El robo de la Mona Lisa (7 page)

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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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Al volverse para marcharse, se dio cuenta de que un único guante blanco estaba en el suelo, bajo la mesa. Lo recogió y estaba a punto de llamarla cuando se detuvo. Sintió el sedoso tejido de la prenda entre sus dedos, vaciló un momento y después lo deslizó en su bolsillo.

Capítulo 6

A
QUELLA noche, en la cena, Julia demostró que era una invitada muy amena, al menos para Valfierno e Yves. Émile no habló mucho. El ama de llaves de Valfierno, María, sirvió
carbonada criolla
[31]
, un estofado de vacuno condimentado con rodajas de pera. A pesar de la incertidumbre acerca de lo que fuera a traerles el día siguiente, el grupo comió con ganas y dio cuenta de varias botellas de vino tinto tempranillo. Tras acabar el postre, a base de pastelitos de miel, Valfierno e Yves acribillaron a preguntas a la recién llegada.

—Cuéntanos, exactamente, ¿cómo adquiriste tu talento particular? —preguntó Valfierno, rozando las puntas del pulgar y del índice para ilustrar sus especiales aptitudes.

—Sí —añadió Yves—. ¿Qué edad tenías cuando empezaste?

Ella tomó otro trago de vino y sonrió orgullosa.

—Once años.

—¿Once? —preguntó Valfierno, impresionado—. ¿Por qué tan tarde?

Valfierno e Yves intercambiaron sonrisas, pero Émile se limitaba a mirar el interior de su copa de vino, medio vacía.

—Sí, ríanse —dijo ella de buen humor—, pero once años es un poco tarde, en realidad.

—¿Y te han cogido alguna vez? —preguntó Valfierno—. Quiero decir antes de ayer, claro.

—En realidad, me pillaron con las manos en la masa la primera vez que intenté robar una cartera.

—¡Vaya! —dijo Yves, divertido por la forma de contarlo, como sin darle importancia, enorgulleciéndose incluso—. ¡Qué mala pata!

—En realidad, todo lo contrario —lo corrigió ella—, porque me pilló mi tío Nathan.

—¿Trataste de robar la cartera de tu tío? —preguntó Valfierno, asombrado.

—No, el tío Nathan estaba enseñándome a robar carteras.

—Entonces creo que necesitamos saber algo más de este tío tuyo, Nathan —dijo Valfierno antes de indicar a María que rellenara la copa de Julia.

—Bueno —comenzó ella—, digamos que era la oveja negra de la familia…

Su padre era un oficial de banca de nivel medio en Manhattan y ella había llevado una vida de clase media muy prosaica en Fort Lee (Nueva Jersey), en la orilla del río Hudson que estaba frente a la ciudad. Su familia había considerado siempre al tío Nathan como una especie de paria, un individuo despreciable o, en el mejor de los casos, al que había que ignorar. Pero para Julia era su pariente más fascinante con diferencia. No es que no mereciera su fama: había pasado tres largos años en la prisión de Sing Sing, al norte del estado de Nueva York, por falsificación de cheques. Aparentemente, había aprendido la lección y se había alejado del mundo del delito. Sin embargo, a los ojos de la mayor parte de la familia, había cambiado ese mundo por otro aún más reprensible: la enseñanza del oficio.

Se ganaba la vida moviéndose por los crispados márgenes del circuito del vodevil en un acto que consistía en robar las carteras del público asistente para diversión de sus hermanos de clase trabajadora.

Le ayudaba en estas tareas una tal Lola Montez, su atractiva —al menos al favorecedor brillo de las tenues luces de los escenarios— ayudante, otra oveja negra para la familia de él.

Pero no para Julia. En las raras ocasiones en que el tío Nathan llegaba de la calle, ella pasaba con él todo el tiempo posible, empapándose de sus sórdidas historias del escuálido aunque fascinante mundo del espectáculo. Y a él le encantaba transmitir el único talento que había dominado sobre todos los demás: el arte del carterismo. Viajaba mucho y la obsequiaba con historias de sus aventuras en el extranjero, sobre todo en Londres, París y Barcelona. Incluso le enseñó algo de francés y de español, el segundo de los cuales le resultaría particularmente útil con el tiempo. Como él decía siempre, cuanto más público, mayor el número de imbéciles.

Era una alumna rápida y el tío Nathan insistía en que podía haber hecho una fortuna con aquellas manitas y sus largos dedos. Incluso insinuó que algún día Julia podría acompañarlo en escena y, entre los dos, elevarían la actuación a un nivel que llamaría la atención de los promotores de primera categoría de Nueva York y Chicago. La idea se introdujo en sus sueños, poblándolos de visiones de un futuro emocionante y romántico.

Y un buen día, su madre anunció que el tío Nathan había muerto, tiroteado por el marido cornudo de su ayudante Lola. A su familia no le sorprendió en absoluto. De repente, el mundo de Julia perdió todo su brillo.

