competente para arreglar este destrozo. Su última paga semanal compensará los daños.
Cuando el inspector Carnot y Montand se alejaban, el trabajador rechoncho arrugó la gorra en su mano y, en voz baja, dijo en dirección a los personajes que se retiraban:
—Pero yo soy francés…
Cerca, Émile apartó a Julia de la escena.
—Vamos —dijo—. Tenemos trabajo que hacer.
La fina punta del pincel aplicaba reflejos en el pecho de la mujer, que sonreía amable. Otro pincel daba textura a la superficie de un lago que estaba lejos, tras ella; otro más añadía unas líneas a una ventosa carretera que serpenteaba por detrás hacia un macizo de picos rocosos. Uno aplicaba un espeso remolino de pintura marrón grisácea a la corona de pelo rígidamente pegado sobre la parte superior de la cabeza de la mujer. Otro toque aclaraba suavemente dando una calidad traslúcida a la piel de sus manos cruzadas, una encima de la otra. Otro ensombrecía un lado de su fina y larga nariz, y otro más ponía una sombra en los labios, en un intento de plasmar la sonrisa correcta.
Un grupo de estudiantes de arte estaban sentados con sus pinceles, pinturas y caballetes en el salón Carré, frente a
La Joconde, El retrato de Mona Lisa
, de Leonardo de Vinci. La pintura estaba encerrada en una vitrina, cuyo cristal reflejaba las formas de los alumnos y de la multitud que pululaba detrás de ellos. Los lienzos de los estudiantes —en diversos estados de realización— eran de diferentes tamaños; ninguno de ellos tenía exactamente las mismas dimensiones de la modesta tabla de la pared. Con sus setenta y siete por cincuenta y tres centímetros, el original parecía muy pequeño, colocado, como estaba, entre
Matrimonio místico de santa Catalina
, de Correggio, y la
Alegoría de Alfonso de Ávalos
, de Tiziano. La vitrina en la que estaba instalada hacía que pareciese aún más pequeña.
Se permitía e incluso se fomentaba la copia, siempre que las dimensiones fueran diferentes de las de la obra maestra de Leonardo. El profesor de arte, con el rostro oscurecido casi por completo por una barba espesa, entrecana, manchada de tabaco, flotaba detrás de sus estudiantes dentro de su hinchado blusón, lanzando diversas miradas de aprobación o emitiendo gruñidos de disgusto.
Detrás de los aficionados estaba un concurrido grupo de patronos del museo atentamente centrados en la mujer de la pintura, mientras sus comentarios susurrados revelaban un sobrecogimiento casi religioso. Émile y Julia se deslizaron tras la multitud; ella alargaba el cuello sobre las cabezas de la gente para ver mejor.
—¿Qué están mirando? —preguntó Julia.
Algunos de los patronos volvieron la mirada hacia ella, con caras de desaprobación.
—
La Joconde
, naturalmente —replicó Émile—. ¿Qué otra cosa podía ser?
—¿Y cómo lo sabes? —le preguntó Julia.
—El marqués me traía aquí de niño —replicó él— y yo prestaba atención.
—¿Y qué tiene de especial? —preguntó ella.
Émile le dirigió una mirada a medio camino entre la lástima y el disgusto.
—Solo es una de las pinturas más grandiosas de la historia —dijo.
—¿Hay algo en este museo que no sea grande? —preguntó ella con sarcasmo.
Émile le chistó para que callase.
—Y, si es tan popular —continuó Julia, bajando la voz hasta quedarse en un susurro—, ¿por qué no la copia el marqués y se la vende a alguien?
Émile la agarró con fuerza por el brazo y la sacó de entre la multitud.
—¡Baja la voz! —dijo severamente.
—Bueno, ¿por qué no lo hace?
—¿Estás loca?
La Joconde
es la pintura más famosa del mundo. Nadie estaría tan loco como para comprarla.