El día siguiente a su decimosexto cumpleaños, se escapó de casa, con la cabeza llena de promesas de aventuras lejanas y los bolsillos repletos de billetes de dólares que su madre guardaba en su cesto de costura «para un mal día». Aquel día había sido ciertamente malo: llovía a mares.

El dinero la llevó de Nueva Jersey a Charleston (Carolina del Sur), donde las técnicas del tío Nathan le resultaron incalculablemente valiosas. Se introdujo en un grupo de jóvenes prostitutas y propuso un plan infalible. Haciendo de mujer de la calle —aunque, en realidad, nunca desempeñó ese papel, según aseguró a sus oyentes—, adularía y convencería con halagos a un cliente ansioso únicamente para fabricar alguna presunta ofensa y largarse indignada. Cuando el hombre se percatara de que le habían limpiado la cartera, sería demasiado tarde.

En la mayoría de los casos, el pobre tonto se obligaría a volver con el rabo entre las piernas a su casa y su familia. Pero sabía que, más tarde o más temprano, aparecería alguien lo bastante motivado para ir en su busca. Por eso, nunca se quedaba demasiado tiempo en el mismo lugar y continuó moviéndose hacia el sur, siguiendo la línea del Florida East Coast Railway hasta la populosa ciudad de Miami. Tras abusar de la hospitalidad de la ciudad, tomó un barco a São Paulo (Brasil) y, desde allí, terminó viajando a Buenos Aires.

—Y ahora —concluyó— parece que he venido lo más al sur que puedo llegar.

—Bueno —dijo Valfierno—, Tierra del Fuego ofrece pocas posibilidades a alguien que siga tu línea de trabajo.

—Además —añadió ella con indiferencia—, la policía local me retiró mi pasaporte estadounidense hace unos meses.

—Bueno —dijo Yves—, es toda una historia, ¿no crees, Émile?

Émile miró a Yves y se encogió de hombros.

—Si es cierta…

Julia le lanzó una mirada.

—Cierta o no —dijo Valfierno—, es una historia genial.

—¡Brindo por ella! —dijo Yves, levantando su copa.

—Has estado muy callado —le dijo Julia a Émile, con un toque de desafío en su voz—. ¿No tienes ninguna anécdota
tuya
que sea divertida?

—Aunque la tuviese —respondió Émile—, no habría podido meter baza.

—No os peleéis en la mesa,
enfants
—dijo Yves del modo más amistoso.

—Me voy a la cama —anunció Émile, levantándose de la mesa—.
Bonne nuit
.


Buenas noches
[32]
, Émile —dijo Valfierno.

—No olvides esto —dijo Julia, mostrando el reloj de bolsillo de Émile.

Émile agarró el reloj y se fue enfadado.

—No deberías molestarlo tanto —dijo Valfierno después de que Émile hubiese salido de la estancia.

—Es un chico mayor —dijo ella, apurando lo que quedaba de vino en su copa—. Puede cuidar de sí mismo.

Ya anochecido, Valfierno e Yves se sentaron al cálido brillo de una vela en la cochera, dando Valfierno unas chupadas a un cigarro y ambos con sendas copas de tempranillo.

—No sé qué problema tiene Émile —dijo Yves—. Ella es una joven muy simpática.

—Siempre está quitándole cosas del bolsillo —dijo Valfierno encogiéndose de hombros—. Y él detesta eso.

La cochera era una auténtica galería de arte. Varios caballetes sostenían copias de diversas obras maestras en diferentes estados de factura. Además, había decenas de lienzos amontonados sobre las paredes, en su mayoría obras originales de Yves. Valfierno siempre había mantenido la opinión de que, aunque diera la sensación de que las pinturas de Yves carecían de la precisión de las copias que creaba, poseían un estilo propio, característico y convincente.

La obra original de Yves se agrupaba en dos categorías. En la primera, unos edificios con paredes inclinadas hacia el interior se cernían sobre calles estrechas como si fueran a saltar sobre los pequeños y confiados peatones que deambulaban por ellas; unos colores apagados y desvaídos aumentaban la sensación de opresión. En la segunda, las personas, con ropas de colores poco naturales, brillantes y desgarradores, se sentaban en terrazas de cafés, inclinándose unas hacia otras igual que lo hacían las paredes de los edificios, pero la atmósfera era íntima, sensual incluso. La brillante luz solar se alargaba, con sombras intensas que contrastaban con los luminosos colores que amenazaban con quemar hasta el mismo lienzo.

—¿Sabes, amigo mío? —dijo Valfierno, tomando un trago de vino—. Son muy buenas realmente. Tus obras, quiero decir. Deberías dedicarles más tiempo.

Yves se encogió de hombros ante el cumplido.

—¿Cómo? Tú me haces trabajar como una mula. —Sonrió al decir esto.

—Después de que hayamos concluido satisfactoriamente nuestro actual negocio, nos tomaremos un descanso. No más copias durante un tiempo. Podrás concentrarte en tus propios cuadros. ¿Qué tal suena eso?

—Como un trabajo duro —dijo el anciano.

—¿Y copiar obras maestras no lo es? —preguntó Valfierno.

—La parte más difícil ya está hecha. La elección del tema. La composición. La luz. La técnica. De todos modos, como sabes, siempre me las arreglo para encontrar el modo de dejar mi sello.

Valfierno sonrió. Por regla general, los falsificadores de obras maestras no podían resistirse a hacer alguna modificación, prácticamente indetectable, en las composiciones que duplicaban. Si alguien dedicara algún tiempo a contar el número de perlas del collar de la ninfa en la pintura del museo después de tomar posesión de su nueva adquisición, descubriría que era el beneficiario de una perla extra por su dinero.

—Lo que quiero decir —continuó Yves— es que la técnica puede aprenderse. Pero la inspiración viene de otro sitio completamente distinto, de un lugar misterioso, escondido —dijo, dándose con el puño en el pecho—. Solo la posee el auténtico artista.

—Te subestimas —dijo Valfierno—. Inspiración no es sino otro sinónimo de corazón y tú siempre encuentras un modo de poner tu corazón en todos tus trabajos.

El anciano decidió aceptar esto.

—Es verdad. Sin el corazón, todo se queda en pintura y lienzo.

—Entonces está hecho —declaró Valfierno—. Crearás una obra original precisamente para mí. Un encargo, si quieres. Quién sabe, podría pagarte incluso.

En respuesta, Yves sonrió, tomó un largo trago de su copa y preguntó:

—¿Pescaremos, pues, mañana a nuestro pez?

Valfierno reflexionó unos momentos sobre ello.

—Creo que
mister
Joshua Hart, de Newport (Rhode Island), llevará a cabo la transacción —dijo Valfierno, bebiendo un trago de su vino antes de corregirse—: Es decir, con la amable ayuda de
mistress
Joshua Hart.

Capítulo 7

J
OSHUA Hart, impaciente, miró una vez más su reloj de bolsillo. Tras él, en el muelle, su esposa estaba de pie con su madre.
Mistress
Hart agarraba el asa de una abultada cartera de mano, mientras movía ansiosamente la cabeza, tratando de escudriñar el mar de rostros.

El casco del vapor
Victorian
, de 11.000 toneladas, de la Allan Line, se erguía tras ellos como un sobresaliente acantilado de acero gris. El estruendo de las sirenas interrumpía el murmullo de los miembros uniformados de la tripulación y los corpulentos estibadores mientras trataban de embarcar a una muchedumbre de personas.

—¿Dónde demonios está? —preguntó Hart a su esposa, que, a modo de respuesta, solo podía negar con la cabeza y encogerse de hombros.

En ese mismo momento, Valfierno estaba con Julia, oculto tras la pared de la cercana aduana. Él llevaba el largo maletín de cuero que contenía la pintura. Émile estaba asomado fuera del escondite, observando al norteamericano y su comitiva mientras pululaban por el muelle.

—Está previsto que el barco zarpe dentro de quince minutos —dijo Émile, mirando, nervioso, su reloj de bolsillo.

—Paciencia —respondió Valfierno—. La oportunidad lo es todo.

Émile miró de nuevo su reloj antes de volverse hacia Julia pidiendo su apoyo, pero ella se limitó a irritarlo con una mirada burlona a su reloj que indujo a Émile a guardárselo en el bolsillo.

En el muelle, un hombre de uniforme azul marino lanzó a gritos una última llamada para embarcar.

—¡Maldita sea! —dijo bruscamente Hart—. ¿Dónde diablos está?

—¡Allí! —gritó
mistress
Hart, incapaz de resistir su agitación. Señaló a Valfierno, que se abría paso a través de la muchedumbre que llenaba el muelle. Más allá, Émile y Julia iban tras él, pero cuando Julia accedió al embarcadero, Émile se detuvo. Julia se paró y lo miró.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Émile dirigió la mirada al embarcadero de madera y al agua que brillaba debajo, visible a través de las grietas de los tablones.

—No te dará miedo el agua, ¿no? —dijo ella, más como una provocación infantil que como una auténtica pregunta.

Émile le dirigió una mirada glacial.

—Eso es ridículo —contestó él, inmediatamente antes de poner el pie a propósito en el embarcadero y abriéndose paso entre la gente a grandes zancadas, dejándola atrás.

Delante de ellos, Valfierno se acercaba a Joshua Hart.

—¿Dónde demonios se ha metido? —preguntó Hart, airado—. Casi me hace perder el barco.

—Perdóneme —dijo Valfierno sin aliento—. Nuestro coche perdió una rueda.

Émile y Julia aparecieron de entre la muchedumbre y se detuvieron detrás de Valfierno.

—¿Quién es este? —preguntó Hart, señalando a Émile.

—Mi ayudante, Émile. Él me ha ayudado a conseguir los documentos.

—Me alegro de verlo de nuevo,
mister
Hart —dijo Julia.

Ella dio un paso adelante, extendiendo la mano hacia él para saludarlo. Pero se hizo un lío con los pies y cayó hacia delante, lo que la obligó a agarrarse a las solapas del abrigo de Hart para no caerse.

